El filósofo se sienta en la galería del Teatro de la Vida, contemplando la obra que se representa en el distante escenario. Quizás sea esta posición exterior la que le permite dar juicios adecuados sobre todo. Aquellos que se sientan en las plateas del perecedero Show de Este mundo, tienen una más cercana visión que aquellos que están ubicados en las galerías; pero no por ello tienen una mejor visión del espectáculo.
El misterioso significado de la vida no tiene ningún sentido para nosotros. No permitimos que un problema tal penetre en nuestra conciencia. Queremos relegar tal investigación a los viejos y tontos filósofos, o a los viejos y crédulos oficiantes religiosos. La búsqueda de la verdad se ha convertido en algo aburrido. Aquello que nos daría un placer real es una ocupación de la que no debe hablarse y un imperdonable tema en una sociedad convencional.
Dios escribe su mensaje en el rostro de este redondo planeta. El hombre, enceguecido, es incapaz de leerlo. Unos cuantos que poseen vista lo interpretan para los otros. Pero la gran masa humana se burla de sus esfuerzos y sólo unos pocos intuitivos entre los cultos y los inteligentes, y los de simpleza infantil, entre los obreros y campesinos, reciben el mensaje y devuelven amor a los mensajeros. Es por eso que la última historia del hombre esté enrojecida con lágrimas y tragedia. Pero la historia completa de la humanidad no es una tragedia ni una comedia; no cae el telón ni hay final.
Sí, la humanidad parece castigada con la ceguera y la sordera espirituales. Incapaces de leer las místicas escrituras en las murallas de este mundo, no queriendo oír a los pocos visionarios que son capaces de hacerlo, recorremos los días tanteando y tropezando. ¿Advertencias y consejos sabios?... los rechazamos como los férvidos vapores de los arroyos, de la misma manera que los fanáticos rechazaron las agudas verdades de Cristo. Como resultado, el hombre vaga desesperadamente en el enloquecedor caos de hoy en día. Nos levantamos de la cuna donde hemos nacido y nos aferramos a la vida con manos apasionadas, para hundirnos bien pronto en la indiferencia de la tumba.
Nuestros mezquinos seres están todos absorbidos por la Importancia de nuestras luchas y aspiraciones, por nuestros triunfos y derrotas. Las brillantes posesiones que hemos ganado nos mantienen cautivos, y nos helamos o afiebramos por causa de ellas. No podemos evitarlo, porque somos humanos. Pero la Esfinge, que se levanta sobre las arenas egipcias, contempla a la raza de los hombres mortales y sonríe... sonríe. .. sonríe...
Sin embargo, el hombre es un ser racional e instintivamente reclama por una racional explicación de las cosas. Vive en una época predominantemente científica e intelectual. Toda su experiencia es interceptada por la luz de una razón puramente materialista. Pero la vida parece trazar una dura línea sobre el mapa de su propia naturaleza, dejando una vasta y desconocida zona donde parece que la razón no puede penetrar. Leyendo uno de los primeros ensayos de Bertrand Russell, su elocuente y pesimista confesión de fe, la considero como típica de la actitud estéril a la cual se ven forzados los hombres de ciencia, que rechazan toda esperanza de explorar alguna vez esa desconocida zona.
Russell escribió: “Que el hombre es el producto de causas que no preveían el fin que lograron; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus miedos, sus amores y sus creencias, son el producto de colocaciones accidentales de los átomos; que ni el fuego, ni el heroísmo, ni la intensidad del pensamiento o del sentimiento, pueden preservar al hombre más allá de la tumba; que todos los trabajos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración, toda la claridad meridiana del genio humano, están destinados a extinguirse en la vasta profundidad del sistema solar... todas estas cosas, si no están ya más allá de toda discusión, están, sin embargo, tan cerca de la verdad, que ninguna filosofía que las rechace puede pretender una vida larga”.
Tales son los pensamientos pesimistas que encuentran hoy en día expresión entre los intelectuales de nuestra raza. Podemos ver los logros de los hombres de ciencia en todo el mundo que nos rodea; debemos admirar siempre el desarrollo de su intelecto; y, sin embargo, sólo pueden enseñarnos el ABC de la vida; todavía no conocen el XYZ. La mayoría de ellos tiene la franqueza de reconocer esto, de confesar su ignorancia de las causas primarias.
Aquellos que quieren hacernos regresar al sentido común en estas cosas desean hacernos caer en un lastimoso pantano. Olvidan que el sentido común, dentro de lo que es la opinión general ignorante, es a veces sinónimo de la ignorancia común.
