Abrid los ojos hacia vosotros mismos y mirad en el infinito del espacio y el tiempo. Oireis que alli vuelven a resonar el canto de los astros, la voz de los numeros y la armonia de las esferas. Cada sol es un pensamiento de dios y cada planeta una forma de ese pensamiento, y es para conocer el pensamiento divino que vosotras almas descendereis y remontareis penosamente el camino de los siete planetas y de los siete cielos suyos. HERMES TRISMEGISTO


Lo que la oruga ve como el final de la vida, el maestro lo llama una mariposa. RICHARD BACH

DEDICATORIA

Allí, donde habitan las mariposas, lo hacen tambien las hadas y los angeles, la verdad y la ilusion, la alegria, el amor, la dulzura y la fantasia; los mas bellos sueños y la esperanza.

Es el lugar donde los rios son de miel y las montañas de plata y diamantes; donde los seres alados bailan moviendose al ritmo de la musica de George Harrison y el aroma del Padmini; donde puedo descansar en grandes almohadones de plumas tejidos con hilos de seda y oro. Es mi refugio, y el de muchos que sueñan encontrarlo, sin saber aún que son mariposas.

Este blog esta dedicado a todos ellos y ojala puedan disfrutarlo como parte de su camino hacia el lugar donde habitaron o habitaran algun dia


Parameshwary
Enero 2009


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los cuatro acuerdos de la sabiduria Maya

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domingo, 5 de octubre de 2014

¿Que misterios se esconden tras el concepto de Diluvio Universal?

Parte 4

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El programa Espacial de la NASA en los Estados Unidos recientemente comprobó la veracidad de un hecho en la Biblia que se le había considerado como un mito. El señor Harold Hill, presidente de la compañía automotora Curtis de Baltimore, Maryland, y consejero del programa espacial, relata el siguiente suceso: Una de las cosas más asombrosas sucedió recientemente con astronautas y científicos espaciales en Green Belt, Maryland. Estaban verificando la posición del Sol, la Luna y los planetas para saber donde se encontrarían dentro de cien años y en los próximos mil años. Es indispensable saber esto para poder enviar satélites al espacio y evitar que choque con algo una vez que han entrado en órbita. Se debe proyectar la órbita en términos de la vida del satélite y saber la posición de los planetas para que no destruyan los satélites. Se hizo que la computadora corriera a través de los siglos y de repente se detuvo. La computadora empezó a dar una señal roja de alerta indicando que había algún error en la información con la que había sido alimentada o con los resultados al ser comparados con las normas establecidas. Decidieron entonces llamar a la oficina de mantenimiento para revisarla. Los técnicos encontraron que la computadora estaba en perfectas condiciones. El director de operaciones de IBM pregunto cuál era el problema y para su sorpresa la respuesta fue: “Hemos encontrado que falta un día en el universo del tiempo transcurrido en la historia“. Empezaron a rascarse la cabeza… !No había respuesta! En el equipo había un cristiano que dijo, “Una vez escuche en un estudio bíblico en la iglesia que el sol se detuvo“. Ellos no le creyeron, pero como no tenían ninguna respuesta, le dijeron, “Muéstranos”. El entonces leyó en el libro de Josué. En ese pasaje Dios decía a Josué: “No tengas miedo, porque los he entregado en tus manos ninguno de ellos te podrá resistir“. Josué estaba preocupado porque el enemigo los había rodeado y si oscurecía, el enemigo podría derrotarlos. Entonces Josué pidió al Señor que detuviera al sol. Y así sucedió. “El sol se detuvo y la luna se paro y no se apresuro a ponerse casi un día entero“. Los ingenieros del Programa Espacial dijeron que este era el día que faltaba. Rápidamente verificaron en la computadora retrocediendo en el tiempo a la época descrita en la Biblia y descubrieron que se aproximaba, aunque no era el lapso de tiempo exacto. El lapso que faltaba en la época de Josué era de 23 horas y 20 minutos, no un día completo. Pero en la Biblia decía: “Casi un día entero“. Parte del problema había sido solucionado. No obstante, faltaban 40 minutos. Pero en el segundo libro de Reyes, capitulo 20, se menciona que el sol retrocedió. Se narra que Ezequias, quien estaba a punto de morir, fue visitado por el profeta Isaias, el cual le dijo que no moriría. Ezequias no le creyó y le pidió por tanto una señal diciendo: “Avanzara la sombra diez grados o retrocederá diez grados“. Y Ezequias respondió: “Fácil cosa es que la sombra decline diez grados pero no que la sombra vuelva diez grados“. Diez grados son exactamente los 40 minutos que faltaban para completar las 24 horas, 1 día.

¿Habría alguna relación entre la Luna y Faetón? ¿Sería verdad qué, en un momento dado de la historia, se hubiese detenido el movimiento de rotación de la Tierra? Detener la rotación de la Tierra implicaba dejar a oscuras una parte del mundo. Leyendo textos antiguos podemos ver que esta historia del Sol inmovilizado es frecuente en diversas tradiciones. Josué, en la Biblia, ordenó al Sol que se detuviese para poder concluir una batalla. Para los chinos, hubo un tiempo en que el día solar valía diez días enteros. En Irán, la tradición habla de un Sol congelado en su cenit durante tres largos días. En cuanto a los peruanos, dicen haber conocido cinco días enteros de pleno Sol seguidos de cinco jornadas enteras de oscuridad. En todos estos casos, semejante fenómeno, según la tradición, se produjo justo después de un Gran Cataclismo que todos mencionan. De nuevo los mitos y las tradiciones se daban la mano para crear un cinturón mundial. En el año 400 a.C., Sócrates le dijo a su querido Simmias: «Vista desde el cielo, la Tierra parece una pelota compuesta por una docena de piezas de cuero cosidas entre ellas”. En el año 1977, los geólogos Poltack y Chapman escribieron: “Según la tectónica de placas, la litosfera, la corteza exterior de la Tierra, está formada por una docena de placas rígidas que se desplazan sobre su superficie”. Teniendo en cuenta que ambos textos, el de Sócrates y el de Poltack y Chapman, están separados entre sí por veintitrés siglos, era sorprendente que el filósofo griego supiese que la Tierra es un puzzle de doce piezas. Esto es especialmente relevante hablando de placas tectónicas, ya que no pueden verse y en tiempos de Sócrates no había posibilidad de volar. Observando un atlas vemos que América del Sur se puede unir a África, que la punta de Deccan, en la India, frente a Sri Lanca, se amolda al contorno de Somalia, mientras que Groenlandia y las islas del Gran Norte forman un conjunto con Canadá. Todo ello a simple vista. Algunos científicos intentaron encajar los continentes como un puzzle, hasta que en 1915 el astrónomo alemán Alfred Wegener demostró que las piezas formaban un todo, un gigantesco continente que bautizó con el nombre de Pangea, que en griego significa “el conjunto de las tierras”, por oposición al océano, que es el conjunto de las aguas. Sin embargo, pocos le hicieron caso. Alfred Wegener dedicó toda su vida a buscar las causas de que Pangea se desgajara, pero no encontró respuestas. El calor interno de la Tierra empuja hacia la superficie enormes bolas incandescentes, como alquitrán fundido. Cuando alcanzan la corteza, el peso de las placas aplasta esas bolas y las transforma en rodillos que se expanden en todas las direcciones en busca de una grieta por donde escapar. En sus desplazamientos, los rodillos arrastran las placas que chocan entre sí y deforman el dibujo del mosaico. Por esta razón los continentes se separan lentamente, a lo largo de millones de años y muchos científicos dicen que «hubo un tiempo en que el Sahara se hallaba en el polo Sur y el océano Antártico en el ecuador».

Para los científicos, Pangea fue resultado de un momento en que se juntaron todos los continentes antes de volverse a separar. Sin embargo, otros científicos no se muestran muy de acuerdo con esa teoría y dicen que el posible gigantesco continente que Wegener bautizó con el nombre de Pangea no fue el resultado fortuito de la colisión de continentes errantes. «No reconstruimos un rompecabezas sacudiendo la mesa», argumentan y sostienen que, al contrario, la escisión de Pangea se debió a un accidente único en la historia de la Tierra, probablemente causado por una gran catástrofe. Pero que, en un principio, Pangea siempre fue un solo continente. Es curioso que una teoría científica afirme que la escisión de Pangea se debió a una gran catástrofe, mientras que, por otro lado, el papiro Harris, hallado en Egipto, dice: «Fue un Cataclismo de fuego y agua. El sur se convirtió en el norte y la Tierra volcó». Quizás nuestros antepasados tenían razón cuando hablaban del surgimiento de montañas y de volcanes. Incluso es posible que el gran cataclismo y la ruptura de Pangea fuesen un único suceso. Hay los que sostienen que ocurrió un gran cataclismo que partió Pangea y los que afirman que el ser humano no pudo ser testigo del fin de Pangea porque ésta emergió y se disgregó mucho antes de la aparición de nuestros antepasados sobre la Tierra. Según libros científicos: «Hace cerca de 125 millones de años, América del Sur se separó de África, y la península Ibérica se apartó de América del Norte». Esta estimación es el resultado del estudio de las corrientes térmicas en los fondos oceánicos. Las estimaciones más conocidas establecen un rango entre 200 millones de años y 85 millones de años, dependiendo del sistema que se utilice para las mediciones. No obstante los egipcios decían que el cataclismo que destruyó la Atlántida tuvo lugar hacia el año 9600 a.C. Si sumamos 2000 años de nuestra era, aquel suceso se habían cumplido hace 11.600 años. Es evidente que entre 11.600 años y 125 millones de años hay una gran diferencia. Como curiosidad podemos indicar que 11.600 elevado al cuadrado da como resultado 134 millones, cifra que queda situada dentro del rango de años antes indicado.  Y también es curioso que la fórmula para calcular la edad de Pangea utilice la raíz cuadrada del tiempo. Todo parece indicar que es imposible que Pangea existiese hace tan poco tiempo y se hubiese disgregado a causa de un enorme cataclismo hace solo unos doce mil años.
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Pero veamos de nuevo el caso de Tiahuanaco como antiguo puerto marítimo. ¿Debemos creer que se elevó hasta cuatro mil metros de altitud lentamente? Por otro lado, ¿existían ciudades hace 12.000 años? Resulta sorprendente ver cómo los continentes han conservado su forma original. Si hoy pudiésemos reunirlos, vemos que, por ejemplo, Groenlandia se insertaría perfectamente en las costas norte europeas y América del Sur se insertaría perfectamente en la costa africana. Pero si, según dicen los geólogos, admitimos una erosión de cinco kilómetros en seis millones de años en todos los puntos del planeta, en 125 millones de años la erosión resultaría del orden de cien kilómetros, de manera no uniforme, por lo que nada encajaría. Sin embargo, todo sigue encajando perfectamente. Entonces puede que estemos hablando de un hecho ocurrido hace unos 12.000 años y no 125 millones, ya que en 12.000 años no se produciría una erosión de kilómetros. Para juntar virtualmente todos los continentes para reconstruir Pangea hay que aplicar el teorema de Euler e introducir el movimiento rotatorio y la plasticidad de los continentes. El deslizamiento de África pondría a Somalia en línea con la península Árabe, con lo que Madagascar encajaría en el hueco de Mozambique; la punta de Deccan, que abarca el sur de la India y Sri Lanca, rodearía Somalia. Entonces, Karachi, en el sur de Pakistan, se situaría sobre el cuerno de África. Todos estos desplazamientos son la expresión del mismo movimiento observado sobre arcos de círculo concéntricos, en aplicación del teorema de Euler: «Todo desplazamiento de placas rígidas en la superficie de la Tierra de una posición a otra puede ser efectuado en una sola rotación». Australia, junto a Nueva Zelanda y Tasmania, podría recorrer el océano Antártico entero para llegar a su cita con el Cabo de Buena Esperanza.  La península de Kamchatka, al este de Siberia, seguiría un arco y llegaría, en pleno sur, hasta los confines de las tierras australes. Arrastrada en el mismo sentido, Asia se pegaría a África. Debido a la tracción, Europa pivotaría, se estiraría y se aplastaría, con lo que Italia hundiría su bota en el Adriático, mientras que Grecia y Turquía se soldarían, cerrarían el Mar Negro y se acercarían a Egipto; entonces el Mediterráneo se secaría y no sería más que la bocana de un gran puerto; España se replegaría sobre Francia, desde las Landas a Finisterre, cerrando así el golfo de Gascuña; Gran Bretaña y la península Escandinava se recostarían hacia el nordeste y el perfil de Europa prolongaría el de las costas africanas. Los bloques afro-euro-asiático y el australo-antártico reunidos proseguirían su carrera hasta que se encontrasen con el continente americano. En este caso la costa de África se recostaría sobre la costa brasileña. En el extremo sur, la Tierra del Fuego se uniría a la Antártida. América del Norte se uniría a Groenlandia y el archipiélago que la bordea para acabar juntándose con Europa. Un último movimiento, en sentido giratorio, lo acercaría un poco más al Polo Sur, dónde se detendría, con lo que habríamos reconstruido Pangea.

La reconstrucción de Pangea cuadraba perfectamente con las tradiciones más antiguas. Los babilonios describían la Tierra como un disco rodeado de agua. Parece evidente que se referían a Pangea. Pero, ¿cómo sabían los babilonios que había existido Pangea? Lo lógico era pensar que la Tierra, debido a su composición, a la rotación y al campo gravitacional, tendría que ser una pelota totalmente cubierta por una capa de agua con un espesor medio aproximado de 2,4 kilómetros. Así es, porque todos los continentes, con las montañas más altas, pueden sumergirse por completo en los océanos y desaparecer. Es un problema de volumetría. Hay mucha más agua que tierra emergente. La lógica apuntaba que el planeta Tierra, en otro tiempo tuvo que ser un planeta cubierto de agua. De los 4.600 millones de años de edad que los científicos atribuyen a la Tierra, todo indica que 4.165 millones se vivieron bajo el agua. No fue hasta el periodo Siluriano, hace 438 millones de años, que aparecieron las primeras plantas, sin hojas todavía, halladas como fósiles en Australia. Por lo tanto, teníamos que aceptar que lo que cuentan todas las tradiciones es cierto y que Pangea emergió de las aguas. El Génesis dice que “Dios separó la tierra de las aguas”. La ciencia, en este caso, confirmaba plenamente lo que decía la tradición. Todos los estudios apuntaban que hasta el periodo Ordovícico, hace 505 millones de años, la vida sólo era marina. Así lo indicaban los restos fósiles de las rocas de ese periodo. No había rastro de vida terrestre hace más de 505 millones de años. O sea que durante más de 4.000 millones de años la Tierra fue sólo el planeta acuático y luego surgió la tierra seca. Los textos antiguos explicaban que el empuje continental creó lagos y ríos que se repartieron por doquier e hicieron fluir torrentes de vida, que apareció de forma inesperada gracias al calor del Sol sobre las aguas poco profundas. Nuestra estrella producía variaciones de temperatura de forma más rápida y efectiva en el medio terrestre que en el medio marino. Las plantas fueron las primeras en adaptarse a las nuevas condiciones. Teniendo en cuenta que el reino vegetal siempre precede al animal, posteriormente la vida animal surgió de las aguas y se adaptó a un medio anfibio, pobló las ciénagas y los lugares húmedos, preparándose para el suelo seco. Durante todo el periodo Devoniano, hace 408 millones de años, la masa continental no dejó de crecer. La paleoclimatología indicaba que la Tierra estaba caliente y era semiárida, tal como cabía esperar de unos antiguos fondos marinos que de pronto se exponían al aire y al Sol y se secaban. El Continente empezó a verdecer y en el Carbonífero, hace 360 millones de años, menos de 100 millones de años después de que las primeras tierras hubiesen emergido, la vegetación era tropical y desbordante, el clima cálido y húmedo y las estaciones casi inexistentes. La vegetación, en plena efervescencia, cubrió todo el continente de bosques.

