Abrid los ojos hacia vosotros mismos y mirad en el infinito del espacio y el tiempo. Oireis que alli vuelven a resonar el canto de los astros, la voz de los numeros y la armonia de las esferas. Cada sol es un pensamiento de dios y cada planeta una forma de ese pensamiento, y es para conocer el pensamiento divino que vosotras almas descendereis y remontareis penosamente el camino de los siete planetas y de los siete cielos suyos. HERMES TRISMEGISTO


Lo que la oruga ve como el final de la vida, el maestro lo llama una mariposa. RICHARD BACH

DEDICATORIA

Allí, donde habitan las mariposas, lo hacen tambien las hadas y los angeles, la verdad y la ilusion, la alegria, el amor, la dulzura y la fantasia; los mas bellos sueños y la esperanza.

Es el lugar donde los rios son de miel y las montañas de plata y diamantes; donde los seres alados bailan moviendose al ritmo de la musica de George Harrison y el aroma del Padmini; donde puedo descansar en grandes almohadones de plumas tejidos con hilos de seda y oro. Es mi refugio, y el de muchos que sueñan encontrarlo, sin saber aún que son mariposas.

Este blog esta dedicado a todos ellos y ojala puedan disfrutarlo como parte de su camino hacia el lugar donde habitaron o habitaran algun dia


Parameshwary
Enero 2009


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los cuatro acuerdos de la sabiduria Maya

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hada mariposas

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Secretos Parameshwary

jueves, 29 de enero de 2015

4-¿Cuál era el nivel de conocimientos de las antiguas civilizaciones?-

 https://oldcivilizations.wordpress.com

El es una palabra semítica del noroeste, que tradicionalmente se traduce como ‘dios’, refiriéndose a la máxima deidad. Algunas veces, dependiendo del contexto, permanece sin traducción, quedando simplemente El, para referirse al nombre propio de un dios. En la mitología cananea, El era el nombre de la deidad principal y significaba «padre de todos los dioses». En todo el Levante mediterráneo era denominado El, o IL, el dios supremo, padre de la raza humana y de todas las criaturas, incluso para el pueblo de Israel. Los Sumerios tenían un dios equivalente al de la mitología cananea, llamado Anu. Este dios todopoderoso llamado El, se denomina en hebreo Elohim o “dioses“, porque está en plural y su singular es El, o dios. En el uso semítico, El era el nombre especial o título de un dios particular que era distinguido de otros dioses como «el dios», lo que en el sentido monoteísta sería Dios. En ciertas regiones, el apelativo il, literalmente ‘dios’, era la referencia al dios sumerio Anu. Con el mismo apelativo il se designaba al dios de los cereales Dagan. El culto a Dagan era propio de los amorreos del siglo XXII a. C. Y luego de la conquista elamita sobre la tercera dinastía de Ur, se difundió entre asirios y babilonios. En Asiria llegó a estar en equivalencia con Anu. En las tablas de Ugarit, ese dios primigenio figura también como el esposo de la diosa Asera, o Ishtar entre los babilonios. Originalmente era llamada Athirat (o Afdirad), mientras que en la Biblia recibe el nombre de Astoret. La forma griega es Astarté, que es la madre de todos los dioses, la esposa celestial y la reina del cielo. Representaciones del dios El se ha encontrado en las ruinas de la Biblioteca Real de la civilización Ebla, en el yacimiento arqueológico de Tell Mardikh (Siria), que data del 2300 a. C. En algún momento de la historia pudo haber sido un dios del desierto, pues un mito dice que tuvo dos esposas y que con ellas y sus hijos construyó un santuario en el desierto. El ha sido el padre de muchos dioses, setenta en total. Los más importantes fueron Baal Raman (Hadad), He, Yam y Mot, los cuales tienen atributos similares a los dioses Zeus, Poseidón u Ofión, Hades o Tánatos respectivamente. Los antiguos mitógrafos griegos identificaron a El con Cronos, el rey de los titanes. Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. También lo llamaban Eloáh, Eláh, que en árabe se convirtió en Allah. Imagen 12
Los Padres de la Iglesia y los teólogos de épocas posteriores hubieron de valerse de piadosos fraudes para que no se trasluciese la identidad del Sol con el Jehovah mosaico, como sin duda se hubiera evidenciado al dejar la palabra Al como estaba en el texto hebreo. El pueblo, ignorante de que los iniciados consideraban el sol físico visible como emblema del espiritual é invisible, hubiera acusado a Moisés de sabeísmo, según le han acusado ya muchos comentadores contemporáneos. El sabeísmo fue una antigua religión preislámica desaparecida, surgida en el Reino de Saba (actual Yemen), en el sur de la península arábiga. El sabeísmo era una religión que rendía culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba adorar a un solo Dios denominado Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento, como los siete planetas clásicos, llamados al-Illat. Además practicaban un ayuno de 30 días similar al Ramadán. Cada tribu sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la Luna, Júpiter, Mercurio y Venus, que tenía un templo en Sanaa. También creían en espíritus totémicos de cada tribu y en los yins (djins), seres fantásticos invisibles de la mitología semítica y árabe. Sus profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo. Según el filósofo judío Maimónides los sabeos seguían a Hermes Trismegisto y su texto sagrado era el Corpus Hermeticum, identificando a Hermes con el profeta islámico Idrís, el Henoc bíblico. En la Kaaba, el altar de La Meca, había muchos ídolos sabeos que fueron destruidos tras la conquista islámica de la ciudad. Los sabeos se dispersaron por todo el Medio Oriente. Los bahaístas, religión monoteísta cuyos fieles siguen las enseñanzas de Bahá’u’lláh, su profeta y fundador, afirman que esta era la religión de Abraham antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia hacia la gente del Libro en el Corán, aduciendo que estos eran los judíos, los cristianos y los sabeos, es decir, las religiones monoteístas, los cuales tenían derecho a practicar su credo, aunque pagando un impuesto. Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de “gente del Libro” fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y los zoroastrianos. Sin embargo, a diferencia de los mandeos y zoroastrianos, que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos antiguos desaparecieron gradualmente siendo absorbidos por el islamismo. En fechas recientes, el teólogo estadounidense Marc Edmund Jones fundó en 1923 una organización conocida como la Asamblea Sabea.

Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores. Pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los  tipos inferiores  eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio se difunde desde el centro por todo el cuerpo del microcosmos. La consideración de esta verdad mueve al físico británico John Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El  primario ordenamiento de los átomos  a que toda  acción  subsiguiente  está subordinada, escapa a  la  penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas  observaciones,  sólo cabe  afirmar  que la inteligencia  más privilegiada y la más  sutil  imaginación  retroceden confundidas ante la magnitud del problema.  No  hay  microscopio  capaz de reponernos de nuestro asombro, y  no sólo  dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir  las más íntimas energías  estructurales de la naturaleza”. La fundamental figura geométrica de la cábala que, según la  tradición y de acuerdo con las doctrinas esotéricas, recibió Moisés en el monte Sinaí, encierra en su sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene  todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan  valerse de la imaginación ni del microscopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano  de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas  observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales. Es remarcable la atrevida teoría de la pangénesis de Darwin. El primero en postular la teoría fue Aristóteles. Muchos años después Charles Darwin la retomaría para poder explicar la selección natural. Darwin explico la similitudes entres progenitor y descendiente por medio de una especulación. Él sostenía que cada órgano y estructuras del cuerpo producía pequeños rudimentos que por la sangre llegaban a los gametos. Cuando ocurría la fecundación se originaba un nuevo organismo, con los rudimentos de sus padres. Según Darwin, a esto se debían los rasgos parecidos y las similitudes entre los individuos y sus padres. La hipótesis de un germen microscópico con suficiente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito, y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.
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Si consideramos la darviniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible o lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá,  algún día el hombre comprenderá que ante sí tiene la inacabable eternidad. No sucede lo mismo en la hipótesis del biólogo británico Thomas Henry Huxley (1825 – 1895) acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Admite un protoplasma universal que, al formar las células, origina la vida. Este protoplasma es, según HuxIey, idéntico en todo  organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital. Pero excluye de ellas el divino influjo y deja  sin resolver el problema. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, dice HuxIey, trascienden toda investigación filosófica”. Sin  embargo, mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de HuxIey, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del  espíritu, mientras que  una vez  muertas  las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende Huxley. Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la base de comprobadas experiencias. Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del  espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles. Y aunque los preceptos de Delfos no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos  afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, el materialismo ya empezaba a corroer las raíces de la fe. Los preceptos de Delfos constituyen el valioso legado de conocimiento que los Sabios de la antigua Grecia dejaron a las generaciones futuras. Los antiguos sacerdotes griegos no daban consejos ni oían las confesiones de los fieles. Su labor consistía principalmente en la realización de sacrificios y otros ritos. La educación moral de los jóvenes era llevada a cabo primero por los paidagogoi y los paidotribes, y continuaba más tarde con los oráculos, que, además de manifestar el porvenir y la voluntad de los dioses, establecían un orden moral y asesoraban en los problemas de la vida cotidiana por los que se les consultaba.
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De todos los oráculos, el más famoso en el mundo antiguo fue el Oráculo de Delfos. En el pronaos del templo de Apolo, en Delfos, estaban recogidos los principales preceptos morales por los que se debían regir los griegos, bien en los muros, el dintel e incluso en algunas columnas de alrededor del templo. Los 147 Preceptos Délficos o Máximas Pitias eran frases sencillas atribuidas a los Siete Sabios de la antigüedad: Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Solón de Atenas, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos, Periandro de Corinto y Quilón de Esparta. En el frontón del templo destacaban dos preceptos de Delfos, fácilmente visibles para los visitantes que se acercaban: Conócete a ti mismo y nada en exceso. La admiración de los antiguos griegos por estas máximas del Oráculo de Delfos era tan grande que el poeta lírico Píndaro (522 a.C.) considera a los Siete Sabios los hijos del Sol, la luz que ilumina y guía al hombre en su camino hacia la virtud. Estos preceptos fueron seguidos después por otras culturas y presentadas en ocasiones como principios religiosos. Pocos eran los verdaderos  adeptos é iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto. Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su  diálogo con Esculapio; la época en que impíos extranjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes egipcios andaban dispersos, buscando refugio en las comunidades herméticas, llamadas más tarde esenios,  donde sepultaron en un mayor secreto la ciencia esotérica. El mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en  la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos. Los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis”, porque  Isis es el símbolo de la naturaleza. Pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. Hay quienes niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que  levantan con la punta del escalpelo. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la  mesa de disección, el forense necesita ojos no corporales. Asimismo, para descubrir la verdad,  cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.
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La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal. La gente podrá tener idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle cualidades humanas. Sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible Ain Sof. Ain Sof (“sin límites“) es el Todo Supremo de la Cábala, aquello que podemos llamar Dios en su aspecto más elevado, no siendo, en el sentido estricto de la palabra un «ser», ya que, siendo auto-contenido y auto-suficiente, no puede ser limitado por la propia existencia, que limita a todos los seres. Del Ain Sof emanan las sefirot para formar el Árbol de la Vida, que es una representación abstracta de la naturaleza divina. Ain Sof es el No Ser, un principio que permanece no manifestado y es incomprensible a la inteligencia humana. Hace alusión directa a un Dios “increado“, que está más allá de la creación, siendo diferente a esta, por lo que la creación, perteneciendo a una dimensión creada, no puede comprenderlo. En algunas doctrinas y sociedades secretas, es llamado El Incognoscible. Las escuelas Gnósticas lo consideraban el Supremo, infinitamente superior a “El Creador” o Demiurgo. En la Masonería es el Dios Supremo, superior incluso al Gran Arquitecto del Universo. Vemos que los filósofos  positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda  contingencia de que el universo sea obra del azar, pues equivaldría a suponer que los postulados de Euclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas. Pero muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud  es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los judíos. Pero los hebraístas que lo han descifrado no se vanaglorian de su  erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos  comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que éstos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, aún es menos conocida la cábala universal de Oriente. Pocos son sus adeptos. Pero estos privilegiados, herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeo”, no  pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, algunos viajeros han topado con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de  Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas  cuyos misteriosos signos atraen la atención.

