Uno de los motivos radica en la misma motivación, nos interesan otras cosas. Sentirnos bien, aunque lo estemos buscando siempre, suele ser secundario a tener un buen trabajo, familia, logros, beneficios, reconocimiento, etc. Aunque, más bien, la razón fundamental estriba en nuestra forma de pensar. Unos sistemas de pensamiento que se transmiten de padres a hijos, generación tras generación, perpetuando la incapacidad de crear satisfacción y bienestar en la vida. Hay pensamientos dañinos, hay formas de interpretar la realidad que causan malestar y desazón, hay estados emocionales que nos perjudican, hay creencias y convicciones que al principio nos ayudan y luego acaban siendo una prisión, etc.
La comparación con los demás
Entre los numerosos estados mentales perjudiciales, se encuentran la comparación y la envidia. Solemos evaluarnos en relación a algún tipo de estándar. Compararse continuamente con los demás es una de las formas más tangibles de asegurarse infelicidad en la vida. Cuando nos comparamos, medimos nuestra valía en relación a un modelo externo. El resultado, en la mayoría de los casos es negativo. Siempre vamos a encontrar a alguien mejor que nosotros, que tiene más, que sabe más, que es más popular, etc. Aunque también puede encontrarse otro tipo de comparación a la inversa que conduce a una autoestima enfermiza, el de la persona que se cree con derechos: especial y superior a los demás. Obviamente aquí uno se compara con la idea imaginaria de que los demás son débiles e inferiores.
Solemos compararnos con ideales y no con personas reales. Al hacerlo dejamos que algo externo determine nuestra valía. Cuando se vive de una manera muy intensa y rígida, la comparación es causa de un gran sufrimiento y malestar. Si alguien piensa cosas como: “Si no tengo tanto como los demás mi vida no vale”, la vida se hace muy cuesta arriba. Al compararnos no valemos por lo que somos, por lo que hemos aprendido, o por las cualidades que tenemos; nuestro valor está condicionado a otros. El poder lo tienen los demás.
La comparación podría considerarse como una distorsión de algo que empezó siendo positivo. Nos enseñaron a fijarnos en modelos de personas preparadas, trabajadoras, inteligentes, solidarias, etc. Se trataba de encontrar inspiración e impulso para aprovechar la vida. Vernos en personas más avanzadas y exitosas nos ayudaba a crecer y controlar tendencias insanas. Los modelos de científicos, deportistas, maestros y personajes históricos, servían para darle una dirección a nuestra vida y encaminarnos hacia encarnar unos valores positivos. Sin embargo, en muchos casos, lo que era un modelo de inspiración se convirtió en un modelo con el que compararnos. Empezamos a tener modelos idealizados en nuestra mente, y nuestra valía empezó a depender de cuánto nuestra vida se ajustaba a esos ideales. Ahí empezó una de nuestras fuentes de infelicidad. Al perder la conexión con nosotros mismos y medirnos en relación a otros abandonamos parte de nuestra esencia. Algunas personas, al ver la imposibilidad de alcanzar tales niveles, directamente caen en la insatisfacción, otros tapan sus sentimientos de incapacidad, muchos viven ocultando de sí mismos la sensación de ser un fraude. Hay quienes buscan siempre la aprobación de los demás en todo lo que hacen, como si al encontrarla alguien les redimiera de su incapacidad de llegar a cumplir con lo que se espera. Algunos siguen intentándolo, esforzándose cada día pero sin llegar nunca, descubriendo que siempre les falta algo para llegar.
Cuando necesitamos un modelo para determinar nuestra valía, estamos perdidos. Siempre hay un poso de duda e insatisfacción en nuestro interior. Nuestros logros y avances dan poca satisfacción porque estamos esperando a que alguien los apruebe. Siempre hay alguien mejor, siempre algo que empaña nuestro valor. Pero también, empezamos a quedarnos atrapados en el pensamiento de que siempre se puede ser más feliz, y lo que tenemos ahora puede ser mejor. El trabajo, la familia, las aficiones, el coche, la casa, etc. todo puede ser mejor, por tanto, no vale tanto, no es tan bueno, no nos alegra tanto. Si esto se vive de una forma extremada, la vida se llena de desesperanza y tristeza.
La envidia
A veces, toda esta infelicidad nos conduce a sentir envidia. El sentimiento de envidia, celos, rivalidad, es otra de las maneras de generar sufrimiento. Como es sabido, el problema principal de las reacciones emocionales destructivas es que controlan nuestras acciones. Es decir, nos llevan a hacer cosas que no queremos, e incluso cosas que nos dañan a nosotros mismos. Pueden llegar a conducirnos a comportamientos muy autodestructivos.
Sentir envidia es sentir dolor ante la felicidad y el bienestar de los demás. Nos molesta que los demás obtengan reconocimientos, éxitos, ganancias y demás. Nos irrita que alguien sea popular, logre algo, o incluso que sea feliz. A veces, estamos tan dominados por la envidia que no podemos evitar estar continuamente pendientes de lo que tienen los demás. Este estado mental, como es obvio, es de una constante irritación y dolor.
