Su origen y su entorno geopolítico e histórico
Esta es una visión un poco atípica sobre los cátaros, ya que nos entretenemos, en gran parte, en sus orígenes, así como en el entorno geopolítico e histórico que propició este movimiento religioso – filosófico.
El pretendido tesoro de los cátaros ha inducido a muchos cazadores de fortunas a su búsqueda.
Pero si en realidad existió este tesoro, los cátaros supieron esconderlo. De todas formas, el secreto de su existencia se fue a la tumba con los cátaros.
Se ha especulado mucho, sobre todo con el Santo Grial, que supuestamente los cátaros custodiaban. El Santo Grial parece ser que se guardaba en el castillo de Montsègur, último bastión que fue destruído por los cruzados en la persecución de los cátaros.
La leyenda dice que el ángel Lucifer lucía sobre su cabeza una corona en cuyo centro tenía incrustada una gran esmeralda. A su caída, Lucifer se convirtió en el Príncipe de las Tinieblas, con lo que esta esmeralda se transformó en el Grial, poseyéndola los cátaros, y que por causa de las persecuciones, escondieron en el castillo de Montsègur.
La leyenda dice que un ejército del mismo Lucifer se dirigió a las murallas del castillo cátaro de Montsègur, con el fin de recuperar el Santo Grial, y con ello la esmeralda que Lucifer volvería a colocar en su corona. No obstante apareció sobre el castillo cátaro de Montsègur una paloma blanca, recogiendo el Grial y transportándolo al monte Tábor, donde fue custodiado por Esclaramunda, hermana del conde de Foix, Raimundo Roger I.
Otra de las versiones se debe principalmente al investigador y arqueólogo nazi Otto Rahn, que se trasladó en el año 1931 al castillo cátaro de Montsègur en busca del tesoro de los cátaros y del Grial, no encontrando ni uno ni otro.
Dice Rahn que existían diversos túneles por donde probablemente los cátaros huyeron con su tesoro. Una de las leyendas dice que por la escarpada garganta Lasset, junto al castillo cátaro de Montsègur, cuatro Buenos Hombres, de los que se conocen el nombre de tres de ellos, Amiel Alicart, Hugo y Poitevin, trasladaron el tesoro de los cátaros a un lugar desconocido.
Fueron muchas expediciones en busca del tesoro de los cátaros y del Santo Grial, entre ellas los hombres de las SS nazis. El fenómeno cátaro apareció en Occidente en los alrededores del siglo X, una época en que las herejías eran denunciadas por todas partes en Europa. La mayoría de las veces se las calificaba como maniqueas.
Maniqueísmo es el nombre que recibe la religión universalista fundada por el sabio persa Mani, o Manes (215-276), quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la humanidad.
El término cátaro, que significa puro, apareció más tarde.
Hablando de los cátaros de Renania, el benedictino Eckbert de Shonaü, rector de la catedral de Colonia, decía que celebraban una fiesta en honor de Manes, mientras que el obispo de Chalón, Roger de Hainault, escribió al obispo de Lieja para comunicarle que los cátaros de su diócesis pretendían recibir, por la imposición de las manos, el Espíritu Santo, que no era otro que el propio Manes.
Mani fue un líder religioso iraní, fundador del maniqueísmo, una antigua religión gnóstica que llegó a alcanzar una gran difusión, aunque aparentemente se encuentra extinta en la actualidad. Si bien sus escritos se han perdido, sus enseñanzas se han conservado parcialmente en manuscritos coptos, procedentes de Egipto, y en textos más tardíos del maniqueísmo, que se desarrolló posteriormente en China, principalmente en la región de Turfán, y en el Turquestán. Mani, nombre cuyo significado es joya, pertenecía por su origen a la nobleza parta. Su padre, Pattig, procedía de Hamadán, y su madre pertenecía a la familia de los Kamsaragan, emparentada con la dinastía reinante en el Imperio Parto, los Arsácidas. Partia fue un imperio en el territorio de la actual Irán fundado por los partos en el siglo III a. C.
La región de Partia quedaba al noreste de Irán conocido sobre todo por haber sido la base política y cultural de las dinastías arsácidas por las que el Imperio arsácida es entonces conocido también como el Imperio parto. El nombre latino Parthia deriva del antiguo persa Parthava o Partawa, que era la designación que los partos se daban a sí mismos en su idioma y que significaba «de los partos».
Mani pasó su infancia y juventud en el seno de una comunidad judía ascética conocida como los elcasitas. Según los relatos biográficos de al-Biruni, conservados en una enciclopedia del siglo X, el Fihrist, de Ibn al-Nadim, recibió una revelación de un espíritu al que llamaba Syzygos, o “Gemelo“. Cuando tenía alrededor de 25 años, comenzó a predicar su nueva doctrina, basada en la idea de que podía alcanzarse la salvación mediante la educación, la negación de uno mismo, el vegetarianismo, el ayuno y la castidad.
Más adelante, anunció que era el Paráclito prometido en el Nuevo Testamento, el Último Profeta y el Sello de los Profetas, último de una serie de hombres enviados por Dios, que incluía a Set, Noé, Abraham, Shem, Nikotheos, Henoc, Zoroastro, Hermes, Platón, Buda y Jesús.
Durante su vida, los primeros misioneros de Mani difundieron la nueva fe por Persia, Palestina, Siria y Egipto. En vida de Mani, el mismo emperador del Imperio sasánida, Sapor I, fue amigo y protector de Mani y favoreció la divulgación de su mensaje por el Imperio. Mani tuvo más seguidores entre la nobleza, como la reina de Palmira, Zenobia, que abrazó la fe de Mani y acometió la empresa de difundirla hacia Egipto y más allá. Según parece, murió en prisión por orden del emperador sasánida Bahram I.
Las fuentes discrepan en cuanto a la forma de su ejecución. El escritor libanés Amin Maalouf escribió una novela histórica acerca de la vida de Mani, titulada Les jardins de lumière (Los Jardines de Luz, 1991). Los jardines de luz narra la biografía ficticia de Mani, líder religioso iraní fundador del maniqueísmo. Con los pocos datos existentes sobre este personaje, Maalouf recrea lo que pudo haber sido su vida, mezclando en la novela personajes y hechos reales con ficticios.
Mani, protagonista de la novela, fundó una doctrina universal conocida como Maniqueísmo, en la que las tres religiones más extendidas del momento, cristianismo, budismo y zoroastrismo se conciliaban en una visión humanista del mundo, cruelmente perseguida por los diferentes imperios de su tiempo. En este libro seguimos la vida de Mani, desde su inicio en una secta cristiana de Ctesifonte, de la que huye al serle revelado por su «alma gemela» su deber en la vida, que es propagar un grito en el mundo, una nueva visión de la vida.
Así, Mani comienza un viaje que lo llevará por Irán hasta la India. Conoceremos el imperio Sasánida, a Sapor, hijo del famoso rey de reyes Astajerjes, amigo y protector de Mani, las confabulaciones de su corte, los magos zoroastristas, la animadversión de los dos hijos y pretendientes a heredar el trono, y el fin del viaje en Beth-Lapat, donde fue condenado a muerte por Bahram I, hijo de Sapor. Mani fue llamado «el apóstol de Jesús» en Egipto y «el Buda de luz» en China. Poco queda hoy de sus enseñanzas, su mensaje de armonía entre los hombres y su sutil religión del claroscuro. La Iglesia deformó el significado de maniqueísmo para designar a los herejes y el fuego acabó con muchos de sus escritos. En 1017 se encuentran cátaros en Orleáns. Pero después de un juicio emitido por un concilio de obispos, son quemados vivos. En 1022, el hecho se repite en Toulouse. En 1030, en Italia, en la región de Asti, es descubierta una colonia de herejes, a los que se designa ya con el nombre de cátaros.
Todos los miembros de la secta son asesinados. No obstante, a pesar de las hogueras, el movimiento se había extendido como una mancha de aceite, de forma que, en el siglo XII, se los encuentra más al Norte, en Soissons, en Lieja, en Reims, y hasta en las orillas del Rin, en Colonia y en Bonn, donde muchos herejes también son víctimas de las llamas. El norte de Italia, atravesada por viajeros búlgaros, fue uno de los países más afectados, y Milán pasó largo tiempo por un foco activo de la herejía. Inocencio III consiguió, aunque con gran dificultad, contener este flujo ascendente. Pero es en el Mediodía occitano, en los territorios languedocianos y provenzales del conde de Toulouse donde el catarismo había de alcanzar sus mayores éxitos.