El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien  sus  compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma  que lo aparentemente más absurdo del  Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este erudito judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy  olvidadas ramas de las ciencias  naturales. Conocían  por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los  secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales, que les  daban conocimientos tanto en psicología como en fisiología. No es casualidad que los adeptos, educados en los misteriosos santuarios de los templos, tanto en la magia como en las ciencias ocultas, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la ciencia contemporánea. Los  Vedas y las leyes de Manú, que son documentos de gran antigüedad, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes. Que se sepa, hasta finales del siglo XIX se enseñaba en Japón y China, sobre todo en el Tíbet, la magia caldea. En los países occidentales la magia es tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en sus  profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la  formación de la Tierra y la inmortalidad del alma. Se congregaban los iniciados al filo de media noche para meditar sobre lo que es y  lo que ha de ser el hombre. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años a.C., pero hay evidencias de que los  misteriosos ritos de las sacerdotisas valas, o mujeres sabias, de la raza de los gigantes, son muy anteriores a dicha época. Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia, ya que fue el fundador de la religión de los magos. Pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo  se le debe  considerar  como  reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios. Se considera que casi todos los libros antiguos están escritos en un lenguaje sólo entendible por los  iniciados.  Como ejemplo tenemos la biografía de Apolonio de Tyana, que, según dicen los cabalistas, es un  verdadero compendio de filosofía  hermética, con reminiscencias de las tradiciones relativas al rey Salomón.
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La biografía de Apolonio parece fantasía, ya que los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. Su viaje a la India simboliza las pruebas del neófito. Y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la  plática que sostuvo con el rey Hiarkas, así como en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. El mago y escritor ocultista francés Alphonse Louis Constant, conocido como Eliphas Levi,  indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Hiram I, rey de la ciudad fenicia de Tiro entre los años 969 y 939 a.C., sucedió a su padre Abibaal como rey de Tiro. Y durante su reinado su ciudad creció hasta dejar de ser una población satélite de la vecina ciudad de Sidón, y convertirse en una de las principales ciudades fenicias. Bajo el gobierno de Hiram se sometió una revuelta en la primera colonia tiria, la ciudad de Útica del Norte de África, situada cerca del emplazamiento de la futura Cartago. Según la Biblia, Hiram envió mensajeros a Salomón para ofrecerle sus respetos después de que éste fuera coronado como sucesor de David, y tras convertirse en el más poderoso gobernante de la región, al ocupar el vacío dejado por Egipto y Asiria. A través de su alianza con Salomón, Hiram pudo acceder a los mercados egipcios, árabes y mesopotámicos. Los dos reyes aunaron esfuerzos por crear una nueva ruta comercial que comunicara los lejanos países de Saba y Ofir, a través del puerto de Esyon-Gueber, donde hoy día se yergue la ciudad de Eilat. Para construir el Templo de Jerusalén, que proyectaba consagrar a Yaveh, Salomón necesitaba maderas finas, por lo que comerció con Hiram, intercambiando veinte mil cargas de trigo y veinte mil medidas de aceite por la apreciada madera de cedro del Líbano. Los obreros de Salomón y de Hiram trabajaron conjuntamente, extrayendo madera y cortando piedra en las canteras, para terminar el templo. Hiram amplió los puertos tirios, a la vez que unió las dos islas donde se asentaba la ciudad, erigiendo un palacio real y un templo dedicado a Melkart, divinidad fenicia de la ciudad de Tiro. Pero la arqueología moderna no ha encontrado evidencias de estos trabajos. Hiram también es una figura alegórica del ritual masónico que delinea al maestro constructor del Templo de Salomón, construido alrededor del año 988 a.C.

