Es
el año quinto del reinado de Amar-Suen, y el escriba Lugalkuzu, hijo de
Urnigar el escudero, mira crecer ante sí la montaña de grano que 57
trabajadores han acarreado, durante un día entero, desde el campo de
Isalla hasta el templo de la vieja Umma, una de las primeras ciudades en
la historia del mundo.
Lugalkuzu
cuenta a los trabajadores: 35 al mando de inspector Gutar, y otros 27 a
las órdenes del inspector Enunna, y escribe los datos sobre el barro
fresco, hundiendo en él un carrizo acuñado; luego añade su nombre y su
cargo, “responsable”, estampa el sello de su familia y remata con la
fecha: “Mes tercero del año en que Enunugal fue nombrado sumo sacerdote
de Inanna, año quinto de Amar-Suen”.
Lugalkuzu
no sólo vive en una de las primeras ciudades en la historia de la
humanidad, Umma, sino que es, también, uno de los primeros hombres en
dominar la escritura, una invención de su mismo pueblo, los sumerios,
usada a veces como herramienta administrativa, otras como arma de
control, y finalmente también como espejo para reflejar el alma de las
personas.
Desde
entonces han pasado 4 mil 54 años, y Alejandra Gómez Colorado recarga
las manos sobre la vitrina, como una niña, y mira sonriendo los
guijarros de barro que aún conservan las palabras de Lugalkuzu.
“Umma,
Ur y Uruk –explica Alejandra– son las ciudades donde se sentaron las
bases para el desarrollo de la civilización occidental: la forma en la
que nosotros vivimos hoy, la forma en la que se organizan las urbes,
este mismo modo de vivir en ciudades, es un modelo que se desarrolla en
Mesopotamia, y los primeros pueblos de esta civilización fueron los
sumerios… ”
Alejandra
es antroplóloga social, especialista en estudios de Medio Oriente,
curadora de la sala de Oriente Medio del Museo Nacional de las Culturas,
y es también la persona que redescubrió, en 2006, aquella tablilla
milenaria en la que Lugalkuzu, habitante de la primera civilización del
mundo, registró, con fines administrativos, los detalles de una jornada
agrícola en los campos de Isalla.
No
se trata de una réplica, sino de una pieza original, que por más de 47
años permaneció olvidada en las bodegas del museo, junto con otros diez
ejemplos de escritura cuneiforme, de entre los cuales pudo ser
identificada una segunda pieza auténtica, gracias a una revisión
detallada de cada objeto, emprendida a raíz del descubrimiento de
Alejandra.
En
esta segunda tablilla original, Lugalkuzu es también mencionado, como
capataz a cargo de 17 trabajadores, cada uno de los cuales cosechó 20
litros de cebada, en el quinto día del segundo mes “del año siguiente al
que se hizo el trono de Amar-Suen”… es decir, alrededor del 2040 antes
de Cristo.
Ese
día, destaca la tablilla, el inspector Ur-Nintu se encargó de vigilar a
17 mujeres campesinas y a sus más de 30 hijos que, junto a los
trabajadores de Lugalkuzu, cosechaban los campos de Manu, en Umma, al
sur de lo que hoy se conoce como Irak.
En
total, esta segunda tablilla original registra el trabajo de más de 140
campesinos: 69 hombres, 41 mujeres y más de 30 niños (el número exacto
no pudo ser traducido), que fueron vigilados por siete capataces:
Lugalkuzu, Dadumu, Lugal-emahe, Lusig, Basag, Ur-Nintu y Lubalasig.
De Pensilvania con cariño…
Estas
tablillas estaban en las bodegas del museo, confundidas con una
colección mayor de réplicas –detalla la especialista en Oriente Medio
antiguo–, los acervos del museo son muy ricos, y estábamos haciendo el
inventario.
