Abrid los ojos hacia vosotros mismos y mirad en el infinito del espacio y el tiempo. Oireis que alli vuelven a resonar el canto de los astros, la voz de los numeros y la armonia de las esferas. Cada sol es un pensamiento de dios y cada planeta una forma de ese pensamiento, y es para conocer el pensamiento divino que vosotras almas descendereis y remontareis penosamente el camino de los siete planetas y de los siete cielos suyos. HERMES TRISMEGISTO
DEDICATORIA
Allí, donde habitan las mariposas, lo hacen tambien las hadas y los angeles, la verdad y la ilusion, la alegria, el amor, la dulzura y la fantasia; los mas bellos sueños y la esperanza.
Es el lugar donde los rios son de miel y las montañas de plata y diamantes; donde los seres alados bailan moviendose al ritmo de la musica de George Harrison y el aroma del Padmini; donde puedo descansar en grandes almohadones de plumas tejidos con hilos de seda y oro. Es mi refugio, y el de muchos que sueñan encontrarlo, sin saber aún que son mariposas.
Este blog esta dedicado a todos ellos y ojala puedan disfrutarlo como parte de su camino hacia el lugar donde habitaron o habitaran algun dia
Parameshwary
Enero 2009
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miércoles, 28 de enero de 2015
3-¿Cuál era el nivel de conocimientos de las antiguas civilizaciones?
Los antiguos filósofos conocían la naturaleza interna y externa del hombre. Dividían la existencia del hombre sobre la tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales la humanidad alcanzaba gradualmente el pináculo de la civilización para luego ir sumiéndose paulatinamente en la más abyecta barbarie.
De los maravillosos monumentos de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Heródoto de otros ya desaparecidos, puede inferirse el alto grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos. Ya en la época del célebre historiador griego, muchos templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama “venerables testigos de las glorias de nuestros remotos antepasados”, eran montones de ruinas. Heródoto evita tratar de las cosas divinas y se centra en describir, en base a la información recibida, los maravillosos subterráneos del laberinto que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados, cuyos restos yacen todavía en lugares ocultos. Sin embargo, los relatos históricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan bastantes elementos para juzgar las florecientes civilizaciones de la antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes, con la pérdida de muchos de sus secretos.
En las excavaciones efectuadas en Mariette–Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de madera y otros objetos artísticos, cuyo examen muestra que muchísimo antes de las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la perfección artística, hasta el punto de maravillar hasta a los más entusiastas partidarios del arte helénico.
En una de sus obras, el egiptólogo John Taylor describe dichas estatuas diciendo que es verdaderamente inimitable la belleza plástica de aquellas testas con. ojos de piedras preciosas y párpados de cobre. A mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos expuestos en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott, se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la doctrina hermética de los ciclos. Un entusiasta helenista, el doctor Heinrich Schliemann, descubridor de Troya, halló en las excavaciones efectuadas en el Asia menor notorias huellas del progreso gradual de la barbarie a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la barbarie. Así, pues, el hombre antediluviano llegó a altas cotas de civilización.
Según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan en un mismo tiempo a toda la humanidad. Así lo corrobora el científico, filósofo e historiador del siglo XIX, John William Draper, al decir que los períodos en que a la geología dividió los progresos del hombre, no comprenden simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo algunas de las tribus indias de América o de los indígenas de Nueva Guinea que, en el siglo XIX, e incluso más tarde, todavía estaban en una cierta Edad de Piedra. Los cabalistas versados en el sistema pitagórico saben que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus fundamentos”.
Algunos filósofos actuales ponderan el aristotélico método inductivo en perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan sólo en ir de lo particular a lo universal. Draper lamenta que los místicos especulativos, como Amonio Saccas y Plotino, suplantaran a los rigurosos geómetras de las escuelas antiguas. Pero no tiene en cuenta que la geometría es, entre todas las ciencias, el más acabado modelo de síntesis, que procede de lo universal a lo particular, siguiendo el método platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas únicamente en las condiciones del mundo físico, utilicen el método aristotélico. Pero como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, las investigaciones meramente físicas no podrán transponer la esfera del mundo material.
La teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu, demostrando matemáticamente la existencia de ambos principios.
Las combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el arduo problema. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión, se reabsorben en el infinito.
La fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica. Y si en el actual ciclo vamos saliendo apenas del arco inferior, algún día tendremos la prueba de que, en época muy anterior a Pitágoras, estuvo en el punto culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir eternamente en la memoria de los hombres. En la Teogonía de Mochus vemos que el Eter es el primero y después le sigue el aire, los dos principios de los cuales nace Ulom, el Dios inteligible, el universo visible de materia.