Durante el periodo de la evaporación, las tierras emergentes tuvieron forma de desiertos. El Triásico, hace 248 millones de años, lo confirmaba, ya que se registraba allí una extensión de las tierras saladas y de las zonas desérticas y, como el clima era cálido, la erosión fue producto de la desecación. Pero, tras 200 millones de años, el gran continente estuvo acabado y sobre Pangea se extendió el imperio de los reptiles que se adaptaron al suelo seco y al Sol y conquistaron la tierra. Cuatro mil millones de años de experiencia bajo el mar constituían un bagaje que había que saber aprovechar. A escala geológica, los últimos 435 millones de años respecto a los más de 4.000 millones que los científicos le conceden a la Tierra eran poco más de un mes extraordinariamente animado dentro de un año de calma absoluta, si mantenía las proporciones. Pero quedaba por resolver el gran enigma: si Pangea jamás debió de existir ni el hombre tampoco, y si somos el producto de un accidente, ¿qué hizo emerger la tierra seca de las profundidades marinas hace poco menos de 500 millones de años? Dice la Biblia:”Dios separó la tierra de las aguas“. La ciencia mostraba que todos los continentes tenían como origen una corteza oceánica muy antigua. Incluso en la cumbre del Himalaya se encuentran fósiles marinos que así lo atestiguan. Los amerindios llamaban a la Luna «nuestra abuela». La Luna es un caso único en el sistema solar. ¿Cómo se formó la Luna? Hay diversas teorías. La teoría más aceptada afirma que nuestro satélite es un pedazo de la Tierra que fue expulsado cuando todo estaba en formación. Ningún otro satélite puede comparársele, ya que su diámetro es siete veces el que le correspondería en buena lógica científica. El sistema Tierra-Luna forma un conjunto que se comporta como un planeta doble. Sin embargo, no es la talla de la Luna lo que más sorprende y lo que la convierte en un satélite completamente incongruente, sino su órbita. Los satélites que no se han visto modificados desde su formación, giran casi en el plano ecuatorial de su planeta. La gran mayoría de los satélites del Sistema Solar tienen una órbita casi ecuatorial. Únicamente les separan escasos grados de diferencia, si es que llega. Sin embargo, la Luna dista mucho de seguir las normas que serían normales. Su órbita se aparta exageradamente del plano ecuatorial de la Tierra y se acerca al plano ecuatorial del Sol. Su grado de inclinación se mueve entre los 18,5 ° y los 28,5 ° en periodos de tiempo de unos dieciocho años. Por esa razón, ciertos astrónomos creen que la Luna no nació de la misma materia en condensación que formó la Tierra, sino que se trata de un planeta independiente que fue capturado más tarde. Los científicos que hablan de que la Luna no procede de la Tierra, sustentan su razonamiento en el hecho de que la inclinación de la órbita lunar está desviada sólo cinco grados respecto a la eclíptica, que es lo que cabría esperar de un cuerpo que llegase desde el exterior. Es decir: un planeta capturado por la Tierra y convertido en satélite por accidente.
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Pero, si la Luna fue un planeta, ¿qué pudo haber sucedido para que dejase de serlo y se convirtiese en satélite? Entre Marte y Júpiter gravitan lo que los astrónomos llaman pequeños planetas o asteroides. Entre sus nombres encontramos Ceres, Palas, Juno, Vesta, Eros, Ícaro, Apolo, Adonis o Hermes. Existen allí docenas de miles que componen el cinturón de los asteroides alrededor del Sol. Se han contado cuarenta y cuatro mil cuyo diámetro sobrepasa el kilómetro, pero han sido catalogados unos seis mil y conocemos con precisión la órbita de unos dos mil de ellos. Son, quizás, los restos de un planeta que explotó y que siguen siempre idéntico camino. La explosión de aquel planeta proyectó los pedazos de su mundo en todas direcciones. Algunos de esos asteroides describen órbitas francamente excéntricas. Por ejemplo, en el perihelio, Ícaro está más cercano al Sol que el propio Mercurio; de los dieciséis satélites de Júpiter, al menos siete son unos asteroides recuperados, captados o capturados por Júpiter; Tritón y Nereida pueden haber sido captados por Neptuno; Marte, por su lado, recogió dos, según las imágenes enviadas por el Mariner 9 y por los Vikings. Las fotos y pruebas demuestran que son del mismo tipo que los asteroides y sus superficies presentan notables similitudes con la de la Luna. ¿Podría ser la Luna un satélite del planeta desaparecido, como indican los mitos sumerios? Al estallar el planeta madre, privada de su centro de gravitación, quizás se convirtió en planeta con relación al Sol, pero al describir una órbita excéntrica, posiblemente se acercó tanto a la Tierra, que terminó por convertirse en su satélite, después de producir un cataclismo. Ésta es la teoría de algunos científicos. Tras millones de años, el sistema de dos planetas halló su punto de equilibrio, aunque ambos mostrábamos los estigmas de la aventura. La Tierra había perdido su perfecta esfericidad y había adoptado forma de pera aplastada en los polos. Además, acusaba una hinchazón del hemisferio austral. Seguramente se acababa de dar a luz el supercontinente de Pangea. En cuanto a la Luna, permanecía mirando la Tierra siempre con la misma cara. Parece claro que sin la Luna, nosotros, los seres humanos, no existiríamos. Ahora podíamos comprender a los amerindios y captar el sentido que se ocultaba tras sus palabras. Si, para ellos, la Tierra es «nuestra madre», la Luna es «nuestra abuela». Ella separó la tierra de las aguas. Los babilonios estaban en lo cierto al decir que «todas las tierras emergidas del planeta, reunidas en un casquete esférico apenas cubren una cara de la Tierra». Pero para los habitantes de Pangea, el Sol brillaba más tiempo sobre el océano que sobre la tierra. «Corría demasiado deprisa sobre su isla», ya que Pangea era su isla. Lo ideal era que la Tierra, imitando a la Luna, presentase siempre la misma cara hacia el Sol. Entonces, la ambición de Faetón de detener el carro del Sol tenía sentido. Hijo del Sol, nieto de Océano, Faetón simboliza con su aventura la búsqueda de la luz eterna sobre la Tierra.

Con una órbita situada a una distancia privilegiada del astro rey, la Tierra está inmersa desde hace millones de años en un clima ideal para el nacimiento y la evolución de la vida. Durante mil millones de años el Sol calentó estas mismas aguas, sólo que en aquella época eran las del único océano que cubría por entero el planeta y que captó toda su energía para edificar una vida cada vez más rica y cada vez más compleja. Hace 435 millones de años, Pangea surgió de las aguas por influjo de la Luna. A partir de aquel instante, durante otros cien millones, la gran isla se cubrió de bosques y apareció la vida animal terrestre. Se produce una explosión gigantesca de vida cuya exuberancia salta sin cesar a lo largo de decenas y decenas de millones de años, cubriendo todos los rincones ecológicos posibles. Esta prodigiosa aventura tiene lugar gracias al Sol. El culto al Sol anima las tradiciones de todas las latitudes. El hemisferio norte gozaba de un clima tropical y los hielos eran desconocidos sobre Pangea. La distribución de las tierras no tenía nada que ver con los actuales continentes. Los rayos del Sol no alcanzan la superficie terrestre de modo uniforme. Son casi perpendiculares entre los trópicos, pero tienen una notable oblicuidad en los polos y ahí atraviesan una capa atmosférica más importante que los absorbe más. Este pequeño detalle explica que la temperatura baja conforme aumenta la latitud. Cuanto más al norte o más al sur del ecuador, más frío hace. Sin embargo, la cantidad total de calor solar que la Tierra recibe y absorbe es más que suficiente para mantener el equilibrio. Si las corrientes oceánicas procedentes de los trópicos pudieran ascender hacia el norte y descender hacia el sur y alcanzar las regiones polares, la formación de hielo resultaría de todo punto imposible. Sin embargo, hoy en día, en el norte existe un océano Ártico poco profundo rodeado por continentes que impiden la llegada de corrientes cálidas. Así que se cubre de hielo, que no absorbe, sino que reverbera la luz solar, y el círculo se cierra. El frío engendra aún más frío. El albedo, la fracción de la luz solar que es reflejada de nuevo al espacio, desempeña un papel crucial en esta escalada. Hay cálculos que demuestran que si el océano Ártico no estuviera recubierto de hielo, algo que está empezando a suceder actualmente, la temperatura de sus aguas ascendería unos cuarenta grados centígrados. En cuanto al océano Antártico, las corrientes cálidas no pueden llegar hasta el interior de la Tierra. De manera que también se enfría, aparece el hielo y la espiral del frío sigue idéntico camino que en el norte. Para que el planeta se mantuviese libre de hielo, sería necesario que las masas continentales permitiesen la libre circulación de las corrientes tropicales hasta las regiones polares. Eso es, justamente, lo que sucedía con Pangea.

El Gran Norte de Pangea no alcanzaba el paralelo 40 y hacía más calor allí del que hoy pueda hacer en el sur de Europa, situada también en esas mismas latitudes. El calor del ecuador y de los trópicos tiende a ir hacia los polos, cuyas corrientes de aire frío son devueltas hacia el centro del globo. Los vientos giran en amplios círculos y hacen que el calor de los trópicos ascienda hasta los polos. Los especialistas dicen que «este modelo teórico se aplicaría a nuestro planeta si no existiesen las irregularidades debidas a los continentes que separan las masas oceánicas ni las cordilleras que forman un obstáculo natural». Pero, el viento sobre Pangea favorecía la regulación del clima de manera casi ideal. No había cordilleras, que aparecieron tras el Gran Cataclismo, y la Tierra era un modelo perfecto de condiciones climáticas estables y cálidas. Los indios de América del Norte lo han plasmado en sus leyendas: «Al principio, el Sol era más poderoso y la Tierra gozaba de un clima más cálido y más regular». El último elemento de la vida, el agua, se halla en abundancia. Ocupa más de dos tercios de la superficie terrestre. Y, por si fuese poco, es el regulador climático por excelencia. El mar se calienta lentamente y tarda mucho más que la tierra en coger temperatura, pero la conserva durante mucho más tiempo. En las regiones costeras, las aguas en verano absorben y almacenan calor que sueltan poco a poco durante el invierno, mientras que las regiones interiores se regulan gracias a las nubes, que no son otra cosa que agua en tránsito que acaba descargando sobre el suelo. Bajo el Sol de los trópicos, el agua, al evaporarse, absorbe una gran cantidad de calor. Este calor latente no desaparece, sino que es almacenado en las nubes. Cuando el frío condensa el vapor en gotas de agua, el calor latente es liberado y calienta la atmósfera. Vapor y gotas de agua, nubes y lluvia, son el vehículo de transporte del calor de las regiones calientes hacia las zonas frías. La ausencia de cordilleras sobre Pangea facilitaba enormemente el escalonamiento regular de las lluvias y concedía al gran continente las condiciones de un modelo ideal. Extensas llanuras y redondeadas colinas se alternaban con anchos valles que albergaban ríos. Y por todas partes se extendía la alfombra de una exuberante vegetación. Probablemente era el Paraíso bíblico donde apareció el ser humano. Se supone que en Pangea había un mar interior, que era el proto-Atlántico. Era tan grande como los mares de los Sargazos y de las Antillas juntos y desembocaba en el Mediterráneo; poco más que un lago que daba al verdadero mar por un paso estrecho, tal como describieron los historiadores egipcios a Solón. Pasado el Trópico de Capricornio había un segundo mar interior que llenaba el gran cañón submarino que transcurría desde Gabón a Namibia.
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Se cuenta que Adán y Eva, nuestros supuestos primeros padres, vivían en el Paraíso, de donde los expulsaron por haber mordido una manzana. El relato del Génesis no habla en ningún momento del paraíso terrenal, sino del Jardín del Edén. Edén, en hebreo, quiere decir llanura y en esta llanura, nos dice la Biblia, se alzaba el árbol del Conocimiento. En el capítulo 32 del Libro de Enoc se dice que era «el árbol de la Ciencia, cuyos frutos iluminan la inteligencia de quien se alimenta de él». Además, Enoc, en su relato, se admira ante ese árbol: «Era semejante al tamarindo, y los frutos, de una belleza notable, parecían racimos de uvas; su perfume embalsamaba los alrededores. Y exclamé: ¡Qué bello árbol! ¡Qué espectáculo tan delicioso! Entonces el ángel Rafael, que estaba junto a mí, me respondió: éste es el árbol de la ciencia, del que comieron tu viejo padre y tu vieja madre; estos frutos les iluminaron; sus ojos se abrieron…». En relación al árbol de la Ciencia, en el Libro de Enoc no se veía ninguna prohibición respecto a sus frutos, sino que era el origen de la Fuente del Saber. Por haber comido del árbol de la llanura, Adán y Eva adquirieron la inteligencia. Nuestro cerebro, ese magnífico artilugio natural que encierra nuestra facultad de razonar, no era más que el fruto de nuestra estancia en el Jardín del Edén. He ahí el árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, que tanto maravilló a Enoc. Los estudios del análisis molecular comparado mostraban que nosotros compartimos con un chimpancé más de noventa y nueve por ciento del material genético. La diferencia es tan sólo un par de cromosomas. El profesor Albert Jacquard demostró que, si comparamos las cartas de los cromosomas del hombre y del chimpancé, resulta que nosotros tenemos 46 cromosomas, o 23 pares, que es lo mismo, mientras que el chimpancé tiene 48 cromosomas o 24 pares. Él tiene dos pequeños cromosomas que nosotros no tenemos, pero, nosotros tenemos uno grande que él no tiene. Pero la diferencia todavía es menor. Si se nos ocurre pegar los dos pequeños cromosomas del chimpancé, uno junto al otro, obtendremos exactamente este gran cromosoma que nosotros tenemos y él no, con las mismas bandas en idénticas posiciones. Aunque eso no significa que para crear un hombre baste con tomar un chimpancé y pegar dos de sus cromosomas. Sólo se necesitaba una variación minúscula y cromosómica en un primate para que apareciese un elemento nuevo, generador de una rama hasta entonces desconocida que, al cabo de muchas generaciones, resultase completamente distinta del tronco original. Dos cromosomas de un chimpancé unidos en uno sólo y apareció el hombre. Un brillante trabajo en Genética. Es como si se uniesen dos palabras, de significado completamente distinto, y apareciera una nueva palabra cuyo significado no tiene nada que ver con las de partida. Tal vez la nueva combinación genética fuese la portadora del carácter de movilidad y de la curiosidad, que desencadenó un proceso de nuevos descubrimientos. Pero, ¿hay alguna relación entre la aparición del ser humano sobre la Tierra y el Diluvio Universal?.
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En el Génesis, capítulo 2, se dice «el Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén para cultivar la tierra». En el Paraíso el alimento era abundante y variado y estaba al alcance de la mano. Entonces, ¿para qué cultivar?. Adán y Eva podían dedicar todo su tiempo a disfrutar de la vida perezosamente, a comer cuanto se les antojase, como hacían sus antepasados los primates. Sin embargo, comieron del árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal y ese fruto despertó en ellos la imperiosa necesidad de explorar el mundo que les rodeaba. «Sus ojos se abrieron —dice la tradición—, y lo que vieron les dejó maravillados». Dice el Génesis: «Sed fecundos y prolíficos, llenad la Tierra y dominadla. Someted a los peces del mar, a las aves del cielo y a toda bestia que se mueve sobre la Tierra». Hay tribus prehistóricas que han conservado vestigios de una forma de vida que probablemente existió en Pangea. Adán y Eva, el Homo Sapiens prehistórico, en toda lógica, llevaban una vida semejante a la que aún podemos encontrar entre los indios de la Amazonía. En aquellos lejanos días, cada vez más a menudo, los grupos se unían por afinidad, hasta que un clan acababa convirtiéndose en tribu y el estado sedentario se hacía permanente. Pero, cuando el Homo Sapiens, animal profundamente social, inventó la sociedad, añadió un acto reflexivo y mental; la evolución se convertía entonces en un hecho cultural. Más que un salto, fue toda una revolución.  En el Génesis, en el capítulo 4, se relata lo siguiente: “Abel cuidaba sus rebaños, Caín cultivaba la tierra …. Caín atacó a su hermano Abel y le mató…. Caín construyó una ciudad”. Estas frases seguían el esquema clásico de la evolución de la sociedad. A un lado los pastores nómadas (Abel), a otro lado los hombres sedentarios que cultivan la tierra (Caín). Con el tiempo, la agricultura con sus cercados domina y mata el nomadismo para construir pueblos y ciudades que desembocan en la civilización urbana. He ahí la historia de la humanidad. Tal vez aquél era el gran crimen de Caín, el primer agrónomo y el primer urbanista sedentario. Aquel paso significó la expulsión definitiva del Paraíso, porque entraron en un camino sin retorno: el camino del progreso. Dios no expulsó al hombre del Paraíso, sino que el ser humano se marchó, dio la espalda a la vida plácida porque sentía la necesidad de experimentar, de investigar y de conocer después de “comer” del árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal. A partir de aquel instante todo se aceleró. Años y años de investigación, de paciente estudio y dieron un nuevo salto. Aparecía ante sus ojos el universo de la experimentación científica.

