¿Funcionamos como científicos investigadores de nuestra propia vida?
Si estamos en un nivel muy bajo de autoconciencia o lo que es lo mismo, funcionamos como animales, solo nos guiamos por los instintos y vamos como pollo sin cabeza.
Si permanecemos en un estado infantil y buscamos simplemente ser obedientes y hacer caso a las normas del sistema o de la religión del momento, entonces no tenemos criterio propio y nos dejamos llevar por lo que otros nos dicen que tenemos que hacer. Si esas normas fueran perfectas, funcionaría, pero adaptarse a sistemas patológicos es transformarse en un enfermo.
Si hemos madurado un poco y empezamos a discernir por nosotros mismos lo que tenemos que hacer, entonces nos vamos a guiar por nuestra propia experiencia e historial. Y esto solemos hacerlo en base a nuestras propias hipótesis. Pero ¿qué pasa con las hipótesis que están equivocadas, que tenemos desde la infancia y que no llegamos a contrastar nunca de verdad por miedos o apegos excesivos?
La vida continuamente nos trae desafíos. De cada cosa que nos pasa concluimos que es buena o es mala. Por tanto, vamos a sacar una enseñanza, que se dividirá en tres aspectos: un miedo, un deseo y una conclusión sobre nosotros mismos. Es decir, si la experiencia nos dio placer porque se cumplió el deseo, nos va a crear un apego –a querer más de eso-. Si la experiencia, al contrario, nos pareció desagradable, nos va a producir aversión, o miedo y en el futuro la vamos a intentar evitar. Además, nosotros estamos continuamente construyendo nuestra identidad en base a lo que creemos que significa lo que nos ha pasado. Con cada experiencia vital pensamos algo así como “¿esto dónde me deja a mi?”.
El problema es que cuando somos niños no tenemos criterio, ni razón, ni distancia, ni testigo, ni sabiduría suficiente como para comprender por qué nuestros mayores se comportan con nosotros como se comportan. El niño no puede hacer otra cosa que amar. Y frente a los déficits amorosos o de comportamiento de sus padres, se va a tener que adaptar, porque no tiene otra opción. Depende de ellos totalmente. Si somos hijos del ogro y de la bruja, pues tendremos que construir una personalidad que se adapte a la casa en la que vivimos y de la que dependemos totalmente. Por tanto, nos separamos de nuestra esencia, de nuestra verdad, de nuestra realidad, y empezamos a tener miedos y deseos equivocados o mal dirigidos, empezamos a pensar cosas de nosotros mismos que son erradas, simplemente porque los ejemplos que nos dan y el modo en que nos tratan pudo ser equivocado. Muchos padres intentan, sin darse cuenta, arreglar su propia infancia en la de sus hijos y no les dejan ser ellos mismos. Los pobres padres, que lo hacen de buena fe. Cada uno hace lo que puede con lo que sabe y con lo que le hicieron a él.
Con cada experiencia que viva que le resulte traumática, el niño tomará una conclusión errada sobre sí mismo, porque a mayor sufrimiento, mayor equivocación en el significado de lo que le está pasando. Si los padres no tienen sanada su capacidad de dar amor, el niño creerá que él es el defectuoso y que no merece amor. Si sus padres no son capaces de demostrarle que están contentos con él, el niño creerá que es malo, que no vale. Si los padres no le dan una atención de calidad, el niño abandonará la posibilidad de conseguirla en base a ser amoroso y positivo y empezará a intentar conseguirla en base a ser negativo y agresivo. Si tampoco le funciona la atención a palos, se colapsará hacia dentro y cortará la relación con el mundo.
El niño es una maquinita biológica de adaptación al entorno de quien le cuida. El problema es que esas conclusiones que tome sobre sí mismo le condicionarán. Cuanto más antiguas sean las experiencias negativas, más intensas, más repetidas y más cercano el parentesco del perpetrador que se lo hace, más influencia tendrán en él, más condicionado quedará y más lejano de su propio potencial quedará.
Esos apegos (si no recibió amor se hará dependiente -o todo lo contrario, solitario y huraño-), esos miedos (si no le dieron seguridad se creerá desvalido -o todo lo contrario, agresivo y paranoico-) y esas conclusiones que ha tomado sobre sí mismo (“soy incapaz, tengo que ser mejor, no merezco ser amado”) le hacen que tenga una hipótesis sobre la vida que, directamente, está equivocada. Eso es lo que los budistas llaman ignorancia, de la que hay que salir porque es la causa de todo sufrimiento psicológico. El ego es una estructura imaginaria que básicamente es un producto del miedo y el sufrimiento infantil y está estructurada, sobre todo, en la ignorancia de quiénes somos y cuál es la verdadera relación que existe entre el yo, el mundo y la divinidad.
Así que muchos vamos por la vida con un método de vida, con un mapa que, desde la infancia, tiene leyes erróneas. Nos decimos a nosotros mismo y a los demás “es que yo soy así” para justificar nuestros déficits. Y muchos no nos planteamos porqué soy así ni cómo solucionarlo. Somos científicos que no verificamos las hipótesis que dedujimos en nuestra infancia. No podemos probar las hipótesis, los miedos y los apegos tan fuertes no nos dejan.
Si probáramos a hacer cosas nuevas, a lo mejor nos damos cuenta de que la hipótesis estaba equivocada. Pero no podemos porque en el fondo creemos que si probamos vamos a tener que cambiar y si cambiamos, ya no sabremos quienes seremos. Y más y más en el fondo, está escondido a creer que si cambiamos de verdad, nuestros padres no nos querrán. Porque en el fondo, la personalidad adaptativa que hicimos, el ego, pretendía intentar cambiar a nuestros padres para que nos quisieran bien y nos pudiéramos sentir por fin niños buenos, queridos, protegidos, respetados y valorados en su justa medida. Y en esas seguimos sin darnos cuenta, aunque seamos cincuentones o nuestros pobres progenitores lleven muertos veinte años. Perdonarlos, comprender lo que a ellos les hicieron, amarlos pese a sus déficits, ser compasivos con ellos y sobre todo, dejar de pedirles inconscientemente lo que nunca nos darán es parte del trabajo que nos arregla a nosotros mismos.
La vida, cuyo orden y sabiduría es inimaginable tiene un mecanismo para hacernos sentir si estamos en la línea de su orden o no: el sufrimiento adulto. El estado emocional que tenemos de fondo no se basa tanto en lo que nos pasa, si no que es fruto del juicio moral que hacemos de nosotros mismos, de nuestro propio comportamiento: tenemos un radar interior que no deja de mirar si estamos siguiendo nuestra intuición o no, si estamos actuando en nuestro bien y en el de los demás, si somos honestos con nosotros mismos y buscamos y decimos la verdad, si somos justos, si somos valientes… y si la respuesta a ese juicio es NO, entonces nos sentimos mal, nos deprimimos, nos culpamos, estamos ansiosos y tensos.
El sufrimiento de fondo, no el de los disgustos del momento, es el despertador que nos azuza para que nos busquemos, nos comprendamos, nos replanteemos y nos reformemos a la búsqueda de ser cada día más de verdad nosotros mismos y estar alineados con el bien común y con el amor. Y si no lo seguimos, nuestro propio radar nos da más dosis de sufrimiento y la vida otro ciclo de repetición del problema hasta que nos demos cuenta. El universo no tiene prisa. Él es el tiempo y el espacio, la luz, la verdad y la vida.
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