En años, desde finales del siglo XII a principios del siglo XIII, el neomaniqueísmo se expandió como un reguero de pólvora y conquistó el derecho de ciudadanía en las tierras visigóticas, desde el Garona hasta el Mediterráneo, de suerte que la doctrina de los albigenses parecía que debía triunfar, a corto plazo, sobre el catolicismo. ¿
Qué era, pues, esta doctrina que seducía tanto a pueblos enteros como a los señores de más elevado linaje?
En el Mediodía languedociano, el catarismo es el punto de convergencia de dos fuerzas. La primera hace proceder el catarismo del maniqueísmo, religión que se basa en la oposición de dos fuerzas, la luz y las tinieblas, o el bien y el mal, el espíritu y la materia.
El maniqueísmo, por su parte, arrancaba del culto esenio, del que Jesús procedía por parte de madre. Se considera que los esenios constituían el vínculo y punto de coincidencia entre los platónicos, o pitagóricos, por una parte, y el budismo, por la otra, lo que nos lleva a hablar de la segunda fuerza de atracción del catarismo.
El escritor Maurice Magre hace de la iniciación budista la principal fuente espiritual de los albigenses. Pero cabe señalar que los esenios, como los budistas, profesaban el dualismo del mundo. Tenían tres órdenes de afiliados, con tres grados de iniciación. Practicaban el baño sagrado, como los brahmanes y los budistas. Condenaban los sacrificios sangrientos, se abstenían de carne y de vino, y practicaban una moral ejemplar, según el historiador Flavio Josefo.
Fue mediante los esenios como las ideas indo-persas pasaron al cristianismo. No olvidemos, por otra parte, que la región del río Garona, en el sur de la actual Francia, es una vieja tierra druídica.
Los druidas, hombres muy sabios, tenían una filosofía muy elevada. Creían principalmente en la migración de las almas y en su reencarnación después de la muerte. Sobre este viejo fondo pagano vino a injertarse la herejía arriana del siglo VII, a la cual se convirtieron los reyes visigodos. Curiosamente la historia se repite. En esta misma zona, unos siglos antes que el catarismo, arraigó otra herejía, el arrianismo.
Ahora bien, los condes de Toulouse, de muy antigua nobleza germánica, eran los descendientes directos de tales familias. No es asombroso, por tanto, que el catarismo hubiera encontrado, en esta tierra románica, un lugar privilegiado en el que podía expansionarse.
La herejía cátara fue una rama de la cristiandad que abrazó la tolerancia y la pobreza, y que gozó del máximo prestigio en mitad del siglo XII, época en que Europa se liberó de la apatía intelectual en que había estado sumida durante siglos.
Después de 1095, el papa Urbano II había exhortado a la cristiandad a recuperar Jerusalén, y decenas de miles de personas marcharon hacia allí en busca de aventuras y de la salvación, y regresaron habiendo visto que en otras partes la vida estaba organizada de una manera distinta. En su patria, las ciudades comenzaron a crecer por primera vez desde la caída del Imperio romano, y se inició la gran era con la construcción de catedrales. Se fundaron escuelas y la difusión de nuevas ideas provocó a menudo descontento hacia una Iglesia medieval primitiva, mejor adaptada a una época ignorante.
El gran despertar del siglo XII anunció un período de anhelo espiritual que buscaba lo sublime fuera de los muros de la ortodoxia. A los cátaros se unieron otros grupos heréticos, como los valdenses («hombres pobres de Lyon»), para fustigar a la religión católica oficial.
El catarismo prosperó en regiones como las ciudades comerciales de Italia, los centros de la Champaña y las tierras del Rin. Pero, sobre todo, prosperó en el conjunto de tierras feudales que a finales del siglo XII constituían el Languedoc. Actualmente el Languedoc, o Lenguadoc, es una región del sudeste de Occitania, en el sur de Francia, antiguamente llamada Gotia o región Narbonense. La mayor parte del territorio forma parte de la región administrativa de Languedoc-Rosellón, aunque algunos sectores del Languedoc han sido anexados por el gobierno central francés a otras regiones.
En la antigüedad se dividió en una parte alta, con capital en Tolosa, y otra baja, con capital en Montpellier. Limita al norte con la Auvernia histórica, al este con el río Ródano que le separa de Provenza, al oeste con el Garona y los Pirineos, y al sur con el Rosellón y el Mar Mediterráneo, con el que tiene 200 kilómetros de costa. El área del Languedoc histórico es de 42.700 km² y en el censo de 1991 poseía una población de 3.650.000 habitantes. Lenguadoc alude al idioma vernáculo de esta región, la llamada Lengua de Oc. Antes de la conquista romana el territorio, que mucho tiempo después correspondería al Languedoc, formaba parte de la Galia céltica, ocupada por los volcas, tectósages y arecómicos.
El Languedoc fue conquistada por Roma en el año 121 a. C., concretamente por el procónsul Domicio, y tomó el nombre de Provincia, nombre que se ha conservado en la vecina región de la Provenza. Los habitantes conservaron sus leyes y los romanos establecieron en Narbona un puesto militar.
En el 412 fue saqueada por los visigodos y Ataúlfo concluyó en aquella ciudad una alianza con el emperador Honorio, casándose con su hermana Gala Placidia. Pero huyó a Barcelona y su sucesor Walia firmó un pacto para rechazar a los vándalos a cambio de territorios en Aquitania. Tolosa (Toulouse) fue la capital del reino de los visigodos. Posteriormente, fueron atacados por los francos a instancia de la Iglesia Católica, ya que los visigodos eran arrianos, siendo vencidos en la batalla de Vouillé. Tolosa cayó y sólo conservaron la Septimania y Languedoc.
Los tolosanos jamás han traicionado el cariño que sus antepasados volscos, como buenos hijos del gigante Gerión, tenían a los presagios. Esta afición la habían observado por sí mismos todos los historiadores de la Antigüedad. Nada sabemos de los primeros habitantes de Toulouse, ya que los más antiguos vestigios que poseemos datan solamente del siglo VI antes de nuestra Era y provienen de los ibero-ligures. La propia ciudad debe su nombre a los celtas que estuvieron allí, tres siglos más tarde, y construyeron el oppidum, cuyas huellas se han hallado a cinco kilómetros al sur de del Toulouse actual, en Pech David, cerca de la aldea de Vieille-Toulouse.
Un autor del siglo XVI, Antoine Noguier, comienza su Histoire tholosaine afirmando que Toulouse fue fundada 1273 años antes de nuestra Era. Se dice que el mítico Tholus, cuando fundó Toulouse, obró como un augur. La tradición que Noguier hace llegar hasta nosotros une así la ciudad rosada (Toulouse) a las ciudades sagradas, como Delfos, Jerusalén, Roma o La Meca, fundadas según las reglas de la astrología sacerdotal. Lo que hay de singular en esta tradición es que se dice que Tholus era un troyano, es decir, oriundo del Asia Menor, y nieto de Jafet, a su vez hijo de Noé y padre de Gómer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tirás, por lo que, desde una perspectiva histórica, fue el progenitor de la rama aria o indoeuropea de la familia humana.