Corría
el año 2006, cuando el Museo Nacional de las Culturas cerró sus
puertas, por reestructuración, y de hecho, las fichas técnicas que en
ese momento se realizaron sobre estas dos tablillas originales, las
describen como “réplicas” hechas en “yeso”.
Sin
embargo, narra Alejandra, “yo las empecé a ver y me di cuenta de que no
tenían barniz, que la textura misma daba una idea de que eran distintas
del resto. Empezamos a analizarlas un poco más y descubrimos que tenían
pequeñas fisuritas, un simple examen a lupa permitió ver que la
manufactura era distinta al resto de las que sí eran réplicas
confirmadas… entonces les tomamos fotos con un lente macroscópico, para
ver las cuñas (las hendiduras con forma triangular en las que se basaba
la escritura de los antiguos sumerios), y buscamos algún especialista
que pudiera ayudarnos a confirmar si eran originales”.
A
través de expertos sudamericanos, detalla Alejandra, el Museo Nacional
de las Culturas pudo entrar en contacto con Manuel Molina, del Consejo
Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, experto en escritura
cuneiforme y en las distintas lenguas del complejo sirio-mesopotámico,
quien en 2011, logró traducir ambas tablillas.
El
profesor Molina, de hecho, no sólo pudo confirmar la autenticidad de
estas tablillas, sino también determinar su condición de “inéditas”, es
decir, que su existencia no estaba registrada en la base de datos
mundial sobre escritura cuneiforme.
“Por
supuesto que el profesor Molina estaba muy emocionado –narra
Alejandra–, nos pidió permiso de publicarlas y de investigar más, debido
a que estaban inéditas. Esto se estudia como si se fuera escribiendo
poco a poco un gran diccionario, entonces, cada vez que aparece en el
mundo una tablilla inédita, porque están desperdigadas por el mundo, se
le pone un número de catálogo y se van su mando. Así, poco a poco se
pueden ir completando textos, con otras tablillas que hayan salido del
mismo sitio arqueológico o de la misma zona.”
Las
tablillas descubiertas por Alejandra, por ejemplo, ahora se sabe que
fueron otorgadas en intercambio por la Universidad de Pensilvania, de
Estados Unidos, en 1964, y fueron enviadas a México por intermediación
de la arqueóloga Beatriz Barba de Piña Chán, que por entonces colectaba
acervo para el Museo Nacional de las Culturas, que estaba a punto de
abrir sus puertas.
Cabe
destacar que, aunque la Universidad de Pensilvania esperaba, en
reciprocidad, que México les enviara piezas prehispánicas de
Teotihuacán, dos vasijas de Tlatilco, así como “un buen ejemplo de
policromado Mixteca-Puebla”, entre otras piezas, no existen registros
que comprueben que dicho compromiso fue cumplido por las autoridades
mexicanas.
De
hecho, lo único que se sabe es que, el 20 de agosto 1964, la arqueóloga
Beatriz Barba pidió al doctor Alfred Kidder II, de la Universidad de
Pensilvania, una prórroga para cumplir dicho acuerdo: “Permítanos –reza
la misiva enviada– dos o tres meses más para que se organicen en la
nueva bodega los materiales, para comenzar a separar lo que usted
solicita”.
–Si
la Universidad de Pensilvania pidiera, hoy, cumplir ese acuerdo,
¿habría que enviarles esas piezas prehispánicas? –se pregunta a la
profesora Alejandra Gómez Colorado.
Ella lo medita.
–En
la actualidad –responde– la ley prohíbe que cualquier pieza
arqueológica se vaya del país. Sin embargo, en los años 60, cuando ese
acuerdo se estableció, eso era perfectamente legal y normal. Gracias a
esos acuerdos, por ejemplo, el Museo Nacional de las Culturas cuenta con
una estupenda colección de vidrio y cerámica de la zona de Levante, de
alrededor de 1700 a 1500 antes de Cristo. Esa colección fue enviada por
el Museo de Jerusalén, y ellos recibieron piezas prehispánicas, de la
cultura mexica y algo de la costa de Nayarit que, hasta la fecha, tienen
exhibidas de manera destacada.