Las ciencias enseñadas en los santuarios estaban veladas por el más sigiloso secreto. Esta es la causa de la poca consideración en que hoy se tiene a los filósofos antiguos. Y más de un comentador acusa de incongruentes a Platón y Filón el Judío, por no advertir el propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas que deja perplejos a los lectores del Timeo.
Las veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema confusión a sus comentadores, que llegaron a alterar muchos pasajes del texto, creyendo que estaban equivocadas. Así tenemos que, con respecto a la frase: “Del canto el orden de la sexta raza cierra“, la interpretación correcta sería la aparición de la sexta raza en la consecutiva evolución de las esferas. Pero George Burges (1786–1864), traductor de obras de Platón, opina que el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado”. Hay una opinión actual generalizada de que los sabios de la antigüedad no tuvieron el profundo conocimiento de las ciencias experimentales que se tiene en la actualidad. Algunos comentadores sostienen que si algo sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo, aunque las enseñanzas de los filósofos antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto secreto cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia.
La doctrina de la metempsícosis, ridiculizada por los científicos y combatida por los teólogos, es un concepto sublime para quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la materia é inmortalidad del espíritu.
La metempsicosis, o metempsícosis, es una antigua doctrina filosófica griega basada en la idea tradicional de la constitución triple del ser humano, espíritu, alma y cuerpo, que afirma el traspaso de ciertos elementos psíquicos de un cuerpo a otro después de la muerte. En Occidente esta creencia fue mantenida por el orfismo y el pitagorismo y aceptada por Empédocles, Platón, Plotino y los neoplatónicos, que hallaron en ella un modo apto para justificar la teoría de la preexistencia del alma que desembocaría, con Platón, en la teoría de la Reminiscencia, forma de adquirir conocimiento que consiste en recordar lo que el alma sabía cuando habitaba en el mundo inteligible de las ideas antes de caer al mundo sensible y quedar encerrada en el cuerpo.
La palabra metempsicosis suele traducirse como reencarnación, aunque ambos términos se refieren, sin embargo, a cosas distintas. Podría traducirse como “traspaso del Alma“. El Espíritu es el que peregrina a través de los distintos seres, como el hilo atraviesa las cuentas de un collar, para vivificarlos momentáneamente. Para otros representa el equivalente griego de la doctrina hindú de la transmigración de las almas.
Según Ananda Coomaraswamy, destacado orientalista, la metempsicosis no es sino la herencia directa o indirecta de las características psicofísicas del fallecido, características que no se lleva con él al morir y que no son una parte de su esencia verdadera, sino sólo su vehículo pasajero y más exterior.
René Guénon, filósofo francés, va más allá en su concepción de la metempsicosis. Según él, esta consistiría en que en el individuo hay elementos psíquicos que se disocian después de la muerte y pueden pasar entonces a otros seres vivos, hombres o animales, sin que eso tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de que, después de la disolución del cuerpo de esa misma persona, los elementos que le componían puedan servir para formar otros cuerpos. En los dos casos, se trata de elementos mortales del individuo, y no de la parte imperecedera que es su ser real y que no es afectado de ninguna manera por esas mutaciones póstumas. La disolución que sigue a la muerte no recae solo sobre los elementos corporales, sino también sobre algunos elementos que se pueden llamar psíquicos. Estos elementos, que, durante la vida, pueden haber sido propiamente conscientes o solo «sub-conscientes», comprenden todas las imágenes mentales que, al resultar de la experiencia sensible, han formado parte de lo que se llama memoria e imaginación.
Estas facultades son perecederas, es decir, sujetos a disolverse porque, al ser de orden sensible, son literalmente dependientes del estado corporal.
Por otra parte, fuera de la condición temporal, que es una de las que definen este estado, la memoria no tiene evidentemente ninguna razón de subsistir. Los espiritualistas dicen que la reencarnación no es idéntica a la metempsicosis. Pero, según ellos, solo se distingue de ella en que las existencias sucesivas son siempre “progresivas“, y en que deben considerarse solo para los seres humanos, Según Allan Kardec, en su Le Livre des Espirits: “Hay entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina moderna de la reencarnación, esta gran diferencia, a saber, que los espíritus rechazan de manera absoluta la transmigración del hombre en los animales, y recíprocamente“.