Se supone que los procedimientos augúrales de fundación de ciudades aparentemente fueron traídos a Occidente por los fenicios, quienes habrían fundado Tartessos. Sus descendientes, mezclados con los iberos, franquearon los Pirineos precisamente en la misma época del nacimiento de Toulouse. Esta tradición designa Toulouse como una ciudad hermética. Según la leyenda, el primer rey de Toulouse habría sido Acuario y su primer obispo San Saturnino, afirmaciones sin fundamento según los historiadores. Acuario habría salvado la ciudad de Aníbal, aunque no es seguro que Aníbal acampase delante de Toulouse, y aunque lo hubiera hecho no habría encontrado ningún rey, pues hasta el siglo V no había de aparecer, con los visigodos, un reino tolosano. San Saturnino sufrió martirio por orden del primado romano Marcus, quien hizo atar vivo al obispo a un toro que lo arrastró por las calles de la ciudad. Pero, tras un galope de prueba «no hubo manera de que el animal siguiese adelante». El secreto del nombre de Toulouse se relaciona quizá con su fundador, Tholos, que en griego designa la cúpula de un edificio. Así, pues, la fundación de la ciudad por Tholus no es más que una alegoría, que nos confirma la tradición según la cual la observación de la bóveda celeste presidió e! nacimiento de la ciudad. Toulouse fue luego dividida en doce partes que fueron puestas bajo el señorío de los capitouls, así llamados, según dicen las antiguas crónicas, en memoria de aquel Tholus mítico a quien los astros, una hermosa noche, revelaron el lugar justo donde colocar la primera piedra de Toulouse, la ciudad rosa. En la época galorromana, lo que más adelante será el país de Oc, abarcaba tres provincias romanas, la Novempopulania, la Narbonense y la Aquitania, y prestaba sus canteras de mármol a escultores y arquitectos romanos. En el año 410, el visigodo Alarico se apodera de Roma, civilización ya decadente, donde sólo el Papa Inocencio I conservaba algunos restos de autoridad. Ocho años después, los romanos tuvieron que ceder a los visigodos el sudoeste de la Galia y gran parte de España. Walia, sucesor de Sigerico, fundó a ambos la-dos de los Pirineos un gran reino visigodo que adoptó Toulouse como capital. La imagen de bárbaros que llegaron asolándolo todo no era falsa por lo que se refiere a los alanos, vándalos, suevos y hunos. Pero no tenía sentido aplicada a los visigodos. En una época en que los romanos unían a una fría crueldad costumbres degradadas, la comparación resultaba totalmente favorable a los godos. Éstos eran combativos, austeros y refinados. Discutían con firmeza los asuntos públicos, pero se mostraban abiertos y tolerantes.
Con su rápida caballería y sus armas arrojadizas, el ejército visigodo, de legendario valor, había derrotado muchas veces al de Roma. Pero el guerrero visigodo jamás se separaba de su estuche de tocador, en el que llevaba peine, tijeras, pinzas para depilarse y palillo de dientes. También tenían sus orfebres, cuyas dotes artísticas y habilidad ponen de manifiesto las joyas halladas en sus tumbas. Tenían arquitectos que han dejado muchos monumentos, entre ellos una de las torres de Carcasona, ciudad donde una tradición dice que el rey visigodo Alarico llevó la misteriosa «Tabla de Salomón» procedente del Templo de Jerusalén y de la que, al parecer, se había apoderado en Roma. La Mesa de Salomón, rey de Israel del 978 al 931 a. C., conocida también con los nombres de Tabla de Salomón, se basa en una leyenda que cuenta cómo el rey Salomón escribió todo el conocimiento del Universo, la fórmula de la creación y el nombre verdadero de Dios, el Shem Shemaforash, que no puede escribirse jamás y sólo debe pronunciarse para provocar el acto de crear. Según la tradición cabalística: “Salomón lo confía a una forma jeroglífica de alfabeto sagrado que, aunque evita la escritura del Nombre de Dios, contiene las pistas necesarias para su deducción. Este jeroglífico tiene como soporte material un objeto: la llamada Mesa de Salomón“. Según esta leyenda, la trascendencia de la tabla está en que dará a su propietario el conocimiento absoluto, pero el día que sea encontrada el fin del mundo estará próximo. En referencia a Teodorico, rey de los ostrogodos (474 – 526) y uno de los gobernantes más poderosos de su tiempo, se dice: «Su talla es bien proporcionada, despejada la frente, rizado el cabello y blancos y bien alineados los dientes; tiene fuertes caderas y los muslos duros como el cuerno, y tan robusto cuerpo reposa sobre pies pequeños». Con su manto escarlata, su camisa de seda blanca bordada en oro y su casaca verde a rayas encarnadas, en nada se parecía a un salvaje: «Si decide ir de caza, considera indigno de su rango llevar el arco al costado; cuando quiere tirar contra un animal pide a su servidor un arco con la cuerda floja, pues estima que sería un afeminado si lo recibiese completamente preparado. A continuación lo tensa, escoge la flecha, apunta y da en el blanco». Teodorico se tomaba en serio sus deberes: «Antes de que amanezca, sin gran escolta, acude puntualmente a las ceremonias de sus sacerdotes; los cuidados de la administración del reino le ocupan el resto de la mañana: su escudero permanece en pie al lado de su asiento. Introducen la guardia, vestida de pieles. El rey la inspecciona, haciéndola salir a continuación, pues no le gusta trabajar en medio de ruido. Entonces son llamadas las diputaciones de los pueblos; el rey escucha con atención y responde en pocas palabras. Si el asunto reclama reflexión, aplaza su decisión, pero si es cosa urgente, lo zanja sin vacilar. Después de comer no duerme la siesta; continúa llevando su pesada carga hasta la hora de cenar».
Gothia, capital Toulouse, conocerá un notable florecimiento. De Roma los reyes visigodos toman inteligentemente lo mejor. Sus juristas recogen todos los textos del Derecho romano. Pero no se limitan a recopilarlos, sino que los integran a las costumbres de su pueblo, impregnadas de cierto espíritu democrático que concede amplias libertades locales. Pronto los reyes visigodos serán elegidos. Y elegidos en base a un programa, en que tienen que comprometerse a respetar las leyes no escritas de los pueblos que gobiernan. Ése es el origen de los «fueros» al sur de los Pirineos, como en el caso de Catalunya, y de los «fors» al norte de los mismos, en Occitania. Doce siglos más tarde, contra las usurpaciones de la monarquía absoluta, el Languedoc habría de reivindicar todavía sus franquicias «heredadas de los reyes godos». Estos últimos impondrán también una medida sorprendentemente igualitaria para la época, como era la obligación del servicio militar para todas las clases de la sociedad, comprendido el clero, cuando el país era invadido. En el plano exterior el balance no es menos importante, ya que el Estado visigodo limpia la península ibérica de las hordas de vándalos, suevos, etc. que la asolaban a sangre y fuego, y libera la Galia de los hunos. AI detener el avance de éstos Teodorico halla la muerte, en el año 451. El benedictino Dom Vaisette escribe sobre Teodorico: «Este rey merecía la añoranza de sus súbditos por sus poco frecuentes cualidades. Aunque arriano, era piadoso, de lo que había dado pruebas cuando, tendido sobre un cilicio, no cesó de implorar al cielo antes de librar batalla a los hunos». El arrianismo es una creencia no trinitaria. Afirma que Jesucristo fue creado por Dios Padre y está subordinado a él. Las enseñanzas arrianas fueron atribuidas a Arrio (250 – 335 d.C.), un presbítero en Alejandría, Egipto. Las enseñanzas eran opuestas a las principales enseñanzas católico-romanas sobre la naturaleza de la Santa Trinidad y de la naturaleza de Cristo. La cristología arriana dice que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre. Esta creencia se basa en la interpretación del versículo 14:28 del Evangelio de Juan. El Primer Concilio de Nicea del 325 declaró al arrianismo como herejía. En el Primer Sínodo de Tiro, en el 335, Arrio fue exonerado. Tras su muerte, fue anatemizado de nuevo y fue declarado herético otra vez en el Primer Concilio de Constantinopla del 381. Los emperadores romanos Constancio II, que gobernó del 337 al 361, y Valente, que gobernó del 364 al 378, fueron arrianos o cercanos al arrianismo.