Si prescindiendo de las  enseñanzas  puramente metafísicas de la cábala,  se tuviese en cuenta el ocultismo fisiológico, se podrían obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación, basada en el examen de los tratados  científicos de los árabes, puede aplicarse a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe más anatomía, fisiología y terapéutica, pero ha perdido el verdadero  conocimiento por su criterio restringido e inflexible materialismo. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos, cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos.  Asimismo, los cirujanos actuales confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitarlo. En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas la de blondas, encajes y postizos femeninos. El periódico La Tribuna, de Nueva York, en su crítica del Papiro de Ebers,  decía: “Verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol. Los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polveras eran ya necesarios hace 3.400 años”. Draper, en su obra Conflictos entre la religión y la ciencia,  reconoce que a los sabios antiguos les corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de  los descubrimientos que se atribuyen los modernos. Y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda  Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años antes. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de  eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los eclipses de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han  corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron el año tropical  con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su cielo llamado saros,  que constaba de 6.585 días, con un error de diez y nueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos,  pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones  de las estrellas detrás de la luna. Según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos  conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban  por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas, que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras, no ha de ser descubierto por las  tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.
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Draper cuenta parte de la verdad, pero  no  toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que se enseñaban en los Misterios. Ningún pueblo fue tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales plasma una idea que combina lo divino é invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por  estricta  analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y fuerzas cósmicas. Respecto a la eficacia de las investigaciones geométricas, el geómetra norteamericano Jorge Felt, opinaba que los antiguos egipcios destacaron en la arquitectura, geometría, cálculos astronómicos, entre otros temas. La primitiva ciencia y religión egipcia influyeron en la filosofía masónica. Las admirables estatuas de sus templos, tomaban como modelo las “invisibles entidades del aire” y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían a la eficacia de procedimientos alquímicos y cabalísticos. Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos. El descubrimiento de las energías electromagnéticas ha  permitido señalar la analogía entre los mitos divinos y las energías  naturales. El dedo ideico era un dedo de hierro fuertemente magnetizado y usado en los templos para fines curativos. Producía maravillas en la dirección señalada, y por lo tanto se decía que tenía virtudes mágicas. Por ello tuvo gran  importancia en la magia médica. El dedo de hierro era atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas. Bart interpreta los mitos antiguos bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos. A este propósito, dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas  magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza,  sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron el cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el  fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones  secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza?”. De la misma opinión era Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.