La Biblia seguía contando: «Entonces Caín fundó una ciudad...». Aquélla era la historia de Caín, de la creación de un concepto revolucionario. Al reunir a unas mujeres y unos hombres con afán sedentario, Caín implantaba una cultura urbana. Mediante el intercambio de ideas, de conocimientos y de experiencias de gente venida de todas partes, la comunidad se enriqueció y excitó más todavía el deseo de descubrir y de explorar nuevos caminos. La mente colectiva multiplicó por mil la capacidad individual. En muy poco tiempo la ciudad se convirtió en generadora de pensamiento y fuente de evolución. La Biblia concluía su drama: «Caín mató a Abel...». Caín fue un precursor, el creador de la sociedad urbana, y “mató” el nomadismo representado por Abel. La Biblia y otros escritos dicen que Caín fundó una ciudad, que es tanto como decir que fundó la civilización urbana. Y eso fue antes del Diluvio Universal. Si Caín fundó la primera ciudad y lo hizo antes del Diluvio, significa que existía una civilización urbana mucho antes del año 4.000 a.C, que es cuando los historiadores sitúan el nacimiento de las ciudades, en Sumeria. Los historiadores dicen que las ciudades aparecieron en Sumeria hace seis mil años, ya que no existe ningún rastro de civilización urbana antes de la aparición de Sumeria. El Génesis no hace otra cosa que relatar la creación del mundo, con los animales y el hombre, antes de hablar del Diluvio. Idéntico esquema encontramos en el Popol-Vuh maya, el Rig-Véda indio y la epopeya sumeria Enuma-Elish. En el Génesis se trazan las líneas maestras de la historia de la Tierra tal como la concebimos hoy, con todo el planeta recubierto por el océano, de donde surge el gran continente; la vegetación sale del agua y se extiende por la tierra seca; la vida animal, ya presente bajo las aguas, también invade la tierra firme y cubre los cielos; finalmente, aparece el ser humano. Luego vienen, siempre en el orden correcto, el despertar de la conciencia, la invención de la agricultura y la civilización urbana.
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En la Lista de los Reyes Sumerios podemos leer: “Había cinco ciudades, ocho reyes. Reinaron allí 241.200 años. El Diluvio las barrió”. La Lista de los Reyes Sumerios enumera las series de dinastías que conocieron las ciudades sumerias, con el nombre de los reyes, la duración de sus reinados y alguna que otra breve nota sobre sus hazañas más notables. Es un documento que tiene más de cuatro mil años de antigüedad. Cuando la lista fue reconstituida por completo, transcrita fonéticamente, traducida a diversas lenguas, analizada y comentada, llegaron a la conclusión de que no servía. Aunque fiable en su parte histórica conocida, el resto resultaba bastante inútil. El texto comienza con estas palabras: «Cuando la realeza fue otorgada por el cielo», evidenciando su fondo mitológico. Resulta obvio que la duración de los reinados y la longevidad de los reyes, ambas fabulosas, son difíciles de creer. Ocho reyes en 241.200 años, supone una longevidad de más de treinta mil años para cada rey. Según aquel texto, el más antiguo de los reinos llegó hasta 108.000 años antes del Diluvio y se dividió en tres períodos de 43.200, 28.800 y 36.000 años respectivamente. El segundo cubrió 64.800 años, dividido en dos períodos de 28.800 y 36.000 años. Y Las naciones tres, cuatro y cinco no tuvieron subdivisiones y sus duraciones respectivas fueron de 28.800, 21.000 y 18.600 años. ciento cincuenta años de arqueología demostraban que los primeros capítulos del Génesis bebieron de las fuentes de Mesopotamia. El capítulo 5 del Génesis, consagrado a la familia de Adán, está dispuesto igual que la Lista de los Reyes Sumerios. La genealogía que va desde Adán hasta Noé, conocida bajo el nombre de la Lista de Patriarcas, puede superponerse con la sumeria. 1 Adán 2 Set 3 Enós 4 Cainán 5 Mahalaleel 6 Jared 7 Enoc 8 Matusalén 9 Lamec 10 Noé. Como es natural, durante milenios, esta historia ha formado parte de la tradición oral que las tribus nómadas de Oriente Próximo se transmitían de padre a hijo. Del Homo Sapiens a la invención de la agricultura y a la civilización urbana los milenios se sucedieron. Sin embargo, la lista de patriarcas sólo contaba con diez generaciones. Si sumaba los años de cada una de las dinastías, teniendo en cuenta que era la edad atribuida a los patriarcas, el total resultaba increíble. Caín podía corresponder, perfectamente, al periodo en que surgió la cuarta nación, el cuarto estadio de la humanidad. Caín cultivaba la tierra y después fundó una nación. La Biblia subraya especialmente este hecho. La agricultura tuvo que aparecer con la tercera nación y Caín se convirtió en el puente entre la agricultura y la cultura, entre la tercera y la cuarta nación. Finalmente, desde Cainán, el cuarto de la lista, hasta Noé, el décimo, quedan cinco patriarcas más que conducen hasta el gran cataclismo. Los cien últimos años han sido tan pródigos en invenciones que vivimos convencidos de que nada de lo que ahora nos maravilla pudo haber existido jamás. Y, sin embargo, sabemos que nuestra capacidad mental, la del ser humano, existe desde hace nada menos que 120.000 años.

Sócrates y Pitágoras sabían que la Tierra es redonda. Los chinos lo decían hace más de tres mil años y Chang Heng, en el primer siglo de nuestra era, incluso cita la hinchazón austral: «La Tierra es un huevo cuyo eje despunta hacia la estrella Polar». El Surya Siddhârta le calcula un diámetro bastante preciso, el Rig Veda da su composición interna y el tercer libro, el Mahabharata, eco de un saber antediluviano, nos ha revelado su edad: 4.320 millones de años. Esa cifra está muy cercana a la calculada por los hombres de ciencia actuales. La civilización urbana y floreciente contribuyó de manera decisiva a su desarrollo, al desarrollo de la raza humana. El Homo Sapiens se convirtió en doblemente Sapiens: consciente de su capacidad para pensar, consagró la mayor parte de su tiempo al ejercicio de esta facultad. Se concedió prioridad a las artes, a las ciencias, a la dialéctica y a los cambios. Las ciudades fueron el triunfo del sedentarismo. La concentración de rayos solares produce calor en cantidades increíbles. Dirigiendo los rayos de Sol hacia un espacio muy pequeño por medio de un espejo parabólico produjeron temperaturas muy altas, altísimas. Era el principio del horno solar. Los indios hopi hablaban de mega polis y de transportes aéreos. Pero en la antigua India también se aportaban datos precisos sobre la aeronáutica de la época. El Samerangana Sutrodhara consagra varios capítulos a los buques aéreos cuya cola escupe fuego y el Mahabharata se maravilla ante la maniobrabilidad de las grandes naves de despegue y aterrizaje verticales: “El secreto de la fabricación de los Vimanas no puede ser desvelado, y esto no es por ignorancia, sino porque los detalles de la construcción deben mantenerse en el mayor secreto para impedir que alguien pueda fabricar un Vimana con fines perversos. El cuerpo del Vimana debe ser fuerte y duradero pero de material liviano como un pájaro volador (…) Un solo hombre puede viajar de manera maravillosa y ascender muy alto por los cielos. Puede construirse un Vimana tan grande como el Templo de la Divinidad (…) puede desarrollarse por medio del fuego controlado una potencia equivalente al rayo. Muy pronto el Vimana asciende convirtiéndose en una perla en el cielo. Por medio de los Vimanas los hombres pueden ascender a los cielos y los seres del cielo pueden descender a la Tierra”. Parece que la aeronáutica en Pangea se desarrolló hasta extremos insospechados.

Dos libros tibetanos bautizaron estas máquinas con un nombre verdaderamente poético: perlas de cielo. La misma expresión se encuentra en los textos de la India: «Muy pronto el Vimana asciende convirtiéndose en una perla del cielo». No faltan dibujos ni pinturas ni grabados rupestres que representen astronautas. La colección más bella se encuentra en Australia con los cosmonautas de Woomera y Nimingarra, de Queensland, de Kimberley, o del río Glenelg. En Tassili des Ajjers, en el Sahara argelino, se exhibe a un astronauta cuyo dibujo ha dado la vuelta al mundo. Entre las celebridades, hay una pareja del Valle Camonica, en Italia, una figurita Dogu, de Japón, y un hombre del espacio, de oro, en Perú. Sin olvidar los grabados de China Lake, en California, o las de Fergana, en Uzbekistan. En cuanto a los cohetes espaciales, sus vuelos se hallan en los cuentos tradicionales de África central, de China, de India y de América. En Perú, en Palenque, contemplamos un bajorrelieve que ha dejado perplejos a los científicos de la NASA. Existen dieciséis coincidencias entre la representación de la cápsula de Palenque y una cápsula espacial actual. En el Génesis, en referencia a Enoc, se dice que «desapareció porque se lo llevó Dios». Y en el Libro de Enoc se relata lo siguiente: «Enoc fue sacado de la Tierra; y nadie supo adónde fue llevado ni qué fue de élY he aquí: los vigilantes me nombraron Enoc el Escriba». Enoc daba cuenta de todo ello, con todo lujo de detalles: un despegue entre un humo espeso, agujereado por vivas luces; luego, el empuje de la aceleración; después, la oscuridad del espacio sideral; finalmente, la llegada a una estación espacial donde la nave entra «en medio de las llamas». En la estación, con paredes de cristal, sus anfitriones le invitan a observar la Tierra: «Ellos, todos cuantos habitan los cielos, saben lo que sucede ahí abajo, miran la Tierra, y de repente conocen todo lo que sucede allí». Le ofrecen la oportunidad de contemplar «los tesoros de la Luna (…) tanto su parte oculta como su parte visible». Y se queda en el espacio el tiempo suficiente como para padecer el mal de los cosmonautas, que también describe. Sus huéspedes le devuelven a casa y le dicen: «Durante un año entero te dejaremos con tus hijos hasta que reencuentres tu fuerza primera». Una vez restablecido, se irá de nuevo. En total, realizará cinco viajes. Podemos leer que: “Desapareció a los 365 años”. Esto coincide con el Génesis, en donde dice que desapareció de la Tierra a la edad de 365 años. Curiosa cifra, ya que corresponde exactamente a la duración en días del año solar. Despacio, seguí hurgando en los documentos contenidos en la carpeta.
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Ciertos informes conservados en la antigua literatura histórica y religiosa, parcialmente confirmados por algunos curiosos descubrimientos arqueológicos, parecen indicar que algo parecido a armas terroríficas, similares a las bombas atómicas, se emplearon en guerras en este planeta miles de años antes de que empezara la actual historia escrita. No hemos reconocido esas detalladas referencias a la guerra nuclear en las leyendas antiguas hasta que no hemos desarrollado nosotros mismos la fuerza atómica. La mayor parte de esas referencias proceden del Mahabharata, el Ramayana, textos puránicos y védicos, el Mahavira Charita y otros textos sánscritos, que, libres de los incendios y destrucciones sufridos por tantos libros de la antigüedad mediterránea y del Medio Oriente, nos han llegado directamente desde tiempos antiguos. Las referencias “atómicas” que contenían desde la primera traducción completa del Mahabharata en 1843 ( que se escribió originalmente en sánscrito hacia 1500 a. C., sobre leyendas que databan de 5.000 años antes), parecían sólo ejemplos de férvida imaginación oriental, sobre guerras de dioses y héroes antiguos. Mahabharata significa, en sánscrito, Gran Bharata; y es el más extenso poema épico de la literatura india antigua –el segundo es el Ramayana–. Aunque ambos son básicamente obras profanas, se recitan de manera ritual y confieren supuestamente méritos religiosos a quienes los escuchan. Antes de conocerse los efectos de la bomba atómica estos poemas carecían de sentido, ahora no, al igual que el de los carros de fuego que por los aires los llevaban. Según el Mahabharata: “Era un solo proyectil cargado con toda la fuerza del Universo. Una columna incandescente de humo y llamas brillante como diez mil soles se elevó en todo su esplendor. Era un arma desconocida, un relámpago de hierro, un gigantesco mensajero de muerte, que redujo a cenizas a toda la raza de los Vrishnis y los Andhakas. Los cadáveres quedaron tan quemados que no se podían reconocer. Se les cayeron el pelo y las uñas, los cacharros se rompieron sin motivo, y los pájaros se volvieron blancos. Al cabo de pocas horas todos los alimentos estaban infectados. Para escapar de ese fuego los soldados se arrojaban a los ríos, para lavarse ellos y su equipo“. Las dimensiones de esa arma legendaria tienen cierta semejanza con los proyectiles tácticos nucleares de hoy día: “Un tallo fatal como la vara de la muerte. Medía tres codos y seis pies. Dotado de la fuerza del trueno de Indra, la de mil ojos, destruía toda criatura viva“.