Mientras París todavía no es más que una pequeña población, la Toulouse visigoda irradia esplendor. Según Sidonio Apolinar (431- 489), obispo de Clermont: «Allí se veían apiñados el sajón de ojos azules acostumbrado a desafiar las olas del Océano; el viejo sicambro, cuya cabeza, pelada al rape tras su derrota, volvía a cubrirse de cabellos recogidos sobre el cráneo desde que la paz le había devuelto la libertad; el hérulo de mejillas tatuadas de azul y tez semejante al agua del mar; el burgundio de dos metros de alto; el ostrogodo orgulloso de la ayuda de Eurico contra los hunos, y hasta los enviados del soberano de Persia. La misma Roma imploraba ayuda a Toulouse contra los hombres del Norte que la acosaban por todas partes; el Garona protegía al debilitado Tíber». Y los visigodos se dan prisa por embellecer su capital que, según palabras de un historiador, puede compararse con Bizancio y conoce su edad de oro. Construyen el famoso castillo Narbonnais y también la primera iglesia de la Daurade (Dorada), el más antiguo santuario mariano de toda la Galia, extraña construcción decagonal cuya cúpula, taladrada en pleno centro, se abría hacia la bóveda celeste. El lugar que ocupa la iglesia fue dedicado al culto desde la época romana, y antes de albergar la primera iglesia cristiana fue un templo consagrado a Apolo. De hecho la basílica cobija una de las reliquias cristianas más antiguas de la ciudad, la Vierge Noire. Existen varios centenares censados de vírgenes negras, la mayor parte de origen románico y localizadas en la cuenca occidental del Mediterráneo. Una de ellas es la Virgen Negra de la Dorada a la que el edificio debe su nombre primigenio, de Santa María de Toulouse, aunque posteriormente se le llamaría Daurade por los mosaicos cubiertos de oro que contenía. En efecto, los visigodos son los primeros y únicos bárbaros que son cristianos. La Iglesia católica no lo olvidará y va a dedicarse a organizar su liquidación. Los visigodos fueron convertidos a principios del siglo IV, cuando acampaban en las estepas de Ucrania. Tradujeron la Biblia a su idioma y, como godos sabios que eran, abrazaron la más sutil, abstracta y discutidora de las doctrinas teológicas cristiana, la de Arrio. Esto les valió verse empeñados en una disputa religiosa cuyas peripecias y desenlace mucho habían de pesar sobre el destino de la Iglesia y los Estados. En el año 318, Arrio, sacerdote de la iglesia de Bacaulis, en Egipto, reprocha a su obispo Alejandro que propague una teología contestable. Para el obispo, Dios Hijo es Dios lo mismo que su Padre y, por lo tanto, igualmente eterno. Ello constituye para Arrio una grave herejía, equivalente a la de los homusianos, condenada en el año 270 por el concilio de Antioquía. Además, según Arrio, puesto que el Padre ha engendrado al Hijo, el Padre ha tenido que existir antes que el Hijo. Por lo tanto, no se puede decir que el Hijo sea eterno sin negar que ha sido engendrado por el Padre, lo cual sería otra herejía porque se tendrían entonces dos Dioses en lugar de uno.
El obispo Alejandro nunca había pensado en esos detalles, pero lo que no admitía era que un simple sacerdote amonestase a su obispo. Depone a Arrio y le hace excomulgar. Pero Arrio sigue luchando sin más armas que el razonamiento, y en poco tiempo su acerada lógica le conquista partidarios en todo Oriente. La jerarquía, por su parte, acude al César. Ya años antes se había denunciado al obispo Pablo de Samosata a Aureliano, emperador pagano. Esta vez, la jerarquía apela al emperador Constantino, recién convertido al cristianismo. Cansado de discusiones bizantinas que no entiende y, sobre todo, inquieto por ver encenderse la discordia en sus Estados, Constantino convoca en el año 325 un concilio en Nicea, conminando a los delegados para que zanjen el problema con rapidez. Bajo el impulso del patriarca Atanasio se redacta el Credo: «Jesús es hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios del verdadero Dios, engendrado y no creado; es consustancial con el Padre y por Él todo ha sido hecho». Hacía tres siglos que se discutía sobre la naturaleza de Jesús, y que dichas discusiones habían de continuar durante largo tiempo. El historiador Ferdinand Lot dice lo siguiente:«Es un hecho significativo e inquietante que el primer gran concilio celebrado por la Iglesia deliberase y votase bajo la presión de un hombre (Constantino) que había sido pagano hasta muy poco. Los arrianos eran condenados, desposeídos de sus sedes episcopales y enviados al exilio». Pero en el año 328 todo cambia. Los excluidos vuelven a ocupar sus puestos, y es Atanasio quien, juzgado en Tiro por un concilio, se ve condenado y exiliado. Pero no por mucho tiempo, pues fue repuesto por Constantino. Más tarde Constancio sucedió a Constantino en el trono imperial de Oriente, y el nuevo emperador, favorable a los arrianos, desterró nuevamente a Atanasio a Alemania. En este país, Atanasio conquistó el apoyo de Constante, emperador de Occidente. Vemos que la iglesia de Oriente es partidaria de Arrio, y la de Occidente de Atanasio. Pero Constante muere, y Constancio, que ha reunido bajo su cetro Constantinopla y Roma, hace progresar de tal modo la causa arriana en Occidente, que ésta conquista al Papa San Liberio. Lo que complica un poco las cosas es que hay un segundo Papa, Félix II, que en ningún modo está de acuerdo con el primero. O sea que, tras cincuenta años de disputas, hay un empate entre ambos bandos.
A fines del siglo V, y aunque no llega todavía a los cien años de existencia, el reino arriano de los visigodos se extiende, sin solución de continuidad, desde el Loira hasta Andalucía. La calidad de sus soberanos, su juiciosa administración, su amplitud de criterio y de miras, todo ello les opone a la turbulencia que reina entre sus vecinos del Norte. Ferdinand Lot escribe: «Parece que el mundo romano va, en Occidente, a proseguir sus destinos bajo el protectorado de la nación más civilizada, el gran pueblo de los godos. La antigua Bélgica, que se disputan francos y alemanes, parecía destinada a caer de nuevo en la barbarie y germanizarse: esto era, por así decir, el inevitable precio de aquello. Pero el resto de la Galia había de formar un Estado romano-gótico, gobernado por la dinastía de los Baltos. Sería una gran ilusión imaginar que en aquella época los francos aparecían como una raza elegida, forzosamente destinada a dominar la Galia. El pueblo elegido era el de los visigodos». Sin embargo, el imperio visigótico, cual gigante con pies de arcilla, había de sucumbir en pocos años bajo los golpes combinados de los francos y de la Iglesia romana. El año 481, un reyezuelo franco de quince años, procedente de Bélgica, irrumpe en la escena de la Historia. Hasta hace poco no se conocía su verdadero nombre: se llamaba sencillamente Luis. Pero porque un copista distraído puso antaño una C donde no hacía falta, aquel conquistador es, para todos los franceses, Clovis. Clodoveo I (en francés, Clovis) fue el rey de todos los francos del año 481 al 511. Fundó la primera dinastía de reyes de Francia, la dinastía merovingia. Fue además, el primer rey cristiano. Por estos motivos, la mayoría de los reyes franceses se llamaron “Luis”, forma moderna de “Clodoveo”. A los veinticinco años, Clodoveo había extendido ya sus dominios desde el río Mosa al ría Sena, luego desde el río Sena al río Rin y, por último, desde el río Rin hasta el río Loira. Su talento militar y su ambición sin límites atraen sobre este cruel pagano la atención del clero cristiano, que hará de él un nuevo Constantino. Se prepara minuciosamente su conversión. Se producen en su presencia milagros oportunos en Tours, en la tumba de san Martín. El obispo Rémi, político sagaz, puede entonces administrarle el bautismo. El clero, rico en tierras, es en la Galia septentrional la principal potencia económica. El concurso de Clodoveo le asegura un brazo secular, lo que le faltaba para atacar el Sur herético, sustraído a su dominación. Y Clodoveo, por su parte encuentra en el clero las estructuras, los consejos y los apoyos, que han de facilitar su marcha hacia delante. Por cierto que, en el reino de Toulouse, es entre el episcopado donde Clodoveo recluta su «quinta columna». Estos obispos eran tan poco recomendables, que el Papa, poco tiempo antes, había escrito: «En Septimania [Languedoc] se eleva a la dignidad episcopal a ambiciosos y hasta a criminales».
