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El padre de una familia muy rica llevó 
un día de viaje a su hijo a visitar una comunidad indígena, que vivía 
pobremente. Su propósito era mostrarle a su hijo cómo vivía la gente 
pobre. Permanecieron ellí unos días, alojados en la granja de una 
familia muy pobre.
De vuelta del viaje, el padre preguntó a
 su hijo qué le había parecido la experiencia y si se había dado cuenta 
de cómo vivían los pobres para valorar más lo que tenía en casa.
 El niño respondió que le había 
encantado el viaje y que ahora ya sabía cómo vivían los pobres. Cuando 
el padre le pidió que especificara lo que había aprendido, el pequeño 
enumeró de este modo lo que había visto:
Nosotros tenemos un perro y ellos tienen varios.
Nosotros tenemos una piscina que ocupa la mitad del jardín y ellos tienen un arroyo que no tiene fin.
Nosotros hemos puesto faroles en nuestro jardín y ellos tienen las estrellas de la noche.
Nuestro patio es tan grande como el jardín y ellos tienen el horizonte entero.
Nosotros tenemos un pequeño trozo de tierra para vivir y ellos tienen campos que llegan hasta donde nuestra vista no alcanza.
Nosotros tenemos criados que nos ayudan, pero ellos se ayudan entre sí.
Nosotros compramos nuestra comida, pero ellos cultivan la suya.
Nosotros tenemos muros alrededor de nuestra casa para protegernos, ellos tienen amigos que los protegen.
El padre del niño se quedó estupefacto y mucho más cuando su hijo concluyó:
- Gracias papá, por enseñarme lo pobres que somos.
REFLEXIÓN:
Esta fábula es tan clarividente y 
expresiva que no requiere de ninguna reflexión expecial, pero sí de que 
tomemos consciencia lúcida y rotunda de qué todavía lo mejor de esta 
mundo está al márgen de la mente calculadora y vorazmente 
rentabilizadora y de qué pobres son aquellos, como decía Ramakrishna, que solo se interesan por el dinero.
El ego posesivo, acumulador y aferrante 
es como un puño cerrado, pero el ego que sabe compartir y es generoso, 
es como una mano abierta, que refleja todo el Cosmos.
En una sociedad de excesos, todo tipo de
 apegos, autoimportancia enfermiza y desmesurado afán de posesividad, no
 hay ojos a menudo para ver las cosas simples, desnudas, hermosas, sin 
artificios, gloriosas, de la vida. No hay peor pobreza que la interior 
ni peor ignorancia que creerse docto ni mayor cárcel que la de estar 
atenazado en el incorregible egocentrismo. Por mirar con apego al farol 
de nuestro jardín, dejamos de contemplar esas estrellas que tachonan el 
firmamento por la noche y que, al menos hoy por hoy, pertenecen a todos y
 pertenecen a nadie.
Ramiro Calle
Director del Centro de Yoga Shadak y escritor
 
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