Abrid los ojos hacia vosotros mismos y mirad en el infinito del espacio y el tiempo. Oireis que alli vuelven a resonar el canto de los astros, la voz de los numeros y la armonia de las esferas. Cada sol es un pensamiento de dios y cada planeta una forma de ese pensamiento, y es para conocer el pensamiento divino que vosotras almas descendereis y remontareis penosamente el camino de los siete planetas y de los siete cielos suyos. HERMES TRISMEGISTO
DEDICATORIA
Allí, donde habitan las mariposas, lo hacen tambien las hadas y los angeles, la verdad y la ilusion, la alegria, el amor, la dulzura y la fantasia; los mas bellos sueños y la esperanza.
Es el lugar donde los rios son de miel y las montañas de plata y diamantes; donde los seres alados bailan moviendose al ritmo de la musica de George Harrison y el aroma del Padmini; donde puedo descansar en grandes almohadones de plumas tejidos con hilos de seda y oro. Es mi refugio, y el de muchos que sueñan encontrarlo, sin saber aún que son mariposas.
Este blog esta dedicado a todos ellos y ojala puedan disfrutarlo como parte de su camino hacia el lugar donde habitaron o habitaran algun dia
Parameshwary
Enero 2009
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martes, 9 de octubre de 2018
La apertura del tercer ojo.
Extracto de EL TERCER OJO
TUESDAY LOBSANG RAMPA
Llegó mi cumpleaños y me dejaron todo el día libre, sin clases ni deberes religiosos. Por la mañana temprano me dijo el lama Mingyar Dondup:
«Diviértete hoy cuanto quieras, Lobsang. Al oscurecer vendremos a verte.» Lo pasé muy bien tendido al sol, sin ocuparme ni preocuparme por nada. Allá lejos lucían los tejados del Potala. Detrás de mí las aguas azules del Norbu Linga, o Parque de la Joya, me hacían desear una lancha para bogar por ellas. Al Sur un grupo de mercaderes cruzaba el Kyi Chu en el transbordador. ¡Con qué rapidez pasó el día!
Al oscurecer fui a la pequeña habitación donde me habían citado. Poco después oí el murmullo de las suaves botas de fieltro sobre el suelo de piedra y entraron en mi habitación tres lamas del más alto grado. Me pusieron en la cabeza una compresa de hierbas que sujetaron fuertemente con una venda. Allí me dejaron y ya anochecido volvieron los tres. Uno de ellos era el lama Mingyar Dondup. Me quitaron cuidadosamente la venda y la compresa y me limpiaron y secaron la frente. Un lama forzudo se sentó detrás de mí y me apretó la cabeza entre sus rodillas. El segundo lama abrió la caja y sacó un instrumento de reluciente acero, una especie de lezna, pero hueca y con la punta en forma de diminuta sierra. El lama se quedó unos minutos mirando el instrumento y luego lo pasó por la llama de una lámpara para esterilizarlo. El lama Mingyar me cogió las manos y me dijo:
—Esto es muy doloroso, Lobsang, pero sólo puede hacerse hallándose en tu pleno conocimiento. No durará mucho; de modo que procura estarte lo más quieto que puedas.
Siguieron sacando y preparando instrumentos y una colección de lociones de hierbas. Pensé: «En fin, Lobsang, de todos modos acabarán contigo antes o después. Nada puedes hacer... Como no sea estarte quieto.» El lama que tenía en la mano el instrumento de acero miró a sus compañeros y dijo:
— Empecemos ya, pues el sol acaba de ocultarse.
Aplicó el instrumento al centro de mi frente y empezó a hacer girar el mando. Al principio tuve la sensación de que me estaban pinchando con espinas. Luego me pareció que el tiempo se había detenido. A medida que los pinchos penetraban en la piel y en la carne, no sentía dolor alguno. Sólo me sobresalté cuando el acero tropezó con el hueso. El lama siguió apretando y movió el instrumento levemente para que los dientecillos de acero royeran el hueso frontal. No sentía ningún dolor agudo, sino algo semejante al dolor de cabeza corriente. No hice movimiento alguno. Estando delante de Mingyar Dondup habría preferido morir a moverme o lanzar un gemido.
Aquel hombre tenía fe en mí, y yo en él. Estaba convencido de que cuanto hacía o decía era acertado. Me miraba fijamente con las facciones contraídas.