Para cortar esta labor de zapa, el rey visigodo Alarico II desplazó a varios obispos. Acto seguido, los católicos dijeron que se les perseguía y hasta que se les martirizaba. Sin embargo, sólo se trataba de precauciones políticas. Alarico, aun siendo fiel arriano, era muy tolerante; juzgando a los que le rodeaban más por su capacidad que por sus creencias, por lo que había escogido por ministros al católico León y por consejero al que llegará a ser San Epifanio. Pero ello no importa. Tampoco importaba que, cincuenta años antes, fuese el rey visigodo Teodorico II quien, tras haber ayudado a San Aignan a salvar Orleáns de los hunos, hubiese detenido a estos últimos a costa de su vida. Ni importaba, por último, que los visigodos fuesen cristianos desde hacía siglo y medio, mientras que Clodoveo lo era muy reciente. Los visigodos eran considerados herejes y Clodoveo no. En el año 507, el ejército franco, procedente de Tours y llevando consigo a los más feroces salvajes de aquellos tiempos, los alanos, se pone en marcha y destroza en Vouillé a la vanguardia visigoda. Clodoveo llega hasta el río Garona, se apodera de Toulouse, y a continuación prende fuego a la ciudad. Alarico II, el rey visigodo, perece en la acción. Pero Clodoveo fracasa cerca de Carcasona. Pronto el reino visigodo no dispone más que de un reducto al norte de los Pirineos, el Razès, en el valle del Aude, con su capital Rhedae, plaza fuerte de treinta mil habitantes, que no es hoy día más que la extraña aldea perdida y famosa de Rennes-le-Château, que ha adquirido nuevo renombre por su posible tesoro cátaro o templario. Al otro lado de los montes, los visigodos dominarán todavía durante cerca de un siglo la mayor parte de la Península Ibérica, con Toledo por capital. La ocupación sarracena, en el siglo VIII, había de poner fin, a ambos lados de los Pirineos, a la aventura visigótica. De los godos sabios, el Languedoc no conservó más que recuerdos, pero numerosos y poéticos. Los nobles no dejaron de recordar orgullosamente su parentesco gótico, que atestiguaba su antigüedad. A uno y otro lado de los Pirineos se dijeron todos «hidalgos», es decir, hijos de godos. El pueblo guardó memoria de los prodigios atribuidos a los «buenos reyes godos», cuyas espadas cambiaban de color y cuyos castillos siguen siendo considerados lugares de hadas. Seguirán mostrándose celosos de las libertades civiles y municipales, cuyas bases habían asentado los juristas de Alarico. Y la Iglesia no tuvo más remedio que confesar que: «El desgraciado y detestable error arriano tuvo la fuerza de esa maligna nación, de suerte que, por hallarse cuidadosamente implantado y aferrado en los corazones, duró largos años y hasta los tiempos de los condes de Toulouse».
En tiempos de los soberanos visigodos, Toulouse había tenido una reina afligida de una deformación física poco común, ya que su pie derecho tenía forma de pata de oca. Y como en la lengua de Oc pie se dice pe, y oca, auca, le daban el nombre de la reina Pédauque, cuyo recuerdo ha conservado hasta nosotros el escritor francés Anatole France, en su libro La rôtisserie de la reine Pédauque. Según la gran mayoría de los cronistas, Pédauque era la esposa del rey godo Eurico. Éste era un hombre civilizado, inteligente y muy instruido, que se rodeaba de artistas y de sabios. Cierto es que, a despecho de su feísimo pié, Pédauque no causaba horror a sus súbditos, sino todo lo contrario, ya que era amada e incluso venerada por los tolosanos, sobre todo por la gente humilde. Sin duda, a los ojos del pueblo, la reina palmípeda aparecía marcada con una señal reveladora. Además Pédauque era buena, sensata, laboriosa y sabia, e hilaba incesantemente con una rueca maravillosa que nunca se quedaba vacía. Rabelais y Noël du Fail nos dicen que, en su época, los tolosanos juraban todavía por la rueca de la reina Pédauque. Ella fue quien hizo construir la primera Daurade y tender sobre el Garona un puente con columnas. Su domicilio radicaba en el barrio de Saint-Sabran, rué de Peyrelade, y como ella había hecho traer allí el agua por canales subterráneos, el lugar fue llamado «Baño de la reina Pédauque». Curiosamente esta morada pasó más tarde a manos de los Templarios y recibió el nombre de Cabaleria (Caballería) o Maison de Saint-Jean. En su vejez, Pédauque se retiró del mundo para irse a vivir como ermitaña en una gruta, y cuando murió, fue enterrada, según se asegura, en la Daurade. La leyenda de la reina Pédauque plantea un enigma tanto a los arqueólogos como a los mitólogos. Primeramente, se creyó reconocer en Pédauque una reminiscencia fabulosa de Berta, la madre de Carlomagno, Berta la del pie grande, en los tiempos en que la reina Berta hilaba. Pero la edad del sarcófago de Ragnachilde destruye esta hipótesis, ya que el personaje de Pédauque es anterior por lo menos en dos siglos a Berta, la del pie grande. En el siglo XVIII, con el abate Bullet, Pédauque fue asimilada a otra Berta, Berta de Borgoña, primera esposa de Roberto II el Piadoso de Francia. En efecto, habiendo sido condenado por la Iglesia el matrimonio de Roberto, se había extendido el rumor de que la reina, castigada por el cielo, había dado a luz un ganso. Según el abate Lebeuf, que escribía por la misma época, Pédauque debería ser relacionada nada menos que con la reina de Saba. Esta es la opinión que ha hecho suya Émile Mâle, afamado historiador de arte francés, especialista en el arte sacro y medieval. El Talmud de Jerusalén cuenta, en efecto, que la reina de Saba, siempre con vestidos muy largos, nunca enseñaba los pies. Para vérselos, y sabiendo que a ella le gustaba mucho el baño, a Salomón se le ocurrió un ardid. Hizo andar a la reina por encima de un espejo que ella tomó por agua, hasta el punto de que se levantó el vestido, viéndose entonces que sus pies eran tan feos como hermoso su rostro.
También puede ser una referencia a una diosa telúrica de los germanos, Berchta, la de los pies de ave, cuya referencia habría sido importada por los normandos. Sin embargo, ni una mujer de pies grandes o feos, ni la madre de un ganso, ni una diosa con pies de un ave cualquiera responden exactamente a la imagen de la reina Pédauque. Además, ninguna de ellas presenta la localización de la leyenda en Toulouse. La leyenda de Pédauque no fue importada a principios de la Edad Media, sino que, por el contrario, forma parte de la mitología de los más antiguos grupos étnicos llegados a las tierras de Oc. Además, no pertenece al grupo de las divinidades telúricas, sino al de las divinidades acuáticas. Si buscamos en los remotos orígenes de Pédauque, no hallamos más que un solo personaje que haya podido servir de prototipo. Se trata de una «madre de los dioses», una «gran Diosa», la Anat siria, helenizada en Venus Anaxaretea. Anat era una diosa de las aguas fecundas; Venus Anaxaretea fue, como narra Apolodoro, convertida en pato, y aparece representada por una mujer cuyo pie derecho es palmípedo. La figura de Anat se ha ido transformando y precisando. Ahora bien, la clave de estas transformaciones radica en el nombre de la diosa. En efecto, Anat se ha convertido en griego a la vez en reina (anassa) y pata (e nassa). Así, Anat es, en sentido literal, la Reina Pédauque. Lo que nos confirma en la idea de que hay que buscar el origen de Pédauque en el Mediterráneo oriental, en que el nombre sería Austris. Auster, en latín, significa, en efecto, el mediodía, el país del Mediodía. Esto es, por cierto, lo que permite identificar a Pédauque con la reina de Saba, porque Saba, en hebreo, designa también el Sur, el Mediodía. Pédauque sería, pues, la Reina del Mediodía. Pero, con relación a Toulouse, el Mediodía es la Península Ibérica. Tal vez desde allí, siguiendo las migraciones iberas, es de donde Pédauque, en época muy remota, habría venido hasta el país de Oc. Los «pueblos patos», supuestos fundadores del Imperio tartesio, habrían elegido precisamente por emblema la pata palmeada ya que simboliza el remo, el Pédalion, o cánones de la Iglesia. Por lo que respecta a la rueca mágica de Pédauque, podría subrayar su conexión con los Pueblos del Mar, creadores de la civilización megalítica. En efecto, la rueca simboliza los megalitos. En Francia, en muchas regiones, se llama todavía a los menhires «rueca de hadas». La herejía de Pédauque, la naturaleza de sus obras, su matrimonio con Eurico, así como su final en el fondo de una gruta, son otras tantas alegorías. Esta creencia, de origen pagano, fue abrazada por los visigodos y luego su sentido verdadero ha sido ocultado.