Los poderosos efectos de la explosión y el calor producidos por esa arma se describen de una manera imaginativa y lírica, pero una manera que se podría aplicar (salvo por los elefantes) al lanzamiento de una bomba atómica. Según el Ramayana y otros relatos: “Entonces (esa poderosa arma) se llevó por delante multitudes de Samsaptakas con corceles y elefantes y carros y armas, como si fueran hojas secas de los árboles. Llevados por el viento, oh Rey, parecían hermosos allá arriba como aves en vuelo arrancando de los árboles“. Y más adelante dice: “Vientos de malos auspicios llegaron a soplar. El Sol pareció dar la vuelta, el Universo, abrasado de calor, parecía tener fiebre. Elefantes y otras criaturas de la tierra, abrasados por la energía del arma, huyeron corriendo. Las mismas aguas al calentarse, las criaturas que vivían en ese elemento empezaron a arder“. Y continúa con: “Hostiles guerreros caían como árboles quemados en un fuego furioso. Enormes elefantes quemados por esa arma, caían por tierra. Lanzando terribles gritos. Otros abrasados por el fuego corrían de acá para allá mientras, en medio de un incendio de bosque, los corceles y los carros también quemados por la energía de esa arma parecían como copas de árboles quemados en un incendio de bosque“. En el Ramayana se lee: “Tan poderoso que podía destruir la tierra en un momento: un gran ruido que se elevaba en humo y llamas y sobre él está sentada la Muerte“. El Mahabharata refiere la historia de un señor feudal llamado Gurkha con estas palabras: “Venía a bordo de un vimana, y sació su ira enviando un sólo y único rayo en contra de la ciudad. Una enorme columna de fuego diez mil veces más luminosa que el sol se levantó, y la ciudad quedó reducida a cenizas en el acto“. El Libro de Krisna relata: “Era capaz de moverse sobre el agua y bajo el agua. Podía volar tan alto y veloz que resultaba imposible de ver. Aunque estuviese oscuro, el piloto podía conducirlo en la oscuridad“. El Ramayana relata: “Las Vimanas tienen la forma de una esfera y navegaban por los aires a causa del mercurio (rasa) levantando un fuerte viento. Hombres a bordo de los Vimanas podían así cubrir grandes distancias en un espacio de tiempo sorprendentemente corto, pues el hombre que conducía lo hacia a su voluntad volando de abajo arriba, de arriba abajo, adelante o atrás”. En el Saramangana Suttradhara se lee: “Estaban hechos con planchas de hierro bien unidas y lisas y eran tan veloces que casi no se los podía ver desde el suelo. Los hombres de la tierra podían elevarse muy alto en los cielos y los hombres de los cielos podían bajar a la tierra“.
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En el Ramayana se nos dice: “Debe haber cuatro depósitos de mercurio (rasa) en su interior. Cuando son calentados por medio de un fuego controlado, el vimana desarrolla un poder de trueno por medio del mercurio. Si este motor de hierro, con uniones adecuadamente soldadas, es llenado de mercurio y el fuego se dirige hacia la parte superior, desarrolla una gran potencia, con el rugido de un león e inmediatamente se convierte en una perla en el cielo“. El Mahavira Charita dice: “Un proyectil, cargado con la fuerza del universo, produjo una inmensa columna de humo y llamas deslumbrantes. Tan brillantes como 10.000 soles en todo su esplendor. Era una arma desconocida un trueno de hierro, un gigantesco mensajero de la muerte, que redujo a cenizas a la totalidad de la raza enemiga. Los cuerpos quedaron irreconocibles, sus cabellos y uñas se caían, la loza se rompía espontáneamente y las aves vieron decolorados su plumaje. Después de unas cuantas horas, todos los alimentos quedaron contaminados, para poder escapar de ese fuego, los soldados se arrojaron a los ríos para lavar su equipaje y lavarse ellos mismos. El sol pareció temblar, y el universo se cubrió de calor. Las aguas hirvieron, los animales comenzaron a perecer y los guerreros hostiles cayeron derribados como briznas. Grandes proporciones de vegetación quedaron desiertos, y hasta el metal de las carrozas se fundió ante esta arma“. Se considera en la India, por parte de los entendidos, que los primeros cronistas diferenciaron en sus relatos lo real de lo ficticio. Las historias de imaginación, o cuya veracidad no había sido comprobada, entraban dentro de la categoría “Daiva“. Los hechos reales, cuya autenticidad estaba fuera de toda duda, eran conocidos como “Manusa“. El Mahabharata, Ramayana, Mahavira, y otros textos tenidos por fantasiosos, pertenecen a la categoría “Manusa“. Sólo siete años después de la primera explosión atómica en Nuevo México, el doctor Oppenheimer, que conocía bien la antigua literatura sánscrita, estaba dando una conferencia en la Universidad de Rochester. Luego, en el turno de preguntas y respuestas, un estudiante hizo una pregunta a la que el doctor Oppenheimer contestó con una extraña reserva. Estudiante: “La bomba que se hizo estallar en Alamogordo, durante el proyecto Manhattan, ¿fue la primera en hacerse explotar?”. Doctor Oppenheimer: “Bueno, sí. En tiempos modernos, sí, claro“. Quizá el doctor Oppenheimer recordaba el pasaje anterior que había leído en el Mahabharata sobre una antigua guerra en que se introdujo una nueva arma aterradora. El doctor Robert Oppenheimer, que tenía un amplio conocimiento de la literatura sánscrita y las leyendas hindúes, recordó cuando la primera explosión desgarró el cielo de Nuevo México, unos versos del antiguo Mahabharata, compuestos hace miles de años en la India pero extrañamente aplicables a la era nuclear.
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Faetón es un personaje mitológico, hijo de Helios, señor del Sol, y de Climenea, hija de Océano, que consigue que su padre le permita conducir el carro del sol durante un día y toma las riendas de los caballos celestes. Faetón, según la mitología, estuvo a punto de incendiar la Tierra. Hay que tener la humildad de aceptar que existió otra civilización, muy anterior a nosotros, que llegó hasta un nivel de conocimiento que proyectó disminuir la velocidad de rotación de la Tierra hasta conseguir que diese una sola vuelta al año y se comportase respecto al Sol como la Luna hace con la Tierra. También para poseer aparatos voladores y armas de destrucción masiva. Antes del gran cataclismo los días se alargaron. El gran cataclismo, el Diluvio Universal. Pero algo falló. Lo dice el mito de Faetón. Perdió el control del carro y el Sol estuvo a punto de incendiar la Tierra. En el Neolítico aparecieron ciudades y pueblos de Anatolia que estaban totalmente edificados sobre un molde cuyo modelo era Çatal-Huyuk, en Turquía, al sur de la península de Anatolia. Çatal-Huyuk fue una ciudad próspera y comerciante, construida hacia el año 6000 a.C. Y a juzgar por el número de figurillas, bajorrelieves y pinturas que se han encontrado adornando sus paredes, debió de ser el corazón de una cultura importante. En Çatal-Huyuk, la ciudad que tiene ocho mil años de antigüedad, la mujer jamás aparece subordinada a nadie ni a nada. A menudo hasta se la representa con los rayos de la Diosa Madre, que emanan hacia el exterior toda su energía interior. Una idea repetida por los primeros cristianos y por los Evangelios Gnósticos. Su importancia, la de la mujer, como madre de Çatal-Huyuk se expresa en el ritual funerario. En los ocho siglos de existencia de Çatal-Huyuk, no hubo el menor rastro de guerra ni de saqueo o de matanza. Ningún esqueleto presentaba signos de violencia. Una sociedad que respeta la vida por encima de todo, siente la más viva repulsión contra toda forma de brutalidad. Pero había más, Çatal-Huyuk, además fue una sociedad socialista. Erich Fromm, destacado psicoanalista, psicólogo social y filósofo humanista de origen judeoalemán, lo decía muy claro: «Los hechos hablan a favor de una sociedad neolítica relativamente igualitaria, sin jerarquía, explotación o violencia visibles. La distinción entre ricos y pobres es poco marcada. Si la diferencia social se traduce por la talla y la arquitectura de los edificios, jamás constituye motivo de ostentación. Nada en Çatal-Huyuk conduce a creer en la existencia de un jefe. No encontramos allí ningún indicio de organización jerárquica. Los conocimientos, la destreza y la experiencia de todos los ciudadanos fueron puestos en común; las actividades se efectuaban en grupo, siguiendo normas fijadas por la comunidad».
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Platón, en su libro De las Leyes, analizando todos los sistemas de gobierno, explicaba que la civilización griega dio un giro tras el Diluvio: «Los que fueron salvados se organizaron en grupos que tenían un régimen patriarcal». La pregunta era evidente: ¿Si dio un giro, cómo era antes del Diluvio? Çatal-Huyuk se supone que apareció tres mil años después del Gran Cataclismo, antes de la fundación de Atenas, y seguramente continuó con el sistema anterior. Un pasado tan rico que Platón ensalzó, diciendo que un Estado Ideal es aquel en que «el legislador sólo puede tender a buscar el bien común, la paz y la solidaridad mutua entre los ciudadanos»; donde el gobierno «protege el interés de todo el pueblo, único caso donde la sabiduría se alía con la libertad para obtener la concordia»; pero, al propio tiempo, el individuo «persigue el interés del Estado y no su propia satisfacción». Además, añadió, «nada será construido sobre la diferencia entre el hombre y la mujer». Igor Chafarevich, premio Lenin de Matemáticas, que estudió el fenómeno socialista en el mundo a lo largo de la historia y descubrió que «la realización efectiva de la Ciudad del Sol, Tommaso Campanella, no es una innovación de la edad industrial. La Historia, desde la ancestral Asia hasta la América precolombina, es un verdadero almacén de socialismos espontáneos, aparecidos sin la ayuda ni el soporte de ninguna ideología, sin el menor esfuerzo intelectual». En sus estudios había ejemplos de los imperios azteca e inca, de las ciudades antiguas de Mesopotamia, del Egipto faraónico, de la India y de China. Y siempre la misma idea fija: una estructura mental que conduce de forma natural a un sistema social tendente a compartir. La Ciudad del Sol, que fue escrita en 1602 pero no fue publicada hasta 1623, es una utopía en la que el autor expone su concepción de ciudad ideal. Está dispuesta en forma de diálogo entre un almirante genovés y el Gran Maestre de los Hospitalarios. El marino cuenta al caballero cómo se vio obligado a tocar tierra en la Isla de Taprobana, donde los indígenas lo conducen a la Ciudad del Sol, que está rodeada por siete murallas, dedicadas cada una a un astro. En la punta de un monte se encuentra el templo dedicado al Sol. La organización política de esta singular República es de carácter teocrático. Se mezclan los asuntos religiosos y públicos de manera inescindible. El supremo gobernante es el Sacerdote Sol, auxiliado por los Príncipes Pon, Sin y Mor, competentes respectivamente en materia de poder, sabiduría y amor. Al príncipe Pon le corresponde conocer el arte guerrero y de los ejércitos; al Príncipe Sin, la enseñanza de la ciencia y la sabiduría, y al Príncipe Mor, las labores de la procreación y la educación de los infantes.

Los Ciudadanos de esta República filosófica, conocedores de que la propiedad privada engendra el egoísmo humano e incita a los hombres a enfrascarse en crueles luchas, han convenido en que la propiedad sea comunitaria. Todos los hombres habrán de trabajar pero los funcionarios serán los que harán la distribución de la riqueza. Hasta los actos más íntimos son en común en esta ciudad. Trata de una sociedad comunista ideal en la que el poder está en manos de hombres sabios y sacerdotes. Con esto podemos ver cuán influyente fue la Iglesia sobre Tommaso Campanella. La Ciudad del Sol contribuyó a desarrollar la ideología progresista y a estimular el progreso social. En el Libro de Enoc, capítulo 59, se relata que, a bordo de una nave, un ángel… «me mostró cómo los vientos y las fuentes son clasificados según su energía y su abundancia. Luego me mostró los truenos, clasificados por su potencia, por su energía y por su fuerza». Y añade: «Contemplé la obediencia de estas plagas celestes a su divina voluntad». Los ángeles de Enoc no tuvieron nada de etéreo. Fueron los depositarios de la ciencia, los técnicos y los sabios, a quienes también llamaba custodios. En otro capítulo del Libro de Enoc, el capítulo 60, se describe que los ángeles conocían la composición exacta del suelo y sus necesidades para obtener el máximo de las cosechas, por medio de lanzaderas aparentemente equipadas con rayos láser: «Vi ángeles que tenían largas cuerdas y que, apoyados sobre sus alas ligeras, volaban hacia septentrión. Y pregunté al ángel por qué tenía entre manos estas cuerdas tan largas, y por qué habían despegado. Me respondió que habían ido a medir. Estas medidas revelarán todos los secretos de las profundidades de la Tierra». Podemos cortar una cadena de ADN, quitar o sustituir o añadir un gen. Ahí asistimos a la aparición de especies distintas, incluso nuevos árboles, frutos desconocidos o insectos nacidos del cruce con otras especies. Con las técnicas y los conocimientos adecuados, podemos seleccionar las características que más nos interesen y crear insectos que realicen las tareas que planifiquemos para ellos.  El ADN es la molécula que gobierna toda la vida —dijo—. Desde el virus hasta nosotros, los seres humanos, la famosa estructura en doble hélice es la misma. Compartimos el mismo vocabulario: A, C, G y T. Cuatro letras para designar los cuatro únicos nucleótidos de base: adenina, citosina, guanina y timina que se repiten para formar una cadena de ADN. Esta cadena es una frase muy larga compuesta por palabras de tres letras, sin ninguna puntuación. Así, la secuencia ACTGGTGGA se lee ACT, GGT, GGA. El problema es la extraordinaria longitud de las frases.
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La trascripción del código genético del cromosoma de una simple bacteria, la más pequeña de todas, ocupa unas dos mil páginas de un libro. Se necesitan más de un millón de páginas para describir el de la célula de un mamífero. Si poseemos las claves del ADN. Las posibilidades que se abren son infinitas. En la actualidad, pocos años después del gran descubrimiento de la doble hélice del ADN, la ingeniería genética ha abierto un debate que ha trascendido las aulas y ha entrado de lleno en la arena política. Nadie es capaz de determinar cuáles pueden ser las consecuencias para la sociedad. Para escapar del dilema entre la anarquía en la investigación o el control absoluto por parte de los poderes públicos, Alvin Toffler, autor de su célebre Choque del futuro, vio una solución: «La creación de una democracia que no sea tan sólo participativa, sino anticipativa». Y Toffler añadió: «Todo dólar invertido en investigación debería ser compensado con otro dólar consagrado a la integración de sus consecuencias en el contexto social. Porque tenemos la urgente necesidad de disponer de una tecnología más humana, más sensible a las necesidades locales y colectivas, y respetuosa con el medio ambiente». »En pocas palabras: necesitamos una tecnología responsable. Tal como apuntó el psicólogo americano Skinner, «el éxito de una cultura depende de su comportamiento con respecto al futuro y de las razones que la impulsan a desearlo. Las culturas acertadas son las que supieron inculcar a los hombres la voluntad de hacerse cargo de su futuro». Se trata, pues, de una obra de participación y de anticipación colectiva, debidamente planificada, donde las actividades se efectúan en grupo, siguiendo normas fijadas por la comunidad. Los seres humanos siempre han tenido el sueño de Fausto, el elixir de la eterna juventud. La Biblia conserva las trazas de que en un remoto pasado tal vez se consiguió, con Matusalén, y mucho más nítidas en el curioso versículo 3 del Génesis: «Dijo Yahvé Dios: He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano hacia el árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre». Y hay otro personaje, Enoc, que lo dejó escrito: «Los santos y los elegidos se elevarán de la Tierra; serán revestidos de un vestido de vida. Este vestido de vida es igual al de Señor de los Espíritus; en su presencia su vestido no envejecerá en absoluto». —Sin embargo, todo tiene un límite y nada es eterno.

En el Génesis, capítulo 6, se cita claramente, justo antes del Diluvio: «Y dijo Yahvé: no permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días». Enoc vuelve a dejar constancia de su larga vida en el capítulo 58 de su libro: «Al decimocuarto día del séptimo mes del año quinientos de la vida de Enoc…». Su vida sobrepasaba los quinientos años, y su cuerpo seguía joven. Pero también dice que «es en vano que esperarán para sus hijos una vida de quinientos años». De manera que resulta claro que semejante longevidad quedaba reservada a una determinada élite. El límite de capacidad de la Tierra se calcula que es de veinte mil millones de habitantes. Beroso, el erudito-sacerdote-astrónomo babilonio, hablaba de diez soberanos que reinaron en la Tierra antes del Diluvio. Resumiendo los escritos de Beroso, Alejandro Polihistor escribió: «En el segundo libro estaba la historia de los diez reyes de los caldeos, y los períodos de cada reinado, que sumaban en total 120 shar’s, es decir, 432.000 años; para llegar a la época del Diluvio». Abideno, un discípulo de Aristóteles, citó también a Beroso al respecto de los diez soberanos antediluvianos cuyo reinado sumaba en total 120 shar’s, y aclaró que estos soberanos y sus ciudades se encontraban en la antigua Mesopotamia: Se dice que el primer rey del país fue Aloro. Éste reinó diez shar’s (Un shar se estima que son tres mil seiscientos años…). Después de él, Alapro reinó tres shar’s; a éste le sucedió Amilaro, de la ciudad de panti-Biblon, que reinó trece shar’s…Después de éste, Ammenon reinó doce shar’s; él era de la ciudad de panti-Biblon. Después, Megaluro, del mismo lugar, dieciocho shar’s. Más tarde, Daos, el Pastor, gobernó por el espacio de diez shar’s. Hubo después otros Soberanos, y el último de todos fue Sisithro; de manera que, en total, la cifra asciende a diez reyes, y el término de sus reinados asciende a ciento veinte shar’s. También Apolodoro de Atenas hablaba de las revelaciones prehistóricas de Beroso en términos similares: diez soberanos reinaron durante un total de 120 shar’s (432.000 años), y el reinado de cada uno de ellos se midió también en los 3.600 años de las unidades shar. Con la llegada de la Sumerología, los «textos de antaño» a los cuales se refería Beroso se encontraron y se descifraron. Eran las listas de reyes sumerios que, según parece, transmitieron la tradición de los diez soberanos antediluvianos que gobernaron la Tierra desde los tiempos en que «el reino fue bajado del Cielo» hasta que «el Diluvio barrió la Tierra». Una lista de reyes sumerios, conocida como el texto W-B/144, documenta los reinados divinos en cinco asentamientos o «ciudades». En la primera ciudad, Eridú, hubo dos soberanos. El texto prefija ambos nombres con el título silábico «A», que significa «progenitor»: “Cuando el reino fue bajado del Cielo, el reino estuvo primero en Eridú. En Eridú, A.LU.LIM se convirtió en rey; gobernó 28.800 años. A.LAL.GAR gobernó 36.000 años. Dos reyes la gobernaron 64.800 años“.

