En la mitología japonesa, dos fuentes principales hablan del origen del mundo. Se trata del Kojiki, escrito en el año 712, y el Nihongi, finalizado en el 720. Ambas obras fueron concebidas bajo los auspicios del emperador Temmu y responden a la voluntad política de dar un origen mítico a la dinastía.
El hecho de que los dos textos se hayan conservado escritos responde precisamente a esa voluntad histórica, ya que el emperador y las clases gobernantes pretendían hacer coincidir el origen del mundo con el origen de la historia, y para ello era esencial que sus antepasados (convertidos en divinidades) estuviesen presentes en él.
El fragmento que narra el principio de la creación es bastante críptico en ambos relatos, ya que no sólo se citan los nombres de los dioses sin especificar cómo se produjo su nacimiento, sino que algunas de las divinidades que aparecen no vuelven a mencionarse ni una sola vez.
Tras la separación entre el cielo y la tierra, surgieron una serie de dioses, entre ellos, las denominadas cinco Divinidades Celestiales y las Siete Generaciones de la Era de los Dioses. Asimismo se hacen referencias a la Alta Planicie Celestial, la Augusta Columna Celestial y la Estrella Polar. Esta última simboliza el Gran Uno, que puede identificarse tanto con el principio primigenio como con la figura del emperador y sus antepasados.
La explicación de la formación del mundo que ofrece el Nihongi está muy influida por la concepción china y es más esclarecedora, en primer lugar, porque utiliza una sencilla imagen (un huevo), y, en segundo lugar, porque se percibe un cierto afán ordenador, ya que hace referencia a los principios femenino y masculino (la dualidad yin/yang):
“Cuando el cielo y la tierra no estaban todavía divididos, yin y yang tampoco estaban separados, su masa caótica era como un huevo de gallina, indeterminado e ilimitado, y contenía un germen. Lo puro y claro se extendió de forma tenue y se convirtió en el cielo: lo pesado y turbio se depositó y se convirtió en la tierra. Al unirse lo tenue y maravilloso, la concentración fue fácil; al fortalecerse lo pesado y turbio, la solidificación resultó difícil. Por eso surgió primero el cielo y luego se formó la tierra. A continuación generaron entre ambos a los seres divinos.”
La Pareja Creadora
El siguiente pasaje se inicia con la presentación de las dos divinidades primigenias que dieron paso a la creación: Izanagi (dios masculino) e Izanami (su hermana menor), dos de los últimos miembros de las anteriormente citadas Siete Generaciones de la Era de los Dioses.
Antes de unirse conyugalmente (según les habían ordenado las divinidades celestes) debían dar una vuelta de carácter ritual alrededor de la Augusta Columna Celestial (vínculo entre el cielo y la tierra), situada en el centro de la Sala de Ocho Brazas (en la concepción japonesa del universo, el número ocho representa la totalidad; esta sala es, por tanto, una representación del mundo a pequeña escala, un microcosmos).
Él por la izquierda y ella por la derecha, cuando vuelven a encontrarse se emparejan y de su unión nace un primer hijo malogrado (Hiruko, el niño-sanguijuela), que es abandonado a su merced en un bote en medio del océano (se convertirá en la divinidad protectora de los pescadores). De sus relaciones posteriores surgieron varias islas (entre ellas, el conjunto llamado Gran País de las Ocho Islas, nombre mítico por el que es conocido Japón), numerosas divinidades y los mares, los ríos, las montañas, los árboles y las hierbas de todo el universo.
Cuando Izanami estaba a punto de dar a luz un nuevo dios, murió quemada, ya que este último y póstumo vástago es Kagutsuchi (el dios del fuego). Como su alumbramiento supuso la destrucción de su procreadora, este principio-dios tiene un poder devastador. De ahí que su padre, Izanagi, abatido por la pérdida de su esposa, lo degollara con su espada de diez palmos de largo. De las ocho gotas de sangre del infanticidio divino surgieron otras tantas divinidades (llamadas dioses nacidos por la espada y relacionadas todas con partes de la montaña: rocas, hierbas, guijarros, árboles, etc.).
Una de las propiedades de los seres divinos es su capacidad de metamorfosearse, por ello Kagutsuchi se transforma: de los pedazos de su cuerpo surgen otras deidades relacionadas con el fuego, pero en su vertiente “domesticada” y no peligrosa
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