¿Dónde podemos ir para aprender las primeras letras del alfabeto de la Vida? Debemos ir donde la humanidad ha ido siempre, al único lugar donde puede ir. Debemos acudir a los Videntes y a los Sabios. Mientras los hombres de ciencia han escudriñado el universo material en busca de nuevos hechos, los Videntes han buscado dentro de sí mismos, explorando sus propias mentes en procura de viejas verdades; porque ellos llegaron a la conclusión de que pueden recobrar la antigua sabiduría del hombre. Lo que el primer Vidente descubrió y registró hace miles de años, el último Vidente lo descubre y acepta hoy. Pero lo que el primer científico del siglo diecinueve lo descubrió y registró, el científico de hoy lo rechaza movido a risa. Los últimos resultados de la ciencia ya han colocado las frías especulaciones de los hombres de ciencia de mitad de la era victoriana en una tumba profunda.
Sin embargo, el hombre de ciencia es hoy tan venerado por nuestra raza que, a menos que dé su aprobación por separado a cada revelación del Vidente —proceso que se ha desarrollado bajo nuestros ojos en la última mitad de siglo—, la perla es arrojada al polvo, como falsa. Científicos que viven, a los cuales difícilmente se puede dar el nombre de soñadores, prestan ahora sus nombres a las ideas de los Videntes.
La doctrina principal del obispo Berkeley tenía un punto de vista similar al de los Absolutistas hindúes. Afirmó Berkeley que todo lo que conocemos del mundo es nuestra reacción ante él, la impresión que nos produce. Consideró a la mente como vara de medir la realidad en nuestro universo y, por lo tanto, consideró a la mente como la realidad primera y fundamental. Sir James Jeans. por medio de brillantes esfuerzos, ha demostrado cómo la ciencia física parte de la idea de que el mundo material es la realidad básica, se ha visto forzado sin embargo a considerar favorablemente la hipótesis de Berkeley. Las conclusiones de Einstein y de Whitehead, de un modo similar, han venido a confirmar la aserción del Obispo.
Jeans escribe en El Universo Misterioso: “Todos aquellos cuerpos que componen el poderoso marco del mundo no tienen ninguna substancia fuera de la mente”.
Esta conclusión berkeleyana es reforzada por Sir Arthur Eddington, el eminente físico, que también representa al universo como una idea en la mente de... ¡Dios! Hasta llega a negar la existencia de la realidad separada de la conciencia. Los trabajos de Sir Oliver Lodge en física, lo mismo que sus investigaciones espiritualistas, señalan también a la mente del hombre como la única realidad en un mundo de desvanecedora materia. Nuestros materialistas desdeñosos rechazan esta idea con un chasquido de dedos. Aquellos hombres de ciencia que aceptan la idea se convierten, en lenguaje usual, en charlatanes. Es de notar, sin embargo, que estos últimos ocupan las primeras filas de su profesión y han reconocido esta verdad sólo después de profundas y prolongadas investigaciones. Podemos hacer una pequeña profecía y declarar que todo el ejército de hombres de ciencia ha tomado, inconscientemente, por este camino.
Pero debemos liberarnos de la propia decepción al suponer de la personalidad posee una idea clara de la conciencia. Debemos primeramente crear dentro de nosotros mismos una verdadera humildad antes de que podamos conocer la verdad libertadora. Debemos entrar con Descartes, el inteligente francés, en el estado mental en el que comenzó una de sus obras:
“He creído que eran verdaderas muchas cosas que ahora reconozco como falsas; no tengo motivos para suponer que nada sea más cierto que esto Probablemente todo lo que he concebido y creído es falso. ¿Qué es, entonces, la verdad? ¿Qué es lo cierto?”
De este modo la vieja concepción mecánica de la vida, que fue establecida por los fundadores de la ciencia moderna a partir del siglo diecisiete, ha empezado a morir en los laboratorios y en las aulas. Los mismos físicos —que una vez apoyaron el evangelio de la materia— se sienten ahora incómodamente inseguros de los fenómenos físicos. La ampliación de las investigaciones les ha demostrado que, lo que una vez llamaron materia inanimada, puede desarrollar ciertas propiedades que los libros de texto habían dejado hasta ahora de lado por considerarlas exclusivas del mundo orgánico. Esta es la tragedia del tiempo... él pone a prueba todas las cosas e ideas, y prueba una y otra vez la falsedad de las corrientes concepciones del momento.
Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno
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