El reino se transfirió después a otras sedes de gobierno, donde los soberanos recibieron el nombre de «señor» (y, en un caso, el título divino de dirigir): “Dejo Eridú; su reino se llevó a Bad-Tibira. En Bad-Tibira, EN.MEN.LU.AN.NA gobernó 43.200 años; EN.MEN.GAL.AN.NA gobernó 28.800 años. El divino DU.MU.ZI, Pastor, gobernó 36.000 años. Tres reyes la gobernaron durante 108.000 años“. Después, la lista cita las ciudades que siguieron, Larak y Sippar, así como sus divinos soberanos; y, por último, la ciudad de Shuruppak, donde fue rey un humano de parentesco divino. Lo sorprendente del caso, en cuanto a las fantásticas duraciones de estos reinados, es que todas, curiosamente y sin excepción, son múltiplos de 3.600: “Alulim – 8 x 3.600 = 28.800 años; Alalgar -10 x 3.600 = 36.000; Enmenluanna -12 x 3.600 = 43.200; Enmengalanna – 8 x 3.600 = 28.800; Dumuzi -10 x 3.600 = 36.000; Ensipazianna – 8 x 3.600 = 28.800; Enmenduranna – 6 x 3.600 = 21.600; Ubartutu – 5 x 3.600 = 18.000“. Otro texto sumerio (W-B/62) añadió Larsa y sus dos soberanos divinos a la lista de reyes, y los períodos de reinado son también múltiplos perfectos del shar de 3.600 años. Con la ayuda de otros textos, la conclusión es que, ciertamente, hubo diez soberanos en Sumer antes del Diluvio, que todos los reinados duraron demasiados shar’s, y que, en total, duraron 120 shar’s, tal como informó Beroso. La conclusión que se sugiere es que estos shar’s de reinado estaban relacionados con el período shar (3.600 años) orbital del planeta Nibiru, el «Planeta del Reino»; que Alulim reinó durante ocho órbitas del Duodécimo Planeta, Alalgar durante diez órbitas, etc. Si estos soberanos antediluvianos eran, como sugerimos, los nefilim o anunnaki que vinieron a la Tierra desde el Duodécimo Planeta, entonces no debería de sorprendernos que sus períodos de «reinado» en la Tierra guardaran relación con el período orbital del Duodécimo Planeta. Los períodos de tales mandatos o Reinados se prolongarían desde el momento del aterrizaje hasta el momento del despegue; cuando un comandante llegaba desde el Duodécimo Planeta, el mandato del otro terminaba. Dado que los aterrizajes y despegues debían guardar relación con la aproximación a la Tierra del Duodécimo Planeta, los mandatos sólo se podían medir en estos períodos orbitales, en shar’s. Cómo no, se podría preguntar si cualquiera de los nefilim, después de llegar a la Tierra, podía permanecer al mando, aquí, durante los pretendidos 28.800 o 36.000 años. No nos sorprende que los expertos digan que la duración de estos reinados es «legendaria».
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Pero, ¿qué es un año? Nuestro «año» es, simplemente, el tiempo que le lleva a la Tierra completar una órbita alrededor del Sol. Dado que la vida se desarrolló en la Tierra cuando ya estaba orbitando al Sol, la vida en la Tierra sigue el patrón de esta duración orbital. Incluso un tiempo orbital mucho menor, como el de la Luna, o el ciclo día-noche, tiene la fuerza suficiente como para afectar a casi todas las formas de vida en la Tierra. Vivimos tal cantidad de años porque nuestros relojes biológicos están ajustados a tal cantidad de órbitas de la Tierra alrededor del Sol. Existen pocas dudas de que la vida en otro planeta se «temporizaría» en función de los ciclos de ese planeta. Si la trayectoria del Duodécimo Planeta alrededor del Sol tuviera tal extensión que una órbita suya se llevara a cabo en el mismo tiempo que a la Tierra le lleva hacer 100 órbitas, un año de los nefilim equivaldría a 100 años nuestros. Si su órbita fuera 1.000 veces más larga que la nuestra, 1.000 años de la Tierra equivaldrían a sólo un año de los nefilim. ¿Y qué ocurre si, como sugerimos, su órbita alrededor del Sol durara 3.600 años? Entonces 3600 de nuestros años serían sólo uno en su calendario, y también un solo año en su vida. El tiempo de mandato (reinado) del que hablan los sumerios y Beroso, no sería, de este modo, ni «legendario» ni fantástico: sólo habría durado cinco, ocho o diez años de los nefilim.  Muchos estudiosos (por ejemplo, Heinrich Zimmer en The Babylonian and Hebrew Génesis) han indicado que el Antiguo Testamento transmitía también las tradiciones de los jefes antediluvianos o antepasados, y que, en la línea de Adán a Noé (el héroe del Diluvio), se enumeraba a diez soberanos. Viendo en perspectiva la situación previa al Diluvio, el Libro del Génesis (Capítulo 6) describe el desencanto divino con la Humanidad. «Le pesó al Señor haber hecho al Hombre en la Tierra. Y el Señor dijo: Destruiré al Hombre, al que he creado». Y volviendo al Génesis, capítulo 6, vemos que se cita claramente, justo antes del Diluvio: «Y dijo Yahvé: no permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días».  Generaciones de eruditos han leído este versículo, «Que sus días sean ciento veinte años», como la concesión de Dios al hombre de un lapso vital de 120 años. Pero esto no tiene sentido. Si el texto trata de la pretensión de Dios de destruir a la Humanidad, ¿por qué, en la misma frase, le iba a ofrecer al Hombre una larga vida? Y nos encontramos con que, tan pronto pasó el Diluvio, Noé vivió bastante más del supuesto límite de 120 años, al igual que sus descendientes, Sem (600 años), Arpaksad (438 años), Sélaj (433 años), etc. Intentando aplicar el lapso de 120 años al Hombre, los eruditos ignoran el hecho de que el lenguaje bíblico no emplea un tiempo verbal futuro -«Sus días serán»- sino pasado -«Y sus días eran ciento veinte años». La pregunta obvia, por tanto, es la siguiente: ¿a quién se refieren?

La conclusión más evidente es que la cantidad de 120 años se entendía que se aplicaba a los “dioses” extraterrestres. El fijar un acontecimiento trascendental en su adecuada perspectiva temporal es un rasgo común de los textos épicos sumerios y babilonios. «La Epopeya de la Creación» comienza con las palabras Enuma elish («cuando en las alturas»). El relato del encuentro del dios Enlil y la diosa Ninlil se sitúa en el tiempo «cuando el hombre aún no había sido creado», etc. El lenguaje y el propósito del Capítulo 6 del Génesis tenían el mismo objetivo: situar los acontecimientos trascendentes de la Gran Inundación en su correcta perspectiva temporal. La primera palabra del primer versículo del Capítulo 6 es cuando: “Cuando los terrestres comenzaron a crecer en número sobre la faz de la Tierra, y les nacieron hijas“. Este, prosigue la narración, fue el momento en que: “Los hijos de los dioses vieron que las hijas de los terrestres eran compatibles; y tomaron para sí por esposas a las que eligieron“. En el Génesis, capítulo 6, se cita claramente, justo antes del Diluvio: «Y dijo Yahvé: no permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días». Momento en el cual: “Los nefilim estaban en el país en aquellos días, y también después; cuando los hijos de los dioses cohabitaron con las hijas de los terrestres y concibieron“. Ellos fueron los Poderosos que eran de Olam, el Pueblo del Shem. Fue entonces, en aquellos días, cuando el Hombre estaba a punto de ser barrido de la faz de la Tierra por el Diluvio. ¿Cuándo fue exactamente eso? El versículo 3 nos dice, inequívocamente: cuando su edad, la de la Deidad era de 120 años. Ciento veinte «años», no del Hombre ni de la Tierra, sino de los poderosos, el «Pueblo de los Cohetes», los nefilim. Y su año era el shar -3.600 años terrestres. Esta interpretación no sólo aclara los desconcertantes versículos del Génesis 6, sino que también demuestra de qué modo se ajusta a la información sumeria: 120 shar 432.000 años terrestres, habían pasado entre la llegada a la Tierra de los nefilim y el Diluvio. Enoc deja constancia en su libro, en el capítulo 96: «La mujer no ha sido creada en absoluto estéril, sino que ella, con sus propias manos, se ha privado de tener hijos». En el capítulo 2 del Génesis leemos: «Hizo Yahvé Dios brotar en él toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en medio del jardín plantó el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal». Vemos que eran dos árboles, no uno.  Y en el mismo capítulo del Génesis encontramos: «Y les dio este mandato: De todos los árboles del paraíso podéis comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comáis porque ciertamente moriréis». Sin embargo, el capítulo 3 del Génesis aporta luz sobre las intenciones de Eva: «De los frutos de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: No comáis de él ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir».

Immanuel Velikovski escribió: «Descubrimos que hubo un tiempo en el que, en cualquier parte del mundo, existía el mismo calendario de 360 días. Es en el siglo VII antes de nuestra era que añadieron cinco días (…) Los eruditos que estudiaban el calendario de los Incas de Perú y los Mayas del Yucatán se sorprendieron ante un calendario de 360 días; lo mismo que sus colegas que estudiaron los calendarios egipcios, hindúes, caldeos, asirios, hebreos, chinos, griegos o romanos». La astronomía formaba parte de las enseñanzas de las escuelas superiores de los sumerios, la geometría estaba muy desarrollada, y el álgebra, hasta el extremo de que las tablas cuneiformes hacen referencia a ecuaciones de cuarto grado. Me quedé perplejo. Sumerios y babilonios fueron pioneros de las matemáticas puras y se les atribuyen métodos numéricos capaces de infinitos desarrollos. ¿Unos astrónomos tan precisos, para los que la medida del tiempo era de vital importancia, utilizaban un absurdo calendario civil de 360 días? Los Mayas del antiguo México también calculaban utilizando el sistema sexagesimal y sus conocimientos de astronomía no tenían nada que envidiar a los de la actualidad. Hemos fijado la duración del año en 365,2422 días y los mayas lo fijaron en 365,2425 días. Es decir: sólo veintiséis segundos más. En la actualidad hemos fijado el mes lunar en 29,53059 días; Palenque lo fijó en 29,53086 días y Copán en 29,53020. Una desviación de entre menos veintitrés y más treinta y tres segundos. A pesar de ello, su calendario civil también era de 360 días. En la India, los textos sánscritos describen la subdivisión de día, en tiempos lejanos, sobre una base sexagesimal. El día está dividido en 60 kala de 24 minutos, a su vez divididos en 60 vikala de 24 segundos. Siguen entonces una serie de 60 subdivisiones hasta llegar al kashta que vale la trescientos millonésima parte del segundo. Y, sin embargo, todos los textos Vedas, sin excepción, mencionan únicamente el año de 360 días. Los pasajes donde se menciona de manera específica esta duración del año se hallan en todos los Brahmanas. No obstante, lo más asombroso no es la existencia de un calendario de 360 días, sino la persistencia a lo largo de toda la geografía mundial y de los tiempos pasados. Los Purana, imponente enciclopedia de la ciencia anónima hindú escrita entre los siglos VI y XI de la era actual, aún hablan de un Sol inmóvil que se desplazaba hacia el norte durante seis meses o 180 días, y hacia el sur durante otros seis meses o 180 días. Total: 360 días. Una descripción muy acertada, porque el dios sumerio Enlil había calculado que la equivalencia entre la velocidad de rotación y la velocidad de traslación de la Tierra, en la que una vuelta alrededor del Sol equivale a una rotación sobre sí misma, dejaría éste permanentemente en el cielo, pero no fijo.
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Debido al cambio de inclinación del eje de la Tierra, durante la mitad del tiempo, 180 días, el Sol se desplazaría con enorme lentitud de sur hacia el norte, y durante los siguientes 180 días, al revés, de norte hacia sur. Semejante obstinación demuestra que el hombre, durante milenios, tuvo una enorme e indefectible esperanza en un futuro prometido, el paraíso sobre la Tierra. Samyaza, a quién Enlil había otorgado toda su confianza, había revelado el secreto. Samyaza aparece en el libro de Enoc. Es el cabecilla de los rebeldes. También se le conoce como Lucifer o Satán. Los científicos que se le sumaron son los Ángeles de las Tinieblas. Muchos siglos después del gran cataclismo tres hombres se acercaron a Abraham, «sentando a la entrada de su tienda cuando el calor del Sol era más fuerte». Él les invitó a comer y ordenó servirles requesón, leche y carne de ternera a la sombra de una encina. Evidentemente, esos tres personajes que aparecen en la Biblia fueron tan humanos como nosotros y no tenían nada de etéreo. Sus cuerpos se cansaban, sentían el calor y tenían hambre y sed. El cronista dice que eran tres hombres, el Señor y dos ángeles, que iban camino de Sodoma. Cuando llegaron a su destino se repitió idéntica escena de hospitalidad. Esta vez el anfitrión fue Lot, que los retuvo y les dio de comer y, negándose a dejarles dormir al raso, como tenían previsto hacer, los alojó bajo su techo. Una vez más, estos dos ángeles eran cualquier cosa menos etéreos: necesitaban, como Lot, comer, beber y dormir. Eran tan carnales que incluso fueron objeto de un curioso intento de abuso sexual. «Llamaban a Lot y le decían: ¿Dónde están los hombres que han entrado en tu casa esta noche? Hazles salir. Queremos abusar de ellos. Lot salió a la entrada, cerró la puerta tras él y les dijo: Hermanos, os lo ruego, no cometáis esta maldad. Tengo dos hijas aún vírgenes; os las entregaré para que hagáis lo que queráis con ellas. Pero no hagáis nada a estos hombres: son huéspedes que he acogido bajo mi techo». Eso es, textualmente, lo que podemos leer en el Génesis, capítulo 19. Un pasaje demasiado explícito, como para imaginar que eran seres etéreos y espirituales. Más todavía cuando leemos el relato de la lucha entre los de fuera y los de dentro, cuando los dos recién llegados agarraron a Lot, lo metieron en casa, rescatándolo de los que pretendían entrar y cerraron la puerta. Los ángeles de que habla la Biblia y que se mencionan profusamente en el Libro de Enoc fueron científicos y astronautas. Los ángeles rebeldes, con Samyaza al frente, decidieron informar de los peligros que conllevaba un proyecto de semejantes dimensiones. Esta decisión los convirtió en los Ángeles de las Tinieblas y a Samyaza, el primero de ellos, se le llamó Lucifer y Satán.
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«Difícilmente cumplís los mandatos de vuestro Señor; transgredís sus órdenes, calumniáis su persona; ¡Y vuestra boca impía pronuncia blasfemias contra su majestad!», leemos en el Libro de Enoc, capítulo 6. Estas duras palabras son el reflejo de la gravedad del acto cometido, porque se trataba, ni más ni menos, de doscientos rebeldes que pertenecían a la élite de la ciencia y su palabra tenía un enorme peso específico. «Consultaron las lunas, y conocieron que la Tierra debía perecer con todos sus habitantes. Descubrieron secretos que no debían en absoluto conocer», explica el Libro de Enoc en el capítulo 64. En el primer versículo del capítulo 63, nos narra: «He aquí que los ángeles que descendieron del cielo sobre la tierra revelaron los secretos a los hijos de los hombres». Ocho capítulos después afirma: «Tras todo ello, se llenarán de estupor y de pavor por causa del juicio que caerá sobre ellos, en castigo por las revelaciones que han hecho a los habitantes de la tierra». Y el veredicto aparece en el capítulo 68: «Perecen sólo por su ciencia demasiado grande». Fueron juzgados y aniquilados. La tradición china ha dejado constancia y memoria de los hechos, que hoy podemos leer: «En tiempos antediluvianos, un grupo en conflicto con su Señor, fue desterrado y perdió el don de volar; un divino monarca, con atributos de semidiós, les privó para siempre jamás de todo viaje entre el cielo y la tierra». Enoc lo confirmó en sus escritos, aunque su mensaje a los rebeldes fue mucho más allá, según leemos en el capítulo 14: «El juicio ha sido pronunciado contra vosotros; todos vuestros ruegos son inútiles. Así, en lo sucesivo, vosotros no subiréis nunca más al cielo; y seréis encadenados aquí abajo durante todo el tiempo que exista la tierra. Pero antes, seréis testigos de la destrucción y de la miseria de todo cuanto os es agradable; no lo poseeréis nunca más. Caerán por la espada bajo vuestros propios ojos. ¡Y no elevéis oraciones ni por ellos ni por vosotros!». El Libro de Enoc también dice que «la misericordia del Señor de los Espíritus es grande, grande es su paciencia». Sin embargo, Enoc confiesa su constante temor ante el Señor de los Espíritus. «Me acerqué tanto como pude, cubriéndome el rostro, y lleno de pavor». Y añade: «Y él me tomó y me condujo hasta la puerta. Y yo mantenía mis ojos fijos en el suelo». En realidad no hablamos de Dios, sino de un déspota para el que la venganza fue justicia y que, cuando no le seguían ciegamente, prorrumpía en un estallido de anatemas: «Vuestros días serán malditos, y los años de vuestra vida serán borrados del libro de los vivientes (…) nunca obtendréis la misericordia …. Diles pues: ¡Jamás obtendréis gracia, ni jamás recibiréis la paz! … Jamás obtendréis misericordia, dice el Señor de los Espíritus … El castigo celeste no se hará esperar: todos perecerán ….No tendrá en absoluto piedad de vuestra suerte; sino que, al contrario, se regocijará en vuestra pérdida».