Otro enigma del país de Oc tampoco resuelto, es el de los cagots. Los agotes (en francés, cagots) son un grupo social minoritario, del que quedan sus descendientes, en las áreas apartadas de los valles de Baztán y Roncal, en Navarra (España), en Guipúzcoa, en el País vasco, en el País Vasco Francés y en algunos municipios de Aragón. Eran artesanos que trabajaban la piedra y la madera, y posteriormente también el hierro. Durante casi ocho siglos fueron víctimas de discriminación socioeconómica. Se conoce su existencia a partir de la Edad Media. En la zona vascofrancesa los agotes eran llamados cagots. Muchos han supuesto que la etimología de la palabra agote derivaría de gótico o godo, a través del occitano ca got, «perro godo». Menos probable es que la etimología se remonte a los bagaudas, integrantes de numerosas bandas que participaron en una larga serie de rebeliones. Los agotes no constituían un grupo étnico ni religioso diferenciado. Su lengua y fe eran las de la población de la zona en que se hallaban, por lo que su condición de minoría social era exclusivamente fruto de la marginación. Autores antiguos y modernos han especulado mucho en torno a la raíz histórica de esta discriminación. Sin embargo, hoy sigue siendo un misterio. La población no agote les atribuía diversos orígenes “perversos“, que no pretendían explicar sino más bien justificar la discriminación. Se trataba de una supuesta maldición bíblica, en descendientes de paganos celtas o de herejes. Partiendo del nombre agotes, algunos autores dieron credibilidad a la teoría de un origen godo, quizá de algunos desertores de algún ejército, que se habrían refugiado en los valles vasco-navarros, donde serían mal recibidos por la población autóctona, iniciándose así un prejuicio alimentado por la leyenda. Otros han afirmado que serían descendientes de criminales llegados de Francia que, para escapar a la justicia, se ocultaron antes de cruzar la frontera. De ahí habría surgido la idea de que transmitían la lepra, una de las acusaciones más habituales. También se ha relacionado el origen de los agotes con grupos de cátaros huidos de Occitania y rechazados por su condición herética. Otros creen que la discriminación de los agotes procedería del rechazo a descendientes de invasores musulmanes asentados en España y Francia. Esta última teoría goza de especial apoyo en Francia. Historiadores más recientes han formulado una hipótesis que los vincularía a gremios medievales de artesanos y trabajadores de la piedra, caídos en desgracia, en la época de apogeo de estos oficios durante la construcción del Camino de Santiago. Ello podría explicar la localización geográfica de este grupo y las fuertes restricciones comerciales que sufrían a uno y otro lado de la frontera.
Los cagots eran numerosos en Gascuña, en el Alto Languedoc y en el Bearne, provincia en cuya parte montañosa se encuentran todavía algunos. Eran considerados intocables, vivían en barrios separados y eran víctimas de una rigurosa segregación, incluso en las iglesias, en las que entraban por una puerta reservada, mojando la mano derecha en una pila de agua bendita especial y ocupando sitios separados. Se pretendía que eran todos más o menos leprosos, lo cual se ha demostrado que era falso. Se los reconocía por su baja estatura y sus orejas que, efectivamente, estaban desprovistas de lóbulo, pero sobre todo por llevar una pata palmeada de tela encarnada cosida en el hombro. Los cagots tenían que limitarse a los oficios de albañil y carpintero, en los que se mostraban muy hábiles, ayudando a edificar algunas de las más hermosas iglesias del Bearne y de Comminges, así como el barrio de Montaut, en Toulouse, enteramente obra suya. No por ello dejaba de decirse que habían sido expulsados por Salomón cuando la construcción del Templo, que habían fabricado la cruz de Jesús, que robaban los ataúdes para utilizar su madera en la construcción y que eran brujos. Se decía también que su nombre significaba «perros godos». Sea lo que fuera, el origen de estas «humildes gentes» y las circunstancias de su asentamiento en el país de Oc jamás han podido ser determinadas con certeza, y siguen siendo uno de los mayores misterios. En todo caso, el mito de Pédauque parece tener su origen en los «pueblos patos» que, en tiempos remotos llegaron hasta el sudoeste de la actual Francia. El oro de Toulouse no trajo la felicidad al rey Clodoveo. En efecto, el vencedor de Vouillé murió a los cuarenta y cinco años, y, salvo un breve intermedio con Dagoberto, sus descendientes dejaron que los mayordomos de palacio se apropiasen de su patrimonio, conquistado con demasiada rapidez. Sin embargo, los países situados al sur del río Garona hicieron honor a su tradición de independientes. En el año 711, el emir El Smalah es rechazado por los tolosanos. En el siglo siguiente, Pipino I y Pipino II, descendientes de Carlomagno, se proclamaron sucesivamente reyes de Aquitania. Pero su realeza no dejaba de ser ficticia, pues Aquitania ya tenía sus duques y Toulouse sus condes. Y sin contar con éstos, nada se podía hacer. Carlos II de Francia, llamado el Calvo, se dará cuenta de ello cuando, disputando el reino de Aquitania a su sobrino PIpino II, sitiaría Toulouse, en el año 844, y sería rechazado violentamente, no pudiendo entrar en la ciudad rosada hasta cinco años después. Y ello con la conformidad del conde Fulguald, preocupado por cerrar el camino a los normandos llamados por Pipino en su ayuda, y a los que los tolosanos pusieron en fuga. Con ocasión de este breve paso por Toulouse, Carlos el Calvo mató al amante de su madre, que probablemente era su verdadero padre, en plena basílica de Saint-Sernin. El conde Fulguald fue el primero de la estirpe de aquellos condes de Toulouse que habían de devolver poderío y brillo al Languedoc, al que llevarán a su apogeo entre los siglos XI y XII.
El Languedoc medieval es un vasto Estado soberano, que en torno al condado de Toulouse se extiende desde el Quercy y los Cévennes hasta los Pirineos, y desde el río Garona al Mediterráneo y los montes Alpilles. Su idioma, su economía, su estructura social, sus instituciones políticas, su derecho, sus valores de civilización y su ambiente tolerante religioso, lo distingue y en la mayoría de los casos lo opone a los países del norte del Loira, que han comenzado a aglutinar la nueva dinastía de los Capetos. Asentado en el suelo aquitano, que fue siempre vía de paso, el Languedoc ha visto sus ciudades y, por consiguiente, su comercio, desarrollarse más pronto y con mayor amplitud que en el Norte. No sólo Toulouse, sino también Montpellier, Narbona, o Béziers, ocupan el primer puesto por su población y su opulencia. El pulmón del país es el Mediterráneo, lugar de intercambios en aquella época histórica. En estas condiciones, las cruzadas en Tierra Santa aportaban al país occitano un suplemento de riqueza e influencia, en que sus posesiones se extendían hasta Trípoli, «hija de Toulouse». Este estado de cosas no dejaba de reflejarse en el plano social. La burguesía se había emancipado de la nobleza bastante antes que en el Norte y, exenta de tasas e impuestos sobre lo que compraba, vendía o cambiaba, era comparable al que más tarde sería la Venecia de los dux, las ciudades de la Liga hanseática, o las mayores ciudades de Flandes. Por el contrario, la institución feudal distaba mucho de tener en el Mediodía el mismo peso que en tierras de Oil, territorios de la actual Francia septentrional, parte de Bélgica, Suiza y las islas Anglonormandas del canal de la Mancha. Al no existir el derecho de progenitura, la propiedad de la tierra, excepto la de la Iglesia, se hallaba dividida. De donde resulta que los campesinos, que dependían, no de un señor único, sino de varios, eran, de hecho, libres. Y resulta igualmente que, no siendo la clericatura el único refugio de los caballeros segundones, el feudalismo meridional, contrariamente al del Norte, no estaba ligado al clero. Por motivos análogos, esta libertad se encontraba igualmente en todos los niveles de la sociedad occitana. Las grandes ciudades del Mediodía eran otras tantas pequeñas repúblicas burguesas autónomas, sobre las que la nobleza y el clero no ejercían prácticamente más que una autoridad nominal. La nobleza hacía poco caso de la soberanía feudal del conde de Toulouse. Éste gobernaba gracias a una política de equilibrio y absolutamente libre de toda tutela extranjera.