El valor de las réplicas
Aunque
sólo dos de las diez tablillas sumerias que exhibe el Museo Nacional de
las Culturas son originales, el resto de la colección posee un valor
museístico incalculable, destaca Alejandra. “La civilización que hoy se
conoce como Complejo Sirio-Mesopotámico es la cuna de lo que hoy somos
como sociedades humanas, aquí se fundó la vida urbana, como puntos de
poder centralizado político y religioso, aquí se creó la división del
conocimiento que hasta la fecha rige, en ciencias naturales y ciencias
sociales, la división sexagesimal del tiempo, la escritura, las
bibliotecas, todo eso aquí comienza, y los humanos del presente somos
sus herederos”.
En
la colección donada por la Universidad de Pensilvania, por ejemplo,
está la réplica de una tablilla en la que se narra el mito del diluvio
–luego retomado por la tradición judeo-cristiana–, está la réplica de
una tablilla con la tabla de multiplicación del número 9, una réplica
más de un índice de títulos literarios de la antigüedad, una más que
registra la venta de un esclavo, y otra con diversas fórmulas para
preparar medicina herbolaria.
Las
distintas épocas en que fueron escribiéndose estas tablillas, además,
permite ver la evolución de la escritura cuneiforme, a lo largo de los
siglos.
–
El hecho de que estas tablillas, y muchas de las piezas de
civilizaciones antiguas exhibidas en el museo, sean réplicas, ¿les resta
valor?
–
Depende de cómo lo veas. Por ejemplo, en la Sala de Oriente Medio, los
visitantes pueden apreciar piezas que, si quisieran conocer en original,
tendría que visitar varios museos ubicados en distintas partes del
mundo. Unas piezas están en el museo de L’ouvre, en París; otras están
en el Museo Británico, en Londres. Y otras piezas estaban en el Museo de
Bagdad, saqueado en 2003, y han desaparecido o fueron destruidas.
La
especialista detalla, con coraje: “Aquí tenemos, por ejemplo, el Plato
de Arpachiyah. Se trata de una réplica exacta, copiado directamente de
original, que tiene una antigüedad de entre 4 y 5 mil años. Este plato
estaba en el Museo de Bagdad, y fue robado, junto con otros 13 mil
objetos.”
|
El
Jarrón Sagrado de Warka, antes y después de ser robado del Museo de
Bagdad en 2003. En el Museo Nacional de las Culturas aún se preserva una
réplica exacta. |
En
la misma línea, en el Museo Nacional de las Culturas puede ser admirada
una copia exacta del Jarrón Sagrado de Warka (también conocido como
Vaso de Uruk), labrado alrededor del año 3200 antes de Cristo, y robado
también del Museo de Bagdad.
Tan
pronto como se detectó que esta pieza estaba entre el botín del saqueo,
los expertos supieron también que el jarrón había sido destruido, ya
que el pedestal en el que se sostenía aún guardaba restos de los
intentos por arrancar la pieza a la fuerza. Un año después, esto se
confirmó al ser recuperados algunos fragmentos del vaso, a partir del
cual se intentó una recostrucción.
“Tener
estas réplicas –subraya Alejandra– nos hace entonces partícipes
directos de la conservación del patrimonio de la humanidad“, sobre todo
del más amenazado.
Según
reportes de la Interpol, al menos 50 esculturas, estatuas y placas
gravadas de la antigüedad fueron robadas durante el saqueo de 2003.
Además,
se tiene detectado el robo de al menos 2 mil 176 sellos cilíndricos
(que eran rodados sobre barro para crear figuras), así como otros 114
sellos simples y cinco tablillas con escritura, todos de la era
mesopotámica.
El
resto de las 13 mil piezas robadas no han podido ser identificadas
hasta la fecha, debido a que los saqueadores destruyeron los archivos
del Museo de Bagdad.
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