Según todos los textos, Anu y Enlil vivieron en la Ciudad del Sol, probablemente una gran nave espacial. Anu jamás la abandonó y Enlil sólo descendió a la Tierra en contadas ocasiones. De nada sirvió que los rebeldes, con Azaziel al frente, entregasen una humilde carta a Enoc, que vino a verles a la Tierra por mandato de Anu. Creyeron que contando con sus buenos oficios, podían exponer libremente sus temores y suplicar al Señor que recapacitase sobre su decisión. Eso es lo que se cuenta en el capítulo 13 del Libro de Enoc: «Una humilde súplica con el fin de obtener para ellos el descanso y la misericordia por todo lo que han hecho». Pero cuando Enoc habló con el Señor de los Espíritus, la respuesta fue contundente. Enoc no había viajado a la Tierra para entregar un mensaje, un ultimátum, sino una sentencia sin apelación posible. «La sentencia ha sido pronunciada contra vosotros: Todos vuestros ruegos son inútiles». La brutalidad de la respuesta fue tan grande que incluso los más fieles se conmovieron. Éste fue el caso de arcángel Miguel que en el capítulo 67confiesa al arcángel Rafael: «Mi espíritu se subleva y se irrita por la severidad del juicio secreto contra los ángeles; ¿quién puede soportar un juicio tan terrible, que jamás será modificado, que les condena por toda la eternidad?». Pero acto seguido añade: «La sentencia ha sido pronunciada contra ellos por los que les han obligado a reaccionar de ese modo». Semejante acusación le valió comparecer frente al Señor de los Espíritus, que le pidió explicaciones. Entonces, Miguel, consciente del peligro y del desastre que se avecinaba, atribuyó sus palabras a la emoción del momento: «¿Qué corazón no se sentiría tocado? ¿Qué espíritu no tendría compasión?». Luego se desmarcó: «No los defenderé en absoluto en presencia del Señor, porque han ofendido al Señor de los Espíritus, al conducirse como dioses». Miguel, un arcángel, en mitad de un motín en el que lo arrastraban sus sentimientos, de pronto se endureció y capituló ante su Señor. La consigna no admitía réplica: tenía que aplastar al traidor, que osó poner en tela de juicio la voluntad del Ser Supremo. A cambio, Miguel obtuvo la vacante dejada por Samyaza, el gran Lucifer, ahora Señor de las Tinieblas, y fue nombrado jefe de los ángeles del cielo. Ahí empezó el gran combate. Samyaza, que había sido colocado por el Señor «por encima de todos sus compañeros» se convirtió en el jefe de los rebeldes, «el primero de todos ellos». Sin embargo, el Señor culpó a Azaziel de ser el principal instigador: «Él es quien debe ser responsable de todos los crímenes» seguimos leyendo en el Libro de Enoc, capítulo 10. Sin embargo, no deja de ser curioso que a Azaziel le asignaran el puesto décimo entre los declarados culpables. No fue el primero, pero había cometido un gran pecado: «reveló al mundo todo lo que pasa en los cielos», según leemos en el capítulo 9. Enlil fue consciente de que podía perder el control de la situación en provecho de los rebeldes, a los que reconoció que «se convirtieron en seductores de los que había sobre la tierra». En realidad el Señor no era un ser todopoderoso, no era Dios. Tuvo que luchar para conservar lo que consideraba suyo.
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Enlil y Anu sabían que los rebeldes, más que seductores, fueron maestros de los hombres, porque se dedicaron a enseñarles. De ahí nació el gran temor del Señor, que a la vista de lo que estaba sucediendo, tenía motivos más que sobrados para inquietarse, tal y como recoge el Libro de Enoc a lo largo del capítulo 8. Azaziel enseñó a la gente de la Tierra cómo fabricar armas y cómo defenderse; Amarazak les explicó las propiedades de las raíces y los encantamientos, es decir: la medicina; Barkayal, les mostró cómo observar las estrellas; Akibeel les reveló los signos; Tamiel, la astronomía; y Asaradel les describió los movimientos de la Luna. Y, lo que ya resultaba inconcebible e intolerable para el Señor: «Les enseñan la escritura y les muestran cómo usar la tinta y el papel». Fue entonces cuando buena parte de la gente tomó conciencia del desastre que se avecinaba y protestaron con vehemencia. «Y los hombres en peligro de morir elevaron su voz, y su voz llegó hasta el cielo», según el Libro de Enoc, capítulo 8. Algunas regiones ya estaban tan infectadas de rebeldes que el Señor de los Espíritus envió a Gabriel con la misión de sembrar cizaña: «Empújales, excítales unos contra otros. Que perezcan por sus propias manos», dice Enoc. Una prueba más de la desesperación y de la vehemencia del Señor que, evidentemente, no era Dios. Pero Gabriel fracasó en su misión. Tampoco era un ángel, tal como lo concibo en la actualidad, sino un ser de carne y hueso, capaz de equivocarse. —Y ante el fracaso, Enlil ordenó la guerra. «El mal ya corrompe el corazón de muchos hombres» informó Gabriel a su regreso. «Cada vez son más las voces que te critican». Entonces Enlil gritó: «¡Hay que acabar con todo este desbarajuste!». Y, por primera vez en milenios, estalló una guerra. El recuerdo de aquella guerra figura en las tradiciones de la China y de la India, en las leyendas de los pigmeos de África y en los relatos de los historiadores del antiguo Egipto, que también recuerdan a Solón la locura de la aventura de Faetón. Enoc la mencionó en veinticuatro ocasiones. La Ciudad del Sol disponía de ingenios tecnológicos que convirtieron en armas destructoras. Dominaban el cielo, poseían naves; desencadenaron fenómenos naturales de una dimensión inimaginable, con afán destructivo; utilizaron las energías extraídas del núcleo de los átomos para provocar reacciones en cadena. Así destruyeron Sodoma y Gomorra. Las milicias civiles se enfrentaron, impotentes, a una oleada de tecnología mortal que los sorprendió y los sobrepasó. Un ataque unilateral, de castigo, un ejército de ángeles, las cohortes celestiales que descendieron de los cielos, arrasaron, quemaron, mataron y eliminaron a todos los que se atrevían a desafiar al Señor. Sin un ápice de piedad. Ésos son los ángeles que nos presentan como seres luminosos y radiantes. Pero su luz era la luz mortal que emitían sus armas y sus radiaciones eran las que emanaban de las bombas lanzadas sobre los reductos rebeldes. Las huestes del cielo vencieron a un enemigo desarmado. Una victoria difícil de justificar, que, no obstante, había que explicar. Por eso todo se convirtió en impiedad. «La impiedad se acrecentó; la fornicación se multiplicó, las criaturas transgredieron y corrompieron todas sus órdenes» dice Enoc en el capítulo 8. Los ángeles caídos o de las tinieblas exigieron que detuviesen el proyecto e informaron a la gente de que habían sido engañados. «¡Pretenden ser como dioses!», gritó el Señor de los Espíritus.

Aquellos rebeldes querían destronarlo para detener el proyecto y el engaño. Samyaza, tocado por el título de Lucifer, Príncipe de la Luz, denunció un proyecto que era una insensatez que amenazaba la vida de todo el planeta. Fue juzgado en secreto y, junto con sus colaboradores, se le condenó a un castigo ejemplar. La historia la escriben los vencedores. Enoc dejó una puerta entornada para que el futuro la abriese y descubriese la realidad. El primer ejemplo es un desliz histórico que afecta al término Señor-Dios. El Libro de Enoc, tal como ha llegado a nuestros días, no fue escrito por la mano de quien da nombre a todo el trabajo, sino por otros escribas que vivieron mucho más tarde. Su redacción sufrió las mismas transformaciones que cualquier relato oral antediluviano, antes de ser trascrito por un copista que tuvo muchos escrúpulos de conciencia para ejecutar al pie de la letra la orden de quien mandaba y que le marcaba el sentido que tenía que dar al conjunto de la obra. Por esta razón el texto está plagado de equívocos y de aproximaciones, que también son características de la Biblia. Los escribas de Enoc jugaron con las palabras y expresaron lo que ellos sentían y no lo que otros les ordenaban sentir y pensar. En el texto los ángeles a veces son vigilantes, a veces hijos de los hombres, pero también habitantes de los cielos. Incluso les llamaban hombres blancos. Su vocabulario no es menos prolífico cuando se refieren a la autoridad suprema. En la cumbre, sitúan a Dios. Luego lo adornan con multitud de adjetivos calificativos y lo envuelven en atributos. Esta profusión de calificativos, para quien sabe leer, es una guía que evita toda posible confusión. Así, en el capítulo 9 descubrimos que eligieron unos términos que distinguen sutilmente al dueño del proyecto, que aparece como el Señor de los Espíritus. Se trata de un ser irascible y peligroso, que se cree Dios. Una situación que, por desgracia, no es única ni representa un caso excepcional en la Historia. El segundo ejemplo también es un desliz histórico y se refiere a Samyaza-Satán-Lucifer. El año 363, en el Concilio no ecuménico de Laodicea, en los primeros siglos de la Iglesia, establecieron las jerarquías de los ángeles. Resulta que Lucifer se opuso a su rey. Fue acusado de felonía y de pecado de orgullo, repudiado y vilipendiado, se le excluyó de la sociedad. Pero, entre tanto, su rey fue deificado y se convirtió en dios. A partir de este instante, tacharon su inteligencia de maldad, su crítica de rebelión y su coraje se tomó por soberbia. Samyaza fue envilecido hasta extremos increíbles, hasta donde nadie jamás ha sido calificado: «Habiéndose rebelado contra Dios, ha sido expulsado y ha sido precipitado en el infierno, donde él se ha hecho el jefe de los demonios, o Satanás, sinónimo del Mal». Pero estamos hablando del año 363 de nuestra era. Y es ahí donde el escriba cometió un pequeño desliz semántico, ya que llamó Lucifer al rebelde, que significa el «portador de la luz», que se supone era el ángel de las tinieblas. Los gnósticos dijeron que la rebelión de Samyaza representaba la búsqueda del conocimiento total que el Demiurgo quería esconder a los hombres. Y los gnósticos también fueron condenados. Un tercer desliz lo constituyen las hijas de los hombres. El Génesis apenas dedica cuatro versículos a este hecho, pero Enoc trata este episodio nada menos que en cuarenta ocasiones a lo largo de nueve capítulos. Si tomamos lo escrito y lo simplificamos, el Diluvio fue la consecuencia de la fornicación de seres celestes con hermosas mujeres de la Tierra que dieron a luz a gigantes. ¿Tan grande es su falta que merece ser ahogado en un Diluvio Universal? Por una parte atribuyen el desastre del Diluvio al hecho de que los seres del cielo se unieron con mujeres de la Tierra. Por otra parte les acusan de abandonar el cielo y, finalmente, los culpan de haber dado a luz una raza impía.

Probablemente algunos de los ángeles eran biólogos especialistas en genética, que crearon al Homo Sapiens a partir de una evolución de los simios. Por un lado, Enoc consagra todo el capítulo 15 a los lamentos del Señor de los Espíritus porque los ángeles prefirieron la Tierra y abandonaron el cielo. Por otro lado, en el capítulo 15 del Libro de los secretos de Juan, apócrifo de San Juan, leemos: «El primer gobernante formuló un plan con sus poderes. Envió sus ángeles a las hijas de la humanidad, para que tomasen mujeres y criaran una familia para su placer». Este texto, nítido y sin ambigüedades, confirma la misión genética de los enviados, y precisa el sentido: que tuviesen descendencia para su placer. Vinieron a la tierra por orden de su jefe, no por iniciativa propia. Lo cierto es que la creación de una mano de obra simiesca liberó a la humanidad de los trabajos pesados y de las cargas más desagradables y les permitió gozar plenamente del placer. Esos genetistas enviados por el Señor, encargados de proporcionar el mayor bienestar sobre la Tierra se pusieron a trabajar. Pero la tarea era larga y delicada, y los primeros ensayos constituyeron un rotundo fracaso. Los ángeles carecían de poderes sobrenaturales y se equivocaban como cualquier otro mortal. La solución llegó en el curso de una sesión de reflexión. El relato aparece en el apócrifo de Juan: «Los ángeles tomaron mujeres, y de las tinieblas produjeron hijos parecidos a su espíritu». Ahí está el secreto. El cerebro del simio es parecido al humano, pero no igual. Y si seguimos investigando, descubrimos que, por lo que atañe a la reproducción, el Libro de los secretos de Juan dice en el versículo 19 que «los ángeles cambiaron entonces su apariencia para parecerse a los compañeros de estas mujeres, y llenaron a las mujeres del espíritu de las tinieblas que ellos habían confeccionado». Mediante la inseminación artificial los ángeles fueron los autores de la fecundación de una raza, compuesta por entero por hembras, que no podría perpetuarse sin ellos. La caída de los ángeles es un mito, un equívoco que Enoc contribuyó a crear y a alentar. Tras una farsa monstruosa, los responsabilizaron del Gran Cataclismo. «Transgredieron las órdenes, y vivían con las mujeres de los hombres, y engendraban con ellas una descendencia infame. Por este crimen, caerá una gran catástrofe sobre la Tierra; un diluvio la inundará y la devastará durante un año», dice Enoc en el capítulo 105. Y el colmo de los colmos aparece cuando en el capítulo 64 afirma: «El Señor ha decidido en su justicia que todos los habitantes de la Tierra perecerían, porque conocían todos los secretos de los ángeles». Aniquilaron a la Humanidad porque conocían los secretos de los ángeles.
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En el Libro de los secretos de Juan el Señor es el Demiurgo, producto del mundo de la Luz, y cuya actividad se opone a la del Dios supremo. La acusación es terrible, porque establece, de manera incuestionable, la responsabilidad del llamado Señor de los Espíritus en el Gran Cataclismo. Los ángeles rebeldes jugaron la carta del saber y lo perdieron todo. Las regiones que se sumaron a la causa de los rebeldes, las futuras África ecuatorial, China, India y Grecia, padecieron una brutal represión. Todos los cabecillas, y muchos más, murieron bajo los ataques de las máquinas volantes y su mensaje se perdió. El 16 de julio de 1945 la emisora de radio la Voz de América retransmitió en directo, desde el desierto de Alamogordo, la explosión de la primera bomba atómica. Sin embargo, Enrico Fermi, Premio Nobel de física 1938, ya había alertado en París sobre el peligro que representaba: «A pesar de todos los cálculos, queda todavía un pequeño riesgo no evaluable de que la primera bomba atómica sea también la última, ya que podría prender fuego a la atmósfera». No obstante, el experimento siguió adelante. Justo unas semanas después se abrieron todas las puertas del horror en Hiroshima. Un hombre, Leo Szilard, especialista nuclear en 1939 habló en contra de las armas atómicas. Fue apartado de todas sus funciones y desapareció en el anonimato. Otros, en la posguerra, quisieron cerrar la caja de Pandora, pero su gesto, aunque valiente, llegó demasiado tarde. Herman Kahn se planteó si cincuenta millones de muertos era una cifra aceptable. Erich Fromm lo calificó de raciocinio estratégico, brillantemente parafraseado en una conferencia de prensa concedida por el doctor Mitchell, de Rand Corporation: «Puedo escribirle cualquier guión cinematográfico sobre una guerra nuclear imaginable. Pero, por muy dura que sea esta guerra, el hombre sobrevivirá. Incluso con mil millones de muertos, siempre quedarán un par de miles de millones». En la antigua Ciudad del Sol disponían de bancos de semillas, de toda la información sobre el ADN, de esperma, de óvulos, tanto humanos como de todo tipo de mamíferos. Si la humanidad desaparecía de la faz de la Tierra, ellos la repoblarían desde la Ciudad del Sol, reconstruirían todo lo destruido y crearían nuevos espacios con toda la experiencia y el saber acumulado durante milenios. Incluso podían repetir una creación sin los errores de la primera y estabilizarla para siempre.