Puede llegar un momento en que la envidia nos posea. Nos damos cuenta de lo absurdo de ello, queremos vivir nuestra vida y dejar que los demás vivan su vida, pero estamos atrapados, la emoción tiene una fuerza que no nos deja en paz. El estado de envidia o celos es un estado que impide cualquier satisfacción, nada de lo que tenemos nos llena, estamos poseídos por la desazón y la rabia de que otros tienen algo de lo que nosotros carecemos. Entramos en un círculo vicioso en el que lo nuestro carece de valor y lo de los demás es siempre mejor. La vida puede volverse vacía y gris.
Practicar regocijo
Una de las maneras forma más asequible de vencer estas tendencias es cultivar la actitud de alegrarse de la felicidad y los éxitos de los demás. Esto se llama regocijo y practicarlo nos lleva directamente a sentirnos mejor y más satisfechos. Se trata de fijarse en lo bueno que tienen los demás y aprender a reaccionar de una manera positiva. Es un hábito que necesitamos entrenar. Para la mayoría de nosotros no ocurre naturalmente sino que tenemos que adiestrarnos hasta que forme parte de nuestra mente.
El regocijo indica un estado más avanzado de madurez. Podemos sentirlo porque somos capaces de ponernos en la piel de los demás y sentir lo que ellos sienten. Indica que hemos evolucionado a la capacidad de salirnos de nosotros mismos y ver el mundo desde la perspectiva de los demás. Por consiguiente, cultivar esta alegría por lo ajeno favorece nuestra evolución personal y nuestra satisfacción en la vida. Por el contrario, la incapacidad del regocijo indica un aferramiento a lo personal y una limitación en nuestras posibilidades de maduración y conciencia. Como es sabido, dejar de evolucionar como personas es quedarse condenado a seguir padeciendo todo tipo de infelicidad.
El regocijo está ligado a saber alcanzar lo que uno desea. Muchas veces nos vemos limitados e incapaces de obtener algo que buscamos; nos falta inteligencia, recursos o habilidades. Nos sentimos paralizados y sin saber avanzar. Cultivar el regocijo es un ejercicio extraordinario para lograr lo que deseamos. Cuando nos alegramos sinceramente por las personas que ya tienen lo que nosotros anhelamos, estamos abriendo el camino hacia ello. De algún modo se despierta una inteligencia que nos acerca a conseguirlo también.
Esto es muy curioso. Mientras que sentir envidia o celos nos impide conseguir lo que deseamos, regocijarse de las personas que lo poseen nos facilita llegar a ello. Con la envidia nos estamos diciendo que nosotros no podemos, nos ponemos más obstáculos, con el regocijo evocamos capacidades que desconocíamos. El regocijo puede equipararse a la inspiración que nos produce una persona a la que admiramos y valoramos sanamente. Es una forma de mantener la ilusión y el coraje hacia lo verdaderamente importante. Nos conduce al éxito en la consecución de nuestras aspiraciones.
El regocijo suele formar parte de la práctica de cualquier persona implicada seriamente en el camino espiritual. Por ejemplo, la gran mayoría de los sutras budistas, terminan expresando que los asistentes al discurso se regocijan y alegran de la enseñanza. Así, cuando uno quiere desarrollar las cualidades del camino, sea sabiduría, compasión, lucidez, humildad, etc., parte de la práctica es sentir verdadera alegría por quienes ya las han desarrollado. Haciéndolo de este modo, el proceso es más fluido y factible.
Meditación
Sentado en una postura de relajación y alerta. Dispón unos minutos para que la mente se calme. Respira y siente todo el cuerpo; deja que la agitación se desprenda del cuerpo con cada respiración.
Despierta el anhelo de que tu paso por la vida sea beneficioso para el mundo. Evoca una persona que posea algún tipo de felicidad que no tienes. Manteniendo en mente a la persona, dedica unos minutos a despertar un sentimiento de alegría. Siente felicidad al ver que es feliz. Imagina más y más personas que tienen esa felicidad.
Siente felicidad por ellos. Ahora, intenta mantener ese estado de regocijo. Sin distraerte, obsérvalo todo el tiempo que puedas. A continuación, piensa en una cualidad, capacidad o habilidad que realmente te importa, pero que no tienes. Evoca a alguna persona que conozcas que la tiene. Luego, imagina a otras personas que también la tienen.
Siente felicidad de que esta cualidad exista en el mundo y hay personas que la poseen. Enfócate unos minutos en mantener el estado de regocijo. Por último, imagina todas las personas que están trabajando por despertar y evolucionar, las personas que están cultivando cualidades, entrenando su mente, desarrollando sabiduría y compasión.
Siente alegría. Deja que invada todo tu cuerpo. Contempla todo el tiempo que puedas el estado adquirido, sin dejar que otros pensamientos te saquen de él. Termina la meditación dedicando la práctica para llegar a ser una influencia positiva para el mundo.
JUAN MANZANERA
Licenciado en Psicología Clínica y diplomado en Psicoterapia Gestalt. Se formó en filosofía y meditación budistas en Asia y Europa. Imparte cursos desde hace 25 años. Fundador y director de la Escuela de Meditación en Madrid.
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