A este equilibrio de las fuerzas sociales correspondía, en el plano político, un equilibrio de poderes. En las ciudades, era la burguesía comercial y bancaria la que gobernaba, asociada a veces a la nobleza y al clero, pero, con más frecuencia, sin ellos. En Béziers, en 1161, los burgueses, para la salvaguarda de sus franquicias, se sublevaron contra su obispo y su vizconde, dando una paliza al primero en plena iglesia y matando al segundo en plena calle. En 1202, en Toulouse, tras varias tentativas fracasadas, la burguesía tomó el poder. En todas las ciudades meridionales, el gobierno era confiado a magistrados elegidos, capitouls, que se escogían tanto en el seno de la burguesía como en el de la nobleza. Gracias a este sistema, el Mediodía había de ahorrarse las largas luchas comunales que, desde el siglo XII al XVI, jalonan la historia de la Francia de los Capetos, sin conseguir poner término a la creciente «anarquía» del sistema feudal. En el Mediodía las clases sociales no se hallaban separadas, como en el Norte, por barreras infranqueables. Había una osmosis constante no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino también, aunque en menor escala, entre estas últimas y el campesinado, pues el campesino meridional podía llegar a convertirse de siervo en burgués, y, a veces, de burgués en caballero. Hay incluso, en ciertos lugares, una extraña categoría social, la de los caballeros-siervos. Como ha señalado René Nelli, poeta, ensayista, escritor e historiador francés, reconocido como una autoridad en la cultura occitana de la Edad Media y el catarismo en particular: «los condes de Toulouse recibían a los burgueses en su Corte, escuchaban sus consejos y hallaban entre ellos sus más fieles defensores. La nobleza meridional hubiera podido desaparecer sin que se perdiera el espíritu caballeresco, pues éste anidaba en mercaderes y artesanos». El Mediodía se distinguía también por su sistema jurídico. En dos campos ha dado principalmente sus frutos este estado de cosas. Se facilitó la libre circulación de las mercancías, y se reconocieron y protegieron los derechos y la personalidad de la mujer, lo que dio una fisonomía específica a la sociedad, a la civilización y a la cultura de los países Occitanos. Ello también se manifestaba en el trato a los extranjeros, que gozaban de iguales derechos, independientemente de su origen o creencias. Por lo que se refiere a los judíos, sólo en el Mediodía, donde eran numerosos, se les tenía en consideración. Son los judíos quienes fundan en Montpellier la más célebre escuela de medicina de aquellos tiempos, en la que la enseñanza era gratuita. Las tierras de Oc son las primeras en acoger la ciencia, la filosofía y la poesía árabe, venidas de la península ibérica. En arquitectura, es al sur del Loira donde la influencia del Islam es más acusada. El conjunto de todos estos factores contribuyó a dar a la sociedad meridional un cierto laicismo.
En el año de 589, Septimania, región occidental de la provincia romana de Galia Narbonense, la habitaban cinco pueblos diferentes: romanos, godos, sirios, griegos y judíos, aunque los tres últimos en calidad de comerciantes. Las tensiones internas de los visigodos les debilitaron, y en el año 672, el conde de Nîmes, Hiderico, se puso de acuerdo con el obispo de Maguelona y los habitantes de Nimes para rebelarse. Wamba, que se hallaba en Toledo, marchó contra los rebeldes y recuperó Narbona, Beziers, Agda, Nimes y apaciguó la Septimania. Esta paz fue interrumpida por la invasión musulmana bajo el mando de Abd-el-Rahman, cuyas tropas saquearon Narbona y Carcasona. En la época de esta incursión Aquitania era, con el título de condado hereditario, un verdadero reino gobernado por los príncipes merovingios descendientes de Cariberto II, rey de Aquitania. Hijo de Clotario II y medio hermano de Dagoberto I. Odón el Grande se enfrentó a otro ejército sarraceno, liderado por Al-Samh, y le venció en sangrienta batalla. Pero otro general sarraceno, Ambessa, reconquistó Carcasona, Béziers, Agde, Nimes, etc. y murió en un combate contra Eudes. En Narbona se firmó un tratado de paz, por el cual allí residiría un wali o gobernador musulmán, siendo las demás ciudades administradas por los condes godos o galos. En el 732 Carlos Martel salvó al reino franco de una invasión musulmana en la batalla de Poitiers y mató a Abd-el-Rahman. En el 793 el duque Guillermo tuvo que luchar con Abd-el-Melik, que invadió el condado a la cabeza de un ejército musulmán y se apoderó de Narbona, cuyas riquezas sirvieron para la construcción del puente y la mezquita de Córdoba. En tiempos de Carlomagno y sus sucesores, el Languedoc estuvo tranquilo en cuanto a invasiones exteriores, pues la incursión de los normandos no tuvo grandes resultados. Pero sí hubo problemas internos, ya que la Aquitania y la Septimania se sublevaron y fueron sometidas en tiempos de los reyes franceses Luis I, de Carlos el Calvo y de Luis el Tartamudo. No tardaron en constituirse feudos independientes y a partir del reinado de Carlos el Gordo, hubo condes de la Tolosa occitana y marqueses de Narbona que gobernaron libremente aquellas ciudades ricas y poderosas.
Y aquí es importante hacer una referencia a la Marca Hispánica, que dio lugar al entorno geopolítico que favoreció la extensión del catarismo. La Marca Hispánica era el territorio comprendido entre la frontera político-militar del Imperio carolingio con Al-Ándalus, al sur de los Pirineos, desde finales del siglo VIII hasta su independencia efectiva en diversos reinos y condados. A diferencia de otras marcas carolingias, la Marca Hispánica no tenía una estructura administrativa unificada propia. Tras la conquista musulmana de la península ibérica, los carolingios intervinieron en el noreste peninsular a fines del siglo VIII, con el apoyo de la población autóctona de las montañas. La dominación franca se hizo efectiva entonces más al sur tras la conquista de Girona (785) y Barcelona (801). La llamada «Marca Hispánica» quedó integrada por condados dependientes de los monarcas carolingios a principios del siglo IX. Para gobernar estos territorios, los reyes francos designaron condes, unos de origen franco y otros autóctonos, según criterios de eficacia militar en la defensa de las fronteras y de lealtad y fidelidad a la corona. El territorio ganado a los musulmanes se configuró como la Marca Hispánica, en contraposición a la Marca Superior andalusí, e iba de Pamplona hasta Barcelona. De todos ellos, los que alcanzaron mayor protagonismo fueron los de Pamplona, constituido en el primer cuarto del siglo IX en reino; Aragón, constituido en condado independiente en el año 809; Urgel, importante sede episcopal y condado con dinastía propia desde el año 815; y el condado de Barcelona, que con el tiempo se convirtió en hegemónico sobre sus vecinos, los de Ausona y Girona. La población local de las marcas era diversa, incluyendo grupos montañeses autóctonos, íberos, hispanorromanos, vascones, celtas, bereberes, judíos, árabes y godos que fueron conquistados o aliados de los dominadores islámicos o francos. Con el paso del tiempo, los jefes y las poblaciones se hicieron autónomos y reclamaron su independencia. El área y su composición étnica cambiaba según la fortuna de los imperios y las ambiciones feudales de los condes y valíes elegidos para administrar las comarcas. El cambio de manos era frecuentemente solventado fuera del campo de batalla, mediante una compensación económica. Áreas geográficas que en distintas épocas han formado parte de la Marca son Barcelona, Besalú, Cerdaña, Conflent, Ampurdán, Girona, Jaca, Osona, Pamplona, Pallars, Perelada, Ribagorza, Rosellón, Sangüesa, Sobrarbe, Urgel y Vallespir, gran parte de ellas ubicadas en la actual Catalunya.