Los científicos de la Ciudad del Sol predecían que la corteza terrestre se desmembraría y la vida sobre la Tierra desaparecería. El agua del mar herviría y toda la vida marina también perecería. No quedaría nada. Pero algunos querían preservar la vida y para ello, en la Ciudad del Sol, había bancos de esperma de todos los mamíferos y semillas de todo tipo de plantas. El magnetismo de la Tierra cambiaría, así como su posición. La Luna sufriría convulsiones y todo objeto en el espacio cercano sufriría. En la India, Manu y los siete hermanos Rishi depositaron toda su confianza en un sumergible; en Persia, en aquellos días demasiado alejada del mar, Yima, su Noé particular, imaginó un refugio subterráneo, una verdadera fortaleza excavada en la arcilla, enorme como un hipódromo, con tres pisos de altura, lleno a rebosar de alimentos y agua potable para una población de mil parejas; otras fuentes señalan una capacidad para ocho mil personas. Es así como ha llegado hasta nuestros días el rastro de ese gigantesco proyecto, en las leyendas y las tradiciones. Cada región tiene su salvador particular: Noé, Nata, Ouassou, Montezuma, Manu, Bergelmir, Yima, Nan-Choung y otro muchos repartidos por toda la geografía mundial. Hasta un total de ochenta y tres. Fue la astucia de Ea (Enki), asociada a la discreción de Noé, lo que les permitió sortear todas las dificultades y extraer de la Ciudad del Sol todo cuanto necesitaban para sobrevivir. Si hay vida, todas las posibilidades de evolución son posibles. El relato sumerio es más convincente que la Biblia. En el Libro de Enoc, Noé es un personaje ambiguo y misterioso. La historia está llena de contradicciones: su lenguaje es una mezcla de términos cotidianos y herméticos. No hay más que ver las diferentes versiones de un personaje como Noé, que ha pasado a la historia como el biznieto de Enoc. En la primera versión, Noé se aprovecha de una información privilegiada extraída clandestinamente de las altas esferas: Arsayalalyur contacta con él para advertirle del peligro. Así se explica en el capítulo 10: «Háblale en mi nombre, pero escóndete a sus ojos», seguramente utilizando una suerte de teléfono.  Arsayalalyur le dice: «Y toda criatura será destruida». Y de inmediato aparece la primera contradicción: no todos perecerán. Él, Noé, sobrevivirá: «Pero enséñale la manera de escapar; explícale cómo su raza se perpetuará sobre la tierra». Y prosigue: «Los hijos de los hombres no perecerán todos a causa de los secretos que los vigilantes les han revelado y que han enseñado a sus descendientes». Noé descubre mediante la razón que la «Tierra se inclina y amenaza ruina», según se narra en el capítulo 64. Sobrecogido y lleno de pánico, porque sabe que él también morirá, consulta con su bisabuelo Enoc. Intenta establecer contacto con él en tres ocasiones y finalmente lo logra. «Entonces mi bisabuelo Enoc vino y se presentó delante de mí». Y le cuenta la verdad: «El Señor ha decidido en su Justicia que todos los habitantes de la tierra perecerán».

Todos los habitantes de la Tierra, excepto Noé, el discreto, que censura la revelación de los secretos de los cielos: «El Señor, el Santo por excelencia ha conservado tu nombre entre los de los santos», afirma. Esta versión es claramente contradictoria con la anterior. Hay una tercera versión en que no se cita a Noé. En las versiones precedentes, Noé sabe que será salvado y que su descendencia repoblará la Tierra. No hay ninguna mención a ninguna arca. En la tercera versión, en cambio, la situación es totalmente distinta: «Y un hombre nació, y construyó una gran embarcación. Habitaba en esta embarcación, y con él tres toros, y una cubierta se hizo por encima de ellos». Sigue un resumen del Diluvio, la embarcación se detiene sobre la tierra… «Entonces, el buey blanco que había sido hecho hombre, salió del arca y con él tres toros». Evidentemente, esta versión del Libro de Enoc no tiene nada que ver con las anteriores. Es más, hace un resumen que proporciona la verdadera imagen de Noé. Probablemente se trata de un especialista en clonación y manipulación genética, que entra en el arca con tres toros, probablemente semillas de vida vegetal, animal y humana. Pero, y ahí es donde Enoc se sumerge en la esencia de las manipulaciones genéticas, a la salida del arca, aparecen los tres toros acompañados «del buey blanco que ha sido hecho hombre». El buey blanco es la clave que utiliza para la clonación. Y aquí va mucho más lejos: Noé vive con tres toros en una embarcación cerrada: «Una cubierta se hizo por encima de ellos». A la salida, tendría que haber lo mismo: sólo tres toros. Sin embargo, sorprendentemente aparece un buey blanco hecho hombre. El último capítulo del Libro de Enoc, el 105, dice que Lamec acude, enloquecido, a casa de su padre Matusalén. Lo que le cuenta es tan impresionante que Matusalén echa a correr y va en busca de Enoc, que consulta con los ángeles para que le expliquen lo que de veras está sucediendo. La esposa de Lamec dio a luz a un niño, Noé, que no se parecía a él en absoluto. Pero el hecho es que ese niño no se parecía a ningún otro niño. «Tiene la carne blanca como la nieve y roja como una rosa; su cabello es blanco y largo como la lana; y sus ojos de una belleza espléndida», explica en al inicio de dicho capítulo. Y, por si fuese poco, el bebé hablaba. «Apenas fue recibido por las manos de la comadrona, abrió la boca contando las maravillas del Señor». Concluye la escena con estas palabras: «Y cuando Matusalén hubo escuchado las palabras de Enoc, que le había revelado todos los misterios, regresó a casa confiado y puso al niño por nombre Noé».
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Tras el Diluvio, sin los medios indispensables, los descendientes de Noé «parirán sobre la tierra de los gigantes, no nacidos del espíritu, sino de la carne». En la Ciudad del Sol, la clonación de seres humanos estuvo reservada a especímenes seleccionados. El libro de Enoc es más que una anticipación literaria de lo que sus hombres de ciencia consiguieron. Se cedió a la tentación de crear clones de seres humanos y de manipular sus genes para obtener determinados caracteres. Noé no fue un caso aislado. Lo importante es que se hizo, pero no salió perfecto. O quizás sus creadores decidieron distinguirlos de los demás. El primer pensamiento de Lamec al ver a su hijo es que era un ángel del cielo, según aparece en el último capítulo. La palabra aparece tres veces en diez versículos, con idéntica insistencia sobre el aspecto físico del bebé: «Es más blanco que la nieve, más sonrosado que una rosa; sus cabellos son más blancos que la lana». Clínicamente es la descripción de un albino, y ligada al pensamiento inmediato de Lamec, y de Matusalén, queda claro que el albinismo fue uno de los rasgos de los seres del cielo. Sin embargo, ese trazo tan particular sólo pertenecía a los más recientes, porque es en vísperas del Gran Cataclismo que Enoc ve a esas criaturas por primera vez y relata que su aspecto difiere de manera notable del de los vigilantes a los que estaba acostumbrado, que eran hombres sensibles, habladores y netamente humanos. Por el contrario, los ángeles albinos sólo pronuncian frases lacónicas y le recuerdan a seres robotizados, que cumplen a rajatabla una orden sin cuestionársela ni discutirla, aunque la consecuencia sea un acto cruel y despiadado. Entonces, Noé no fue hijo de Lamec. Enoc, en el mismo capítulo final dice que no hubo fraude. Es más: para convencer a Matusalén le cuentan el secreto. Noé formó parte de la nueva generación de genios obtenidos, en el momento de la clonación, por modificación del genotipo. Y desde el momento del nacimiento, poseyó todos los conocimientos de Lamec, de Matusalén y de otros muchos. Noé fue un cerebro más que notable. Sin necesidad de que se le advierta del peligro que corre el planeta, él estableció un plan para preservar la vida en un futuro. La embarcación que describe la Biblia, traducida a datos técnicos, sería: ciento cincuenta metros de eslora, veinte mil toneladas de registro bruto, tres puentes de cinco metros de entrepuente y sin ninguna superestructura. Datos más que precisos. Sin embargo, hicieron falta unos cuantos Noé para corregir el error que estaba a punto de producirse y conseguir que la vida subsistiese. Los escritos que han aparecido después del Diluvio han falsificado la historia hasta el punto que hemos maldecido a los rebeldes y hemos bendecido a los que nos han tratado de destruir. El profesor Hubert Reeves, doctor en astrofísica nuclear, era un hombre de ciencia, pero también un escritor prolífico. El doctor Reeves citó, entre otros avances de la ciencia actual, la posibilidad de disminuir, e incluso detener, la rotación terrestre. Todos los cálculos coincidían y la operación podía emprenderse, dijo, porque ya se disponía de los medios y de los conocimientos técnicos para llevarla a cabo.

Y tal vez en el Jardín del Edén pusieron en práctica esta idea. En la historia de Faetón había un rastro demasiado evidente. Ahí explicaban que todo se produjo cuando hubo «un cambio en la trayectoria de los cuerpos celestes». Los brahmanes hablaban de pseudoestrellas, mientras que los chinos, y en particular los tibetanos, llamaban perlas del cielo a los cuerpos celestes artificiales que en la actualidad hemos bautizado con el nombre de satélites. En la Epopeya de Gilgamesh, cuando se relata el episodio del Diluvio, hay una escena asombrosa mientras el Cataclismo asola el planeta. La gran diosa Ishtar, llorando por la destrucción de las criaturas que engendró, «levantó el collar de piedras preciosas que el dios Anu había hecho según sus deseos y dijo: vosotros, los dioses que estáis presentes, no olvidaréis este collar de lapislázuli que tengo alrededor de mi cuello, y los recordaréis siempre...». Ishtar con el rostro bañado en lágrimas, sigue contando el relato, gritó en su desesperación y se maldijo a sí misma por haber escuchado a Enlil. Alrededor de su cuello lucía el collar que Anu, dios del espacio, había confeccionado tomando perlas del cielo, tal vez satélites. Ella simbolizaba la madre Tierra, que quedó para siempre marcada por el Cataclismo. Para Cicerón, Faetón era la estrella de fuego. Hesiodo iba más lejos. Para él, tras el desastre, Faetón se convirtió en la Estrella de la Mañana. Es decir: en Venus. Pero Hesiodo no era el único en apuntar semejante desenlace. Un buen número de tradiciones siguen idéntico camino e Ishtar a menudo forma parte integrante de la aventura. La transformación de un ser legendario, se llame Ishtar, Faeton o Quetzalcoalt, en Venus es un tema muy presente en los pueblos de oriente y de occidente. Se decía que la rebelión de los ángeles provocó el Diluvio. Pero era justo al revés: la posibilidad del Diluvio hizo que los ángeles se rebelasen. «¿Y qué tiene que ver Venus en toda esta historia?» Disminuir en un poco más de 365 veces la rotación terrestre significaba enviar la Luna a otra órbita y centraron su mirada en Venus. La satelización por Venus abría unas perspectivas futuras muy interesantes. El choque quizás produciría sobre el planeta quemado efectos parecidos a los que produjo sobre la Tierra y crearía unas condiciones más propicias para la vida. Sería el futuro hogar en una posible expansión. Y la Luna se convertiría en una perfecta plataforma de colonización.  Muchos tratados astronómicos de tiempos lejanos dicen que Venus forma parte de una tríada con la Luna y el Sol. Ishtar también es la Luna y a menudo se confunde en las tradiciones, unas veces con la Tierra, y otras con Venus. Con la Tierra, por tenerla por satélite. Y con Venus por haber aspirado a tenerla.

Faetón tenía la intención de descolgar la Luna de la Tierra para colgársela a Venus. En el Libro de Enoc leemos. «Éste es el número de Kesbel, el principal secreto que el todopoderoso reveló a los santos», dice en el capítulo 68. Confiado al arcángel Miguel, este número no es otro que el ansiado Grial que persiguen los físicos actuales, la fórmula que unificaría las cuatro fuerzas de la naturaleza: la nuclear, la electromagnética, la débil y la de la gravedad. Las cuatro no son más que distintas manifestaciones de una misma energía. La teoría de cuerdas o de membranas que persigue dar con la base elemental constitutiva de todo tipo de materia. Ésa es la famosa piedra filosofal de los alquimistas.  El Libro de Enoc, en el capítulo 70, dice que Miguel le mostró «todos los secretos de los límites del cielo». El ángel Uriel le dijo: «Y ahora, hijo mío, ya te lo he mostrado todo»,. Incluso Enoc escribió, veinte capítulos más tarde: «Y yo, Enoc, sólo yo, vi el fin de todas las cosas, y a nadie más le ha sido permitido verlo». Porque era huésped de la Ciudad del Sol, que bullía de actividad. En el incesante ir y venir de ángeles, reconoció a más de uno: Miguel, Rafael, Gabriel… «Pero aquel día el cielo de los cielos fue puesto en movimiento, miles de miles y miríadas de miríadas de ángeles se movían en constante agitación» cita en el primer versículo del capítulo 58. ¿Qué hacían esos ángeles? Daban el último retoque a un gran complejo que albergaría dos monstruos, uno macho y otro hembra: Leviatán y Behemoth. Dos monstruos con una fuerza imposible de medir. «Entonces le pedí a otro ángel que me mostrase la fuerza de estos monstruos y cómo habían sido separados en el mismo día para ser precipitados el uno en el fondo del mar y el otro en el fondo de un desierto», dice en el mismo capítulo. Prosigue: «Y él me dijo: Oh, hijo del hombre, quieres conocer las cosas misteriosas y escondidas». Y no le respondió. Lo que Enoc vio le impresionó tanto que casi se desmaya. Éste es el gran secreto de los dioses. Por eso el ángel no respondió. En la leyenda de Gilgamesh, el sabio y dios sumerio Ea se defiende de haberlo revelado a Outa-Napishtim, el Noé sumerio. Nadie podía ni tan siquiera mencionar aquel conocimiento único, que estaba reservado sólo para los iniciados. Aun así, en la actualidad existe un texto que nos recuerda cuál es la potencia de ese par de monstruos, que exigían unas medidas de protección jamás igualadas y que aún hoy en día causan admiración. El enciclopedista más grande del siglo X, un árabe llamado Ali al-Husayn al-Mas’Udi, afirma en sus escritos que Keops y Kefrén, las dos grandes pirámides de Egipto, fueron edificadas por el rey Saurid antes del Diluvio. Es más: la Estela del Inventario, descubierta por Auguste Mariette, fundador del museo del Cairo, dice que la Gran Pirámide ya existía desde mucho antes de que Keops accediera al trono. Este faraón, que dio nombre a la pirámide, según el mismo documento, la restauró, pero no la construyó. No pudo, porque no disponía de la tecnología necesaria. No hay más que hacer un pequeño cálculo para demostrarlo. La Gran Pirámide tiene unos dos millones trescientos mil bloques de piedra, cada uno de los cuales pesa de promedio unas dos toneladas y media.
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La historia actual dice que se tardó veinte años en construirla. Eso significaría que en jornadas de diez horas diarias, contando que los obreros trabajaban nueve días y descansaban uno, tal como indican los escritos, tenía que colocar un bloque cada minuto y cuarenta segundos. Colocar un bloque cada minuto y cuarenta segundos significa que en ese tiempo lo tallaron, lo subieron a muchos metros de altura, lo encajaron matemáticamente sobre y junto a los demás y lo recubrieron de alabastro. Aunque la historia dice que trabajaron cien mil obreros, los cálculos no salen por ninguna parte. Keops, durante veinte años y con cien mil obreros, sólo la restauró. La versión expuesta por al-Mas’Udi no está en contradicción con las teorías de los egiptólogos: Saurid fue un rey mítico y en cuanto a la fecha de construcción de ambas pirámides, también están de acuerdo: son muy antiguas. Tienen, cuando menos, unos cuantos miles de años. Nadie es capaz de precisar cuántos. Rechazar sin más una de las enciclopedias esenciales de la Edad Media musulmana, elaborada por un espíritu inspirado y serio, que nos ha legado lo que en aquella época era el bagaje cultural del hombre en materia de cosmografía, geografía de la Tierra, tradiciones diversas y sobre todo la historia general desde la creación del mundo es, como poco, presuntuoso. ¿Para qué se edificaron las pirámides? Al-Mas’Udi dice que Saurid edificó estas pirámides en previsión del Diluvio. Ésa era la idea que se tenía en aquellos días. Pero la rebelión de los ángeles fue para evitar el Cataclismo que se avecinaba. Las pirámides fueron construidas antes del Diluvio, pero no para protegerse de él. Sin embargo, existe una estrecha relación entre éste y las pirámides, que no eran ni nunca fueron construidas para ser monumentos funerarios. He ahí un dogma que hay que romper. En mayo de 1954, un miembro de un equipo de trabajo entró en la pirámide de Sekhemjet. Dio con un sarcófago, cuyo diseño no era el habitual. Se trataba de un bloque simple de alabastro, sin tapa, en un extremo, en donde había una puerta corredera, también de alabastro, y sellada por un cemento todavía intacto. Casi en una ceremonia ritual, rompió el cemento y descorrió la puerta corredera. Pero el sarcófago estaba vacío. El físico alemán Kurt Mendelssohn reconoce que “aunque la función funeraria de las pirámides no ofrece duda alguna, es más que difícil probar que los faraones fueron enterrados allí”. Pero nunca se ha encontrado la momia de ningún faraón dentro de ninguna pirámide. Dentro de la pirámide de Sekhemjet, que había permanecido intacta, en el interior del sarcófago no había nada. Los sarcófagos estaban vacíos, porque los ladrones los saquearon, gritan indignados los egiptólogos. Pero, los análisis químicos efectuados revelaron que no existía el menor indicio de restos orgánicos.