No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo demuestra un pasaje del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa–Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda  enfermedad mortal”. Pero los antiguos daban a veces título de dioses a hombres eminentes, y por lo tanto, la divinización de mortales y considerarlos como dioses no prueba  que fuesen politeístas. La filosofía hermética era muy secreta. Por esta razón a Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney (1757 – 1820), escritor, filósofo, orientalista y político francés, le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los símbolos  materiales, siendo así que eran meras representaciones de principios esotéricos. También Charles-Francois Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este tema, atribuye la significación de los símbolos religiosos exclusivamente a la astronomía. Eberhard Baumgartner, uno de los alquimistas más notables, y otros autores alemanes de los siglos XVIII  y XIX, derivan la magia de  los mitos platónicos del Timeo. Nadie niega la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo prueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas. Y, gracias a sus indagaciones, está demostrada la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice Joseph Ennemoser, traductor del libro History of Magic: “Herodoto, Tales,  Parménides,  Empedocles,  Orfeo y Pitágoras  aprendieron en  Egipto y demás países  orientales filosofía natural y teología”. En Egipto se instruyó Moisés y parece que Jesús pasó allí los años de su primera juventud. En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta  Ennemoser: “¿Por qué se sabe  tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países?. Se supone que fue por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque  igualmente puede atribuirse a la pérdida de obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa Pompilio (753 – 674 a. C.), segundo rey de Roma después de Rómulo, encontrados en su tumba y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar  los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del  pueblo  mandaron  quemarlos en público“.
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La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filón de Alejandría que la magia “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes” . Con el tiempo degeneró  en hechicería y se atrajo la animadversión general. Pero hemos de considerarla tal como fue cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de  las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes como se cree, sino los magos. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi.  La  magia es coetánea de  las primeras razas humanas. Juan Casiano, escritor cristiano del siglo IV y V, menciona un tratado de magia que, según la tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, a su vez hijo de Adán. Batria, sacerdotisa de Thoth e iniciada esposa de Faraón, fue la que instruyó a Moisés en aquella sabiduría. Asimismo, Batria era madre de la princesa egipcia Termutis, que salvó a Moisés de las aguas del Nilo. De  Moisés dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras”. Justino Mártir (100 -162), uno de los primeros apologistas cristianos, apoyado en la autoridad del historiador galo-romano Cneo Pompeyo Trogo, afirma que José, hijo de Jacob,  aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios. En determinadas ramas de la ciencia, sabían los antiguos más de lo que hasta ahora se ha descubierto. El doctor A. Todd Thomson,  que  publicó la obra Ciencias ocultas, dice al respecto: “Los conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad humana eran  mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Franz von Baader, místico cabalista, que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”. Origenes, discípulo de la escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley”, con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas. San Jerónimo dice que los judíos de Tiberiades y Lida eran singulares  maestros en hermenéutica mística. Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores,  con  distinto nombre, de la escuela de los esenios. Franz Joseph Molitor, místico cabalista alemán, reivindica la cábala hebrea y dice: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología  y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con el deterioro de las verdades  positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación“.

Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas, cuyo objetivo era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de  la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas  enseñanzas era la magia, separada en la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia blanca se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia negra se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicos delitos. El clero de las tres principales iglesias cristianas, la griega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo, católicos y protestantes condenaban a la hoguera a los infelices  médiums que se comunicaban con las entidades astrales y, a veces, con las desconocidas fuerzas de la naturaleza. Dice Plutarco, en Teseo, que los geógrafos antiguos  llenaban los márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas, cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Algo similar hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras los teólogos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, los científicos afirman que  nada hay más allá de la materia. Sin embargo, muchos escépticos pertenecen a logias masónicas. Todavía existen los rosacruces, que sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha  venido a resolver las incógnitas existentes. No estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos. Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución física. Un saros (o un ciclo de saros) es un periodo de 223 lunas, lo que equivale a 6585.32 días (aproximadamente 18 años y 11 días) tras el cual la Luna y la Tierra regresan aproximadamente a la misma posición en sus órbitas, y se pueden repetir los eclipses. El registro histórico más antiguo que se ha descubierto acerca de los ciclos de saros se encuentra en Irak. En los últimos siglos a. C., los caldeos, antiguos astrónomos babilónicos, ya sabían que los eclipses cumplían un ciclo de 18 años. El descubridor de este ciclo de eclipses podría haber sido el astrónomo caldeo Beroso (350-270 a. C.). Así lo afirma Eusebio de Cesarea (275-339) en su libro Crónica, donde menciona por primera vez la palabra griega saros. Pero la palabra sumeria/acadia šár, de la que seguramente se deriva la palabra saros, era una de las antiguas unidades de medida en la Mesopotamia, y como un número parece haber tenido un valor de 3600.
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Supone erróneamente el diccionario Webster que los caldeos llamaban saro al ciclo de los eclipses cuya  duración era de unos 6.586 años solares, equivalentes a la revolución de un nodo lunar. Sin embargo, el astrónomo Beroso, sacerdote del templo de Belo, en Babilonia, dice que el saro tiene 3.600 años. El nero 600 años y el soso 60 años. Al termino de cada siete saros las zonas glaciales y tórridas cambian gradualmente de sitio. Las glaciales se mueven poco a poco hacia el Ecuador y las tórridas, con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. A este respecto hay que tener en cuenta que al fin del período terciario descendió la temperatura en el hemisferio septentrional hasta el grado de convertir la zona tórrida en un clima glacial.  Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas. Como quiera que cada diez milenios se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de heliaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración exacta y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año heliaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según la tradición popular, la tierra sufría alternativamente  catástrofes plutónicas, por el agua, y volcánicas, por el fuego, en estas dos estaciones del año heliaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca. Pero tanta incertidumbre hay con respecto a la duración del año heliaco, que ninguno se aproxima tanto como Heródoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años.  En  opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo, arquitecto griego nacido en Argos a finales del siglo V a.C., la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, que eran hombres de talla gigantesca y edificaron la famosa torre de Babel. Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y habían recibido enseñanzas  secretas de sus padres, los llamados “hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los  templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. Esto obliga a revisar el relato bíblico, según el cual sólo Noé y su  familia escaparon del diluvio, enviado precisamente para castigo de los gigantes. Pero los  sacerdotes babilónicos no tenían interés alguno en falsear la verdad. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que, aparte del gran diluvio de Ogyges, habían ocurrido otros  igualmente  copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año heliaco.