En otros momentos de este siglo también existieron las taifas de Tortosa y Lleida. El resto del campo de Tarragona y su ciudad fue conquistado por el conde de Barcelona en el 950, aunque se mantuvo despoblado. A partir de ese momento la frontera se fue acercando y retrocediendo hacia Lleida y Tortosa. Durante el siglo IX, los condados carolingios se fueron consolidando y sus gobernantes adquirieron una autonomía creciente, a medida que el Imperio carolingio entraba en crisis a causa de las divisiones internas. Algunos de estos condados iniciaron políticas de acercamiento con los estados vecinos musulmanes y mantuvieron buenas relaciones con ellos. La independencia de los condados occidentales respecto del rey Carlomagno se decidió en el fracaso de la toma de Saraqusta (Zaragoza). El interés de Carlomagno en los asuntos hispánicos le movió a apoyar una rebelión en el Vilayato de la Marca Superior de al-Ándalus, de Sulaymán al-Arabi, valí de Barcelona, que pretendía alzarse como emir de Córdoba con el apoyo de los francos, a cambio de entregar al emperador franco la plaza de Saraqusta. Carlomagno llegó en el año 778 a las puertas de la ciudad. Sin embargo, una vez allí, el valí de Zaragoza, Husayn, se negó a franquear la entrada al ejército carolingio. Debido a la dificultad que supondría un largo asedio a una plaza tan fortificada, con un ejército tan alejado de su centro logístico, desistió. El 15 de agosto de 778, camino de vuelta a su reino por el paso de Roncesvalles, entre el collado de Ibañeta y la hondonada de Valcarlos, Carlomagno con el más poderoso ejército del siglo VIII, tras reducir a ruinas la capital de los vascones, Pamplona, aliados de los Banu Qasi, sufrió una contundente emboscada por partidas de nativos vascones, probablemente instigados por los fieles de los hijos de Sulayman: Aysun y Matruh ben Sulayman al-Arabí, quienes provocaron un descalabro general en la retaguardia del ejército, mandada por su sobrino Roldán, a base de lanzarles rocas y dardos. La Chanson de Roland inmortalizó el evento de la batalla de Roncesvalles. El valí de Barcelona Sulayman ben al-Arabí, junto a otros valíes contrarios a Abderramán I, buscaron la ayuda de Carlomagno para contrarrestar el poder del emirato en 777. El acuerdo no prosperó y Sulayman, que marchaba junto a sus tropas para unirse a las fuerzas rebeldes al emir y al ejército de Carlomagno, fue capturado por éste frente a Saraqusta y considerado traidor. Durante la Batalla de Roncesvalles fue liberado por el ejército combinado de vascones y musulmanes y retornado a Zaragoza. Sulaymán envió a su hijo Matruh a controlar Barcelona y Girona. A la muerte de su padre en 780, Matruh dispuso Barcelona a favor del emirato de Córdoba, al que ayudó sitiando Zaragoza en 781.
Hacia el año 748, Musa ibn Fortún se casó con Oneca y fueron padres, entre otros, de Musa ibn Musa. Oneca había estado casada anteriormente con el vascón Íñigo Jiménez, de la dinastía Jimena, y era la madre de Íñigo Arista, que más tarde sería el primer rey de Pamplona, lo cual convertía en hermanastros a Íñigo Arista y Musa II. En el 785 se entregó sin lucha Girona, fundando Carlomagno el condado de Girona y estableciendo una primera línea fronteriza a lo largo del río Ter, con fortalezas como la de Roda de Ter. En 789 el valí Husayn de Zaragoza se subleva de nuevo y toma el control de Zaragoza y Huesca (Wasqa). A la muerte de Matruh, en 792, tomó el poder de Barcelona Sadun al-Ruayni. Sadun viajó a Aquisgrán, capital del imperio carolingio, en 797 para solicitar de nuevo ayuda al emperador contra el Emirato de Córdoba, entonces bajo el control de Al-Hakam I. A cambio ofreció Madinat Barshiluna. Carlomagno envió a su hijo Ludovico Pío que, junto a otros nobles, pretendía tomar Barcelona pacíficamente, ya en otoño de 800. Sadun no cumplió su palabra y se negó a entregar la ciudad, por lo que los francos la atacaron. El asedio fue largo y Sadun escapó en busca de la ayuda de Córdoba. Fue capturado, y tomó el poder Harun, último valí de Madinat Barshiluna. Partidario de seguir defendiéndose del ataque franco, fue destituido por sus allegados y entregado a los francos, probablemente el 3 de abril de 801. Ludovico Pío avanzó hasta Tortosa. En 804 y en 810 fracasan dos expediciones para la toma de Tortosa y la contraofensiva islámica le hace retroceder hasta el río Llobregat. El Imperio carolingio se disgregó pocas décadas después, tras la muerte del hijo de Carlomagno, Luis I el Piadoso, o Ludovico Pío. Los tres hijos de éste (Carlos, Lotario y Luis) se repartieron el imperio mediante el Tratado de Verdún (843). La Marca Hispánica correspondió a Carlos, apodado «el Calvo». Además de sus conflictos con sus hermanos, hubo de afrontar las invasiones normandas entre 856 y 861 en su territorio. La costa mediterránea, cuajada desde antiguo de torres de vigía contra la piratería berberisca, sufre a partir del 858 el ataque de los normandos, que suben por el Ebro desde Tortosa, lo remontan hasta el reino de Navarra, dejando atrás las inexpugnables ciudades de Zaragoza y Tudela, suben luego por su afluente, el río Aragón, hasta encontrarse con el río Arga, el cual también remontan, llegan hasta Pamplona y la saquean, raptando al rey navarro. Y lo mismo hacen en Orihuela, remontando el Segura. El 16 de junio de 877, Carlos el Calvo firmó la capitular de Quierzy, con la que se pretendía regular la buena marcha del imperio, estableciendo la heredad de los principados y cargos condales. Esta disposición favoreció el proceso de los condados de la Marca Hispánica hacia su independencia de facto a finales del siglo IX.
Tras la conquista musulmana de la península ibérica, los condados que posteriormente formarían el Reino de Aragón se constituyeron como marquesados carolingios al frente de los cuales se situó un marqués o gobernador franco. Sin embargo, el estatus del condado de Sobrarbe permanece sin aclarar, pues el islam controlaba la ciudad más importante de este territorio, Boltaña, y las rutas comerciales que atravesaban los Pirineos desde el territorio de Sobrarbe. No parece que hubiera, en los primeros tiempos, ninguna comunidad cristiana significativa. Si hubo, en cambio, creación de monasterios, cultivo de tierras de labor y actividad ganadera en el núcleo primitivo de Aragón y en Ribagorza. El condado de Aragón se articulaba en torno al río Aragón, desarrollándose en los valles de Ansó, Hecho, Aisa y Canfranc y cuyo centro eclesiástico y cultural era el monasterio de San Pedro de Siresa y, más tarde, la ciudad de Jaca. A fines del siglo VIII, los cristianos montañeses fueron dominados por el poder carolingio y, al frente del primigenio Aragón, situaron a un conde franco llamado Aureolo. A su muerte, en el 809, fuerzas de Harkal-Suli, división administrativa del emirato de Córdoba que comprendía aproximadamente la actual provincia de Huesca, ocuparon fugazmente el condado de Aragón. Pero no se mantendrían ni un año este dominio, pues en 810 el conde autóctono Aznar I Galíndez, posiblemente alzado al poder con el apoyo del rey de Pamplona, Íñigo Arista, obtuvo de nuevo el condado. Posteriormente fue expulsado de estas tierras por García Galíndez «el Malo», aunque como compensación le fue asignado el gobierno de los condados de Urgel y Cerdaña. A pesar de ello, Aznar I Galíndez estableció una dinastía condal hereditaria en Aragón desde la primera década del siglo IX, puesto que su hijo Galindo Aznárez I gobierna el condado de Aragón desde los años 830 hasta mediados o finales de la década de 860, poder que se extendió también al condado de Pallars. El condado, liberado de la dependencia de los francos, quedó sin embargo bajo la influencia del reino de Pamplona. A pesar de ello, el condado aragonés logró preservar su identidad social y administrativa. Sobrarbe era un territorio sometido a la autoridad del valí de Huesca desde la ciudad de Boltaña, la ciudad fortificada de Alquézar y, en última instancia, desde Barbastro, el núcleo urbano y comercial más importante de la zona. De todos modos, a partir del 775, está documentado Blasco de Sobrarbe como señor de las tierras más septentrionales de este territorio para, poco después, integrar esta comarca norteña a los dominios del conde de Aragón.
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