Sin embargo, en el Valle de los Reyes, verdadera necrópolis de los faraones, nos hemos hartado de encontrar momias. Tantas, que hemos sido capaces de llenar museos enteros. Y eso que muchas de sus tumbas fueron saqueadas. —¿Para qué se construyeron, entonces, las pirámides? —El mismo Mendelssohn sugiere: «Puede que alguna pirámide algún día haya albergado el cuerpo de un faraón, pero existe también, por desgracia, un número muy elevado de hechos que apuntan lo contrario». Desde que en el siglo XVII Jean Greaves, profesor de astronomía e inventor de las pirámides-tumbas, las dotó de una finalidad y de un significado, nadie se ha atrevido a dudar de ello y se considera un sacrílego el simple hecho de imaginar otra posible explicación. Y ahí es cuando caemos en el dogma. Únicamente alguno de ellos tiene una ráfaga de inspiración y se atreve a decir que: «Todas estas tumbas sin cadáveres inducen a pensar que algo diferente de un cuerpo humano debió de ser sepultado ritualmente». Mendelssohn reconoce la evidencia, y con ello abre una pista interesante. Si las pirámides no fueron destinadas a recibir un cuerpo humano, su papel funerario desaparece y, por consiguiente, esos enormes monumentos pierden todo su carácter religioso. Si queremos conocer la verdad, tengo que contemplar Gizeh con crítico. Las dos pirámides más antiguas son la de Keops y la de Kefrén. Y esta afirmación cuadra con lo dicho por al-Mas’Udi, en el siglo X de nuestra era. Keops ha sido y es el gran atractivo. Kefrén es la segunda. Si las contemplamos bajo ese prisma, la conclusión es inmediata: Keops fue el más grande de todos los faraones. Además, resulta que el interior de Keops es el más complejo, con pasadizos y cámaras, mientras que las demás constan de un pasillo y una cámara. Kefrén plantea un problema interesante, ya que casi dos millones de metros cúbicos de piedra sirven sólo para encerrar un minúsculo espacio de apenas una decena de metros cúbicos, que es la cámara. La relación entre el espacio vacío para albergar la cámara y la masa de piedra sólida que la cubre es de uno a doscientos mil. ¿Qué es lo que pudo guardarse en su interior, tan protegido? Por si sus cuatro millones seiscientas mil toneladas de piedra no bastasen, Kefrén se halla cercado por una muralla sobre la que hay un foso de más de sesenta metros. Las paredes del edificio que la flanquea constituyen un bloque sólido de dos metros y medio de espesor que alcanza más de cuatro metros en su cara este. Si fuese un castillo medieval, se comprendería, pero en una supuesta tumba parece raro.

El ingeniero Jomard, el arqueólogo de la expedición napoleónica, anotó en su informe: «Nos preguntamos por qué construir tales enormidades cuando con la mitad se habría conseguido idéntica resistencia. Imposible resolver este enigma». La respuesta al enigma es que no era el contenido lo que querían proteger. Es del contenido de lo que querían protegerse ellos. Por eso necesitaban semejante blindaje. A ciento veinte metros de Kefrén y en el eje de su diagonal de sudoeste a noroeste, se alza la enorme mole de más de cinco millones de toneladas de Keops. La precisión y la meticulosidad con que fue construida son apabullantes. Su perímetro, que ocupa más de cinco hectáreas, ha sido nivelado con una desviación máxima de un centímetro y cuarto. El hecho de que Keops sea más voluminosa confirma la tesis del blindaje. Mientras que Kefrén es una masa compacta, en Keops existe una estructura interna compleja. Su exceso de volumen exterior compensa ampliamente los huecos indispensables para su función. O mejor dicho: su funcionamiento. Porque no se trataba de un objeto con una función, sino de un artilugio que tenía que funcionar. De todas las pirámides de Egipto, Keops es la única que presenta una estructura interna. En otras pirámides, en efecto, encontramos una galería simple horizontal o descendente, al cabo de la cual se halla la llamada cámara funeraria. Aun siendo mucho más sofisticada, la pirámide de Keops presenta una curiosa similitud con la de Kefrén, ya que dispone de una especie de cueva tallada en la profundidad de la roca, que ejerció el papel de pequeño búnker. ¿Qué podría albergar un búnker de semejantes características, uno en cada pirámide? Ni más ni menos que los dos monstruos que reunidos desencadenarían una fuerza de tales dimensiones que el ángel no se atrevió a revelar a Enoc: Leviatán y Behemoth. Leviatán es la encarnación de la violencia del agua en su aspecto más terrible. Y no deja de ser curioso que la de Keops hacia el nordeste, o la de Kefrén hacia el sudeste, tengan frente a sí dos caminos de piedra que conducen hacia el Nilo y hacia el Valle, y fuera de su vertical hay dos edificios de base cuadrada, de los que sólo el de Kefrén ha sobrevivido. Se le llama Templo del Valle, pero no es un templo. Es un bloque cuadrado de cuarenta y cinco metros de lado, con una altura de trece metros, recubierto con granito rojo pulido. El vestíbulo central tiene forma de T, el suelo es de alabastro y el techo se halla soportado por dieciséis pilares. No hay el menor vestigio de decoración.
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El mal llamado Templo del Valle no es otra cosa que una estación de bombeo de agua. En aquellos tiempos las aguas del río bañaban esos lugares. Los fosos frente a Keops son los vestigios que aún quedan. Aquella remota sociedad antediluviana descubrió la forma de explotar una descomunal energía cuya base la forman dos componentes, dos monstruos. «El monstruo hembra se llama Leviatán; habita en las entrañas del mar, sobre las fuentes del agua», afirma Enoc en el capítulo 58. «El monstruo macho se llama Behemoth: mueve por el desierto invisible sus repliegues tortuosos», dice en el siguiente. De la suma de ambos apareció una energía imposible de explicar, porque Miguel fue, además, el poseedor del número de Kesbel, la clave de unión de las cuatro fuerzas de la naturaleza. Pero la pirámide de Keops es un proyecto inacabado. Y no hay nada peor que una obra inacabada, porque no se sabe cuál era la intención del autor ni para qué servía. El Gran Cataclismo interrumpió los trabajos justo cuando realizaban las pruebas de impermeabilidad. Tres sólidos tapones de granito, de dos metros cada uno, aún bloquean herméticamente la base del conducto ascendente. El ajuste milimétrico de los enormes bloques de piedra pulida responde sólo a un deseo de absoluta estanqueidad. La estética no es más que un accidente, a pesar de la gran admiración que suscita la vista y el tacto de las paredes de la Gran Galería y de la cámara llamada del Rey. La unión de los sillares es tan perfecta que no entraría ni la más delgada punta de una aguja. La gran aventura del espacio tenía que acabar de forma única e impresionante con la Operación Venus. Con la fusión nuclear pusieron la energía del Sol sobre la Tierra. Entre la pirámide de Keops y la de Kefrén, tenía que formarse un cóctel detonante de X partes de Leviatán mezcladas con Y partes de Behemoth. Y la esfinge permanecía muda y expectante, señalando dónde se hallaba el gran secreto: en el interior de la pirámide de Kefrén, porque es ahí, a sus pies, donde reposaba. Enoc escondió la verdad tras sus palabras y disfrazó los componentes calificándolos como monstruos. En el apartado de los monstruos insertó lo siguiente: «En estos días mis ojos descubrieron los secretos de los relámpagos y de los rayos. Brillan tanto para bendecir como para maldecir, siguiendo la voluntad del Señor. En cuanto al trueno, si a veces resuena para anunciar la paz y para bendecir, a menudo resuena para maldecir, siguiendo la voluntad del Señor». Luego habla de Leviatán y de Behemoth, para, inmediatamente después referirse a las tormentas. «Me mostró cómo la fuerza de los vientos es medida, cómo los vientos y las fuentes son clasificados, según su energía y su abundancia…. Me mostró además los truenos diferenciados los unos de los otros por su peso, su energía y su potencia…. He ahí por qué hay unos límites para la lluvia y los ángeles que proceden la reparten en su justa medida».

No es por casualidad que Enlil, ya dueño de la atmósfera, se convirtiera en el Señor de las Tormentas. La energía liberada por una tormenta media corresponde a la que se libera con una bomba atómica de un megatón. Las dos pirámides, Keops y Kefrén, fueron edificadas justo en el punto central del Gran Continente, porque es ese punto el que tenía que mirar hacia el Sol. Es ahí donde estaba situado el meridiano cero. Los relámpagos producidos que cayesen sobre Gizeh serían absorbidos por la pirámide de Keops y desaparecerían en su interior, sin dejar que retornasen al exterior. La energía liberada desencadenaría el proceso alquímico, uniendo Leviatán y Behemoth, el contenido de Keops y el contenido de Kefrén. Mil millones de arcos voltaicos, cada uno portador de cien mil millones de electrón-voltios, crearían un chorro continuo hacia la pirámide anexa para ser domesticados en forma de hiperenergía. Quizás descubriremos que puede que los obeliscos no sean otra cosa que el recuerdo del cohete que tenían que haber disparado para desencadenar la tormenta final. Y la Esfinge de Gizeh es el gran monumento, el memorial a la puerta de entrada de la Era Solar. La Era Solar exigió una refundición de todo el sistema de cálculos astronómicos. Enlil, Señor de las Tormentas, dueño de la atmósfera y diseñador de la nueva era, estaba íntimamente ligado al equinoccio de primavera. Este equinoccio señala, en astronomía, el momento en que el Sol atraviesa el ecuador celeste para pasar del hemisferio sur al hemisferio norte. Este punto de referencia, llamado equinoccio de primavera o punto vernal, se sitúa en la actualidad alrededor del 21 de marzo. Pero no es fijo, debido al efecto de peonza que presenta el eje terrestre y que lo desplaza casi insensiblemente sobre la esfera celeste. El movimiento es tan leve que tarda poco más o menos veintiséis mil años en dar una vuelta completa y el efecto que produce es que el amanecer, en cada equinoccio de primavera, hace que el Sol aparezca como si se paseara por las constelaciones. En la actualidad entra en la constelación de acuario. El equinoccio de primavera es también el momento en que el día y la noche tienen idéntica duración. Según el testimonio de Saïte reportado por Solón, el Gran Cataclismo tuvo lugar alrededor del año 9600 a.C. y la astronomía nos informa de que, en aquella época, el punto vernal se hallaba entre las constelaciones de Virgo y de Leo. Al-Mas’Udi, por su parte, precisa que Saurid edificó sus pirámides cuando el Sol estaba en Leo.

La esfinge, con cabeza de mujer y cuerpo de león, mira hacia el Este, como perenne recuerdo del lugar por donde creían que verían por última vez salir el Sol. Para conseguir todo eso antes tenían que situar al milímetro la pirámide de Keops, en el emplazamiento exacto y con la orientación precisa. Para ello buscaron puntos de referencia en el único lugar donde podían encontrarlos: en el cielo. Es normal que, en la actualidad, Robert Bauval y Adrian Gilbert hayan descubierto que la posición de las tres pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos forman la misma figura que el Cinturón de Orión y que la pirámide de Keops dispone de cuatro conductos, dos en la cámara del Rey que apunta a Orión y a Alfa Draconis, y dos en la de la Reina, que apuntan hacia las estrellas de Sirio y Beta Osa Menor, tal como explican en su obra El misterio de Orión. Gizeh era un proyecto grandioso y magnífico que pretendió situar la Tierra en las coordenadas correctas y precisas. Cuatro estrellas, cuatro puntos del firmamento y un único objetivo: detener el movimiento de la Tierra en un instante preciso, a una hora concreta de un día concreto y con una exactitud milimétrica, y dejar la pirámide de Keops orientada perfectamente para recibir toda la potencia que Leviatán y Behemoth desatarían en su interior. Después, una vez la pirámide hubiese servido para detener la Tierra perfectamente orientada, ya podían acabarla y convertirla en la máquina que tenía que ser, en la productora de la mayor energía que el ser humano jamás ha imaginado. Los mismos Bauval y Gilbert apuntaron en su libro: «Uno de los problemas comunes en el estudio de texto antiguos es que los supuestos expertos muy a menudo no dejan que los textos hablen por sí mismos». Parece que el Diluvio Universal lo provocaron los dioses anunnaki Anu y Enlil. Un extravagante piramidólogo inglés del siglo XIX, el honorable Charles Piazzi Smyth, murió persuadido de que la Gran Pirámide era el centro del mundo. No iba desencaminado. Gizeh se encontraba a media distancia entre las costas oriental y occidental en esta latitud. No estaba muy lejos de ser el ombligo del mundo, que se hallaba más al sur, a unos doscientos kilómetros de la actual Nairobi. La posición de las pirámides no tiene nada de simbólico ni de extraordinario. Responde tan sólo a un criterio práctico, impuesto por la Era Solar.

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En el antiguo supercontinente de Pangea, el meridiano del lugar geográfico donde se ubicaría el actual Egipto cortaba el disco rodeado de agua más o menos en dos mitades sensiblemente iguales. Y había otra curiosa coincidencia. Si el meridiano cero, en aquella época, correspondía a la línea que contenía el punto álgido del Sol cuando detuviesen la rotación de la Tierra, el meridiano de Gizeh era, por supuesto, mucho menos arbitrario que el actual meridiano de Greenwich. Hoy en día sabemos o creemos saber, según los cálculos llevados a cabo, que el centro de la Tierra tiene que ser sólido, con una densidad altísima. Por encima de ese centro, hay una capa, a la que llamamos núcleo externo, que es fluida. Cubriendo el núcleo, se extiende el manto, dividido en dos: el inferior y el superior. Este último también es fluido. Finalmente, aparece la corteza, encima de la cual vivimos. El núcleo central gira más lentamente que el exterior gracias a las dos capas fluidas sobre las que patina la corteza. El conjunto es un gigantesco motor que genera una energía electromagnética terrible. «Los seres humanos fueron obligados a beber agua del olvido por el primer gobernante para que no supieran de dónde habían venido», dice el Libro secreto de Juan, en el capítulo 13. Noé implantó en sus almas una alianza con Dios, un pacto eterno. Él no enviaría otro diluvio sobre la Tierra, porque ningún ser humano volvería a intentar una locura como la de la Era Solar. Ésta es la alianza que Noé fabricó con Dios. Así lo encontramos en el Génesis, capítulo 9: «Hago con vosotros pacto de no volver a exterminar a todo viviente por las aguas de un diluvio y de que no habrá más un diluvio que destruya la Tierra».

Fuentes:

  • Albert Salvadó – El informe Phaeton (el diario secreto de Noe)
  • Biblia – Génesis
  • Libro de Enoc
  • Poema de Gilgamesh
  • Zecharia Sitchin – El 12º Planeta
  • Robert Bauval y Adrian Gilbert – El misterio de Orión
  • Mahabharata
  • Ramayana
  • Andy Lloyd – Dark Star – The Planet X Evidence

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