De pronto hubo un ruidito y el instrumento penetró en el hueso. Inmediatamente detuvo el lama su movimiento y sostuvo con firmeza el instrumento, mientras el lama Mingyar Dondup le pasaba una pequeñísima astilla de madera, muy limpia, que había sido tratada con hierbas y fuego para hacerla tan dura como el acero. Esta cuña, metida en el interior del instrumento fue penetrando por el agujero que me habían abierto en la cabeza. El lama-cirujano se apartó un poco para que el lama Mingyar Dondup pudiera ponerse también frente a mí. Entonces, a una señal de este último, el cirujano fue empujando aún más la cuña con infinitas precauciones. De pronto sentí una extraña sensación como si me hicieran cosquillas en el puente de la nariz; después me pareció oler sutiles aromas que no podía identificar.
También pasó esta impresión y luego me pareció que me estaban empujando o que yo empujaba contra un velo elástico. De pronto se produjo un fogonazo cegador y en aquel mismo instante el lama Mingyar Dondup dijo:
—¡Alto!
Durante un momento sentí un dolor muy intenso que fue disminuyendo y desapareció por completo. En el momento máximo de dolor había visto como una llamarada blanca que luego fue sustituida por espirales de color y glóbulos de humo incandescente. Me quitaron con todo cuidado el instrumento de metal, pero me dejaron dentro el trocito de madera que no me quitarían hasta pasadas dos o tres semanas y hasta entonces tendría que permanecer en aquella habitación en una oscuridad casi absoluta. Nadie podría verme, excepto los tres lamas, que seguirían dándome instrucciones cada día. Hasta que me extrajesen la cuña apenas comería ni bebería. Después de vendarme la cabeza para que no se moviese la cuña, se volvió hacia mí el lama Mingyar Dondup y me dijo:
—Ya eres uno de nosotros, Lobsang. Durante toda tu vida verás a las personas como son y no como pretenden ellas ser.
Fue para mí una extraña experiencia ver a aquellos hombres como envueltos en una llama dorada. Hasta más adelante no supe que sus auras eran doradas a causa de la vida tan pura que llevaban y que las de la mayoría de la gente tenían un aspecto muy diferente.
A medida que este nuevo sentido se me fue desarrollando, gracias al entrenamiento intensivo a que me sometieron los tres lamas, fui observando que hay otras emanaciones que se extienden más allá del aura más íntima.
Con el tiempo pude adivinar el estado de salud de una persona por el color e intensidad de su aura. También pude saber cuándo decían verdad o mentira, según fluctuaran las auras. Pero no sólo el cuerpo humano era el objeto de mi clarividencia. Me dieron un cristal que aún poseo y en cuyo uso he adquirido una gran práctica. Nada hay de magia en las tan conocidas bolas de cristal. Sólo son instrumentos como un microscopio o un telescopio que, gracias a las leyes naturales, nos permiten ver los objetos normalmente invisibles. Ese cristal sólo sirve de foco para el Tercer Ojo y con él se puede penetrar en el inconsciente de una persona o registrar el recuerdo de ciertos hechos. El cristal debe adaptarse al individuo que lo usa. Algunas personas trabajan mejor con un cristal de roca y otros prefieren la bola.
También los hay que usan un recipiente de agua pura o un disco negro. Lo de menos es el instrumento, ya que los principios que actúan son los mismos.
Durante la primera semana permaneció mi habitación en una oscuridad casi completa. A la semana siguiente dejaron entrar un poco de luz y la fueron aumentando cada día un poco más. El decimoséptimo día estaba la habitación completamente iluminada y vinieron los tres lamas para quitarme la cuña de madera. Fue muy sencillo. La noche antes me habían untado la frente con una loción de hierbas. Por la mañana se presentaron los tres lamas y, como el primer día, uno de ellos me sujetó la cabeza entre las rodillas.
El cirujano agarró con unas fuertes pinzas el extremo saliente de la astilla y me la arrancó de un solo tirón. El lama Mingyar Dondup me rellenó el pequeño agujero que había quedado con una pasta de hierbas y me enseñó el trocito de madera. Se había vuelto tan negra como el ébano mientras estuvo en mi cabeza. El lama-cirujano colocó el pedacito de madera sobre un pequeño brasero junto con incienso de varias clases. Mi iniciación se completaba con aquel humo combinado que subía hacia el techo. Aquella noche sentía como un torbellino dentro de mi cabeza. ¿Cómo vería a Tzu con mi nueva facultad? ¿Cómo se me aparecerían mi padre y mi madre?
Pero estas preguntas no podían tener aún respuesta.
Por la mañana volvieron los lamas y me examinaron cuidadosamente.
Dijeron que podría hacer ya la vida normal, pero que pasaría la mitad del tiempo con el lama Mingyar Dondup, que me enseñaría siguiendo un método intensivo. En las demás horas asistiría a las clases y cumpliría con los deberes religiosos, no ya con una finalidad educativa, sino para que la vida en común me equilibrase. Algo más adelante me enseñarían también por métodos hipnóticos. Por lo pronto, lo que más me interesaba era comer.