Conviene recordar que  los antiguos indos conocían ya el sistema heliocéntrico y de ellos lo aprendió Pitágoras junto con los fundamentos de la astronomía. Los períodos llamados  yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis  representan verdaderos problemas para la cronología. El  Sâtya–yuga y los ciclos budistas nos impresionan con sus astronómicas cifras. El mahakalpa, o edad máxima, se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es, nada más y nada menos, de 4.320 millones de años solares, que se distribuyen en varias etapas. En primer lugar tenemos cuatro yugas con un total de 4.320.000 años, que se distribuyen de la siguiente manera: El Sâtya–yuga, de 1.728.000 años; el Trêtya–yuga, de 1.296.000 años; el Dvâpa–yuga, de 864.000 años; y el Kali–yuga, el actual, de 432.000 años. Estos cuatro yugas constituyen un mahâ–yuga, o yuga máximo. Y setenta y un mahâ–yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ, o duración de los crepúsculos matutino y vespertino en todo este tiempo, equivalente a un sâtya–yuga, o I.728.000 años, con lo que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000  = 308.448.000 años, que es el período llamado manvántara. Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años, y añadiendo un sandhya tendremos  4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años, o sea el mahâkalpa o edad máxima, que hemos mencionado antes.  Como quiera que nos hallamos en el kali–yuga de la  época vigésimo–octava del séptimo manvántara, aún nos falta algún trecho que recorrer  antes de llegar siquiera a la mitad de la  vida del planeta. Estas cifras derivan de cálculos astronómicos, según ha demostrado Davis en su Ensayo de investigaciones asiáticas. Muchos investigadores, entre ellos Godfrey Higgins, no pudieron averiguar cuál era el ciclo secreto. Christian von Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas. Tal vez la dificultad provenga de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad. Por ello podemos descubrir la íntima relación, establecida por los antiguos, entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad. Especialmente si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la  verdadera clave del ciclo secreto. Pero no fue capaz de descifrarlo,  pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe  al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los Números de los caldeos, cuyo texto original no se halla  en  biblioteca alguna. Pero, tal vez, está en uno de los libros de Hermes.
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Los cuarenta y dos libros sagrados egipcios que, según Clemente de Alejandría,  había en su tiempo, eran tan sólo una parte de la colección hermética. Jámblico, filósofo griego neoplatónico, apoyado en la autoridad del sacerdote egipcio Abammon, atribuye a Hermes 1.200 de estos libros y Manethon  afirma que fueron nada menos que 36.000. Sin embargo, la crítica moderna desdeña el testimonio de Jámblico por neoplatónico. Y, respecto del de Manethon, vale advertir que  Bunsen lo diputa por el más insigne historiador de su país, pero mantiene los prejuicios de la ciencia moderna contra la sabiduría de los antiguos. A pesar de todo, ningún arqueólogo duda ya de la increíble antigüedad de los libros herméticos. Champolllión está seguro de su autenticidad, corroborada por los más antiguos monumentos. Por otro lado, Bunsen aduce pruebas irrefutables de su antigüedad. Sus investigaciones demuestran que antes de Moisés hubo en Egipto sesenta y un reyes que mantuvieron la civilización del país durante miles de años y, por lo tanto, resulta evidente que las obras de  Hermes Trismegisto son muy anteriores al nacimiento de Moises. En los monumentos de la cuarta dinastía se han encontrado las plumas y tinteros más antiguos del mundo, según atestigua Bunsen, quien, no obstante, rechaza el  período de 48.863 años antes de Alejandro, a que Diógenes Laercio remonta la existencia del antiguo Egipto. Pero no tiene más remedio que confesar que de los resultados de las observaciones astronómicas egipcias se infiere que éstas abarcan un período de 10.000 años. Reconoce, además, que uno de los más antiguos tratados de cronología demuestra que las tradiciones referentes al período mitológico comprenden miríadas de años. Algunos estudiosos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000  a  24.000  años la duración del año máximo, pues creían que el último período de 6.000 años  sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, por lo que se cifraba en 24.000 años la duración del año máximo, dividido en cuatro períodos de 6.000. De aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Suponiendo lo dicho anteriormente, Higgins computa los  24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el plano que la eclíptica forma con el  plano del ecuador fue decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos debieron de haber coincidido al cabo de 6.000  años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional. Después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegase al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que, al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez neros”.

Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes mantenían sus conocimientos, está expuesto a errores y fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También provoca que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen  algunas organizaciones religiosas, como la de los adventistas, que viven en continua espera del fin del mundo. Así como el movimiento de rotación de la Tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Por esta razón vemos en la  historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales ascienden al pináculo de su grandeza y poderío para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad  humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para  escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el cielo anterior. Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son una ficción poética. La misma  ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda. Así, todos aquellos personajes que despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en el orden  espiritual, y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo. Y, por ello, no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas, mezcla de ficción y verdad, correspondientes a tiempos pasados. Las imágenes de los genios  que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas de un lago podemos ver la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento. Cómo lo de arriba es lo de abajo. Cómo en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será. El mundo siempre ha sido ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo y apenas si se acuerda de Pitágoras. A Galileo le sirvieron de guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar el sistema de Ptolomeo, cuya aportación fundamental fue su modelo del Universo, que se basaba en que la Tierra estaba inmóvil y ocupaba el centro del Universo, y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giraban a su alrededor.
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Pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han sido los descubridores de la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes ya la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el conocimiento de esta verdad demostrada. Dice el filósofo neoplatónico griego Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que, para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente el masón y rosacruz británico Hargrave Jennings en el siguiente pasaje: “¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que  la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por  cierto!  Hay en aquellas antiguas  religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos. Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas  paganas con las clásicas, con las de los gentiles, con las de los hebreos, con las cristianas y con las mitológicas, en la común creencia, basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra”. En 1848, los fenómenos espiritistas de Rochester llamaron la atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible. La familia Fox, compuesta por los padres y dos hijas, granjeros y devotos metodistas, alquiló una pequeña casa en diciembre de 1847. A los pocos meses comenzaron a vivir perturbados por ruidos y golpes inexplicables, hasta que en la noche del 31 de marzo de 1848, las niñas, como en un juego, desafiaron al poder invisible a que repitiera los golpes que ellas producían con los dedos. El reto de las muchachas fue inmediatamente atendido, y cada golpe tuvo su eco en otro similar. Esa fuerza aparentaba tener tras de sí una inteligencia independiente, lo que concedía una enorme significación al fenómeno. En principio, la madre se atemorizó, pero luego comenzó a hacer preguntas, cuyas respuestas, recibidas con un si o un no, por medio de un número convenido de golpes, demostraron que esa inteligencia tenía un amplio conocimiento de sus habitantes y sobre lo que ocurría en la casa. Esto se repitió con la intervención de una vecina y luego los demás concurrieron en masa. Formaron una especie de comité de investigación y por medio de un artefacto con letras y números, inventado por uno de los vecinos, el señor Duesler, consiguieron que la fuerza inteligente desconocida fuera marcándolos para formar palabras y frases. Se identificó como un espíritu, que había vivido como Charles B. Resma, se ganaba la vida vendiendo de puerta en puerta y había sido asesinado por dinero y enterrado en esa casa cinco años antes. El comité de investigación publicó sus resultados al cabo de un mes, y 55 años más tarde el Boston Journal confirmó en su edición del 23 de noviembre de 1904, que habían sido encontrados los restos del hombre que había sido asesinado en la casa habitada por la familia Fox.

Por una parte, los teólogos cristianos creen en la existencia de Dios y del diablo, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina. Y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro  entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Yo profundo que piensa, siente y quiere, independientemente de su envoltura mortal, no sólo cree, sino que además sabe que existe un Dios, en quién todos vivimos y que vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la intimidad de la conciencia. El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática teología cristiana, y le dé pruebas de  la inmortalidad del alma. A este propósito  dice Sir Thomas  Browne: “El  más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna  prueba auténtica de la vida futura. Y, sin  embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? Si los fenómenos espiritistas pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?  Los más eminentes  pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima, o espíritu puro,  subía a los cielos; y el umbra vagaba  alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico. “En la tumba se lee que la carne voló sobre la sombra de Orcus como un fantasma, cuyo espíritu vuela a las estrellas”. Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin  embargo, todas estas definiciones han de someterse al análisis de la filosofía. Porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que las diferencias idiomáticas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos, han inducido a error a gran número de traductores é intérpretes, que leyeron literalmente las frases de los alquimistas de la Edad Media, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón.
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Algún día comprenderán debidamente que, desde los orígenes de la especie humana, estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario.  Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina, que habían resuelto cuantos problemas caen  bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que, en continua cadena, circula el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos lleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones. La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de preclaro talento al moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidades del materialismo. La mayoría de los eruditos contemporáneos opinan que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos. Los científicos actuales pretenden invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época  reciente. El momento es propicio para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos,  fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de  los antiguos abarcaba todo conocimiento  asequible a la mente humana. Se revelarán  secretos durante  largo tiempo velados, volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos, los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias llegarán a manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas, cuyo significado sorprenda a los teólogos y a los sabios. Porque, ¿quién conoce las posibilidades del porvenir? Ha empezado  ya  la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que, si en algo hemos de creer a los antiguos, es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.

Fuentes:
  • H.P. Blavatsky – La Doctrina Secreta
  • H.P. Blavatsky – Isis sin velo

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