Generalmente se confunde la metempsicosis con la doctrina de la transmigración de las almas y con la idea de la reencarnación. Respecto a la confusión con la reencarnación, el ocultista francés Gérard Anaclet Vincent Encausse (Papus) dice lo siguiente: «Es menester no confundir jamás la reencarnación y la metempsicosis, puesto que el hombre no retrograda y el espíritu no deviene jamás un espíritu de animal, salvo en el plano astral, en el estado genial, pero esto es todavía un misterio».
Dice René Guénon, filósofo francés, respecto a esta misma confusión, diferenciando la metempsicosis de la reencarnación: “Entiéndase bien que, cuando se habla de reencarnación, eso quiere decir que el ser que ha estado ya incorporado retoma un nuevo cuerpo, es decir, que vuelve al estado por el que ya ha pasado; por otra parte, se admite que eso concierne al ser real y completo, y no simplemente a los elementos más o menos importantes que hayan podido entrar en su constitución“.
La confusión que hace proliferar las elucubraciones sobre la metempsicosis se debe al deficiente conocimiento de la idea de la constitución triple del ser humano, lo que hace que se confunda, como primera cosa, el espíritu con el alma. Esta confusión no es nueva y se puede rastrear en distintos textos filosóficos posteriores al Renacimiento, particularmente en Descartes. Cabe destacar la alta adhesión que han alcanzado creencias como la reencarnación, fundada en este tipo de confusiones. Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el magno problema de la eternidad. La armónica variedad de la dual evolución del espíritu y de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de Pitágoras, idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha demostrado el orientalista Martín Haug en su traducción del Aitareya Brâhmana, del Rig Veda, antes desconocido por los occidentales.
Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico identifican en el número el significado esotérico. En el sistema pitagórico depende de la mística relación entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el brahmánico, del número de sílabas de cada versículo de los mantras.
Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro, que sostuvo que el Demiurgos sé valió del dodecaedro para construir el universo.
Si comparásemos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; Pero ¿qué sabio desperdiciaría su tiempo en las quimeras de los antiguos? A pesar de las pruebas en sentido contrario, se niega que civilizaciones en épocas arcaicas, e incluso los filósofos griegos, tuviesen conocimientos del sistema heliocéntrico.
En los Vedas encontramos pruebas de que 2.000 años a.C. los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico, que tampoco ignoraban Platón y Pitágoras, por haberlo aprendido en la India. A este respecto tenemos unos párrafos del Aitareya Brâhmana, texto bráhmana (explicativo) asociado al Rig-veda: “El Mantra–Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la Tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la Tierra era una enorme cabeza calva. Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La Tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras. La descripción de la Tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire.
Asimismo, los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos a.C. El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras (código moral) y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol, que implica un conocimiento del sistema heliocéntrico. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe”.
El pasaje trascrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición.
En uno de los nividas (letanías en prosa) más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió fue condenada Anâhit (que simboliza la Tierra en la leyenda india) a girar alrededor del sol“.
Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Estos sacrificios duraban un año y correspondían a la aparente carrera del sol. Según dice Martin Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades”.
Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmamas tan sólo al 1.200 o 1400 a.C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 Y 2.000 a.C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas.
Sin embargo, como está probado que el Sku–King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi–King (Libro de las Odas), ambos chinos, datan de 2.200 años a.C., los filólogos modernos deberían admitir la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos.
No obstante, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo del emperador romano Julio César como puedan serlo en nuestros días.
Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días, tal como aún subsisten. El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días, calculados con tanta exactitud, que no se descubrió ningún error en las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma.
Pero al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días en relación al tiempo exacto.
Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a unos 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos, simbolizados en los devas, y los iranios, simbolizados en los asuras. Haug opina que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
Los filósofos reconocen que tanto los brahmanes, como los budistas y los pitagóricos, enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo. Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte por enseñarlas.
De acuerdo con los brahmanes, Pitágoras y Sócrates enseñaron que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia, que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una, el alma astral o cuerpo fluídico, es corruptible y perecedera, mientras que la otra, augoeides o partícula del Espíritu divino, es incorruptible é imperecedera.
El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que necesita del Espíritu para actuar y vivir. Es el único principio eficiente, cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos, la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirmaba que “el hombre es inmortal como el mismo Dios”.
El texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente”. El especialista en lenguas clásicas, James Drummond, demuestra que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido de los textos, modificando incluso el significado del nombre de Dios, que traducen por El, cuando el original dice Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth–El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol.
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