Durante los últimos dieciocho días me tuvieron racionado y ahora debía recuperarme.
Cuando salía de la habitación sólo pensaba encontrar algo de comida. Se me acercó una figura envuelta en un humillo azul con brochazos de rojo vivo. Di un grito de espanto y volví a la habitación. Los demás se admiraban de mi expresión de terror.
—¡En el corredor hay un hombre envuelto en fuego! —exclamé. Y el lama Mingyar Dondup se apresuró a asomarse y volvió enseguida sonriente.
—Lobsang, no te asustes. El aura de ese hombre es de un azul humeante porque su personalidad no está aún desarrollada y los ramalazos de color rojo son los impulsos de irritación que no puede contener. De modo que puedes salir con toda tranquilidad en busca de esa comida que estás deseando.
Me encantó hallarme de nuevo entre los chicos amigos. Creía conocerlos perfectamente, pero ahora veía que no los conocía en absoluto. Me bastaba mirarlos para captar enseguida sus verdaderos pensamientos: la simpatía que algunos sentían por mí, la envidia de otros, y la indiferencia de unos cuantos. No se trataba de saberlo todo con sólo ver unos colores; tenían que enseñarme a comprender lo que significaban esos colores. Mi Guía y yo nos sentábamos en una habitación oculta desde donde podíamos ver a los que entraban por las puertas principales. Por ejemplo, me decía el lama: « esas líneas de color que vibran sobre el corazón del que entra ahora, Ese tono y esa vibración indican que padece una enfermedad del pulmón.
» O bien cuando se acercaba un mercader: «Fíjate en ése. ¿Ves las franjas que se mueven en torno suyo con unos puntitos que aparecen y desaparecen intermitentemente? Cree que podrá engañar a los monjes tontos.
Está pensando que ya lo ha hecho en otra ocasión. ¡A qué mezquindades desciende el hombre por dinero!» Y cuando vimos venir a un monje anciano, me dijo el lama: «Observa a ése con toda atención, Lobsang. Es un santo varón, pero cree en la exactitud literal de nuestras Escrituras; ¿no ves que tiene descolorido el amarillo de su nimbo? Eso indica que todavía no está lo suficientemente desarrollado espiritualmente para razonar por sí mis mo.» Y así me ejercitaba día tras día. Sobre todo practicaba el poder del Tercer Ojo con los enfermos, tanto los del cuerpo como los del alma. Una tarde me dijo el lama: «Tendremos que enseñarte también a cerrar el Tercer Ojo cuando quieras, pues se te hará insoportable estar contemplando a todas horas las debilidades humanas. Pero por ahora, para ejercitarte, has de tenerlo abierto todo el tiempo como los ojos de tu cara.» Hace muchísimos años, según nuestras leyendas, todos los hombres y mujeres podían usar el Tercer Ojo.
En aquellos tiempos los dioses andaban por la tierra y se mezclaban con los hombres. La Humanidad tuvo visiones en que se veía sustituyendo a los dioses e intentando matarlos, pero el Hombre olvidaba que si él podía ver más allá de lo terrenal, los dioses tenían ese sentido mucho más desarrollado que él. Y los dioses, para castigar al Hombre, le cerraron el Tercer Ojo. Sin embargo, a través de los siglos, ha habido siempre unos pocos individuos dotados de esa clarividencia.
Aquellos que la tienen de un modo natural e innato, pueden aumentar su poder mil veces mediante un tratamiento adecuado, como había sucedido conmigo.
El Abad me mandó llamar un día y me dijo: “Hijo mío, disfrutas ya de ese poder que le está negado a la mayoría. Usalo siempre para el bien y nunca con una finalidad egoísta. Cuando viajes por otros países encontrarás a mucha gente que querrá hacerte actuar como un mago de feria. Te dirán:
“Adivina esto, prueba lo otro.” Pero yo te digo, hijo mío, que nunca has de caer en la tentación de lucir tu habilidad ante ellos. Ese talento se te ha dado para ayudar a los demás, no para enriquecerte. Todo aquello que veas por tu clarividencia..., ¡y verás muchas cosas!..., no lo reveles si ha de dañar a otros y perjudicar su camino en esta vida. Porque el hombre, hijo mío, ha de elegir su propia senda y le digas lo que le digas la seguirá. Debes ayudarlo en la enfermedad y el sufrimiento, pero nunca le revelarás lo que pueda alterar su elección de camino.» El Abad, hombre muy sabio, era el médico que atendía al Dalai Lama.
Antes de terminar nuestra entrevista me dijo que dentro de unos cuantos días me mandaría a buscar el Dalai Lama, que deseaba conocerme. Me invitaría a pasar unas semanas en el palacio del Potala acompañado por el lama Mingyar Dondup.
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