El Buddha enseñaba por donde quiera que pasara.
Un día que hablaba en la plaza de un pueblo, un hombre se acercó a escucharle entre la multitud. El oyente empezó pronto a hervir de envidia y de rabia.
La santidad del Buddha le exasperaba. Cuando ya no pudo controlarse le insultó a gritos. El Buddha permaneció impasible. El hombre, lívido de cólera, abandonó la plaza.
A medida que avanzaba a grandes zancadas bordeando los arrozales, su cólera se iba apaciguando. El templo de su ciudad crecía por encima de los arrozales. Surgió en el la conciencia de que su cólera había nacido de la envidia y de que había insultado a un sabio.
Se sintió tan incomodo que dio media vuelta, decidido a presentarle al Buddha sus excusas.
Cuando llegó a la plaza donde proseguía la enseñanza, la multitud se apartó para dejar pasar al hombre que había insultado al Maestro. La gente le miraba incrédula ante su regreso. Se cruzaban miradas, se daban codazos para atraer la atención de los vecinos.
Un murmullo seguía sus pasos, y cuando estuvo lo bastante cerca, se prosternó, suplicando al Buddha que perdonara la violencia de sus palabras y la indecencia de su pensamiento.
El Buddha lleno de compasión acudió a levantarle:
-Nada tengo que perdonarte, no he recibido ni violencia ni indecencia.
-Sin embargo, he proferido graves insultos y groserías.
-¿Qué haces si alguien te tiende un objeto cuyo uso desconoces o que no deseas tomar?
-No extiendo la mano, no lo cojo, por supuesto.
-¿Qué hace quien lo da?
-A fe mía, ¿qué puede hacer? Se queda con su objeto.
-Ésa es sin duda la razón por la que pareces sufrir los insultos y las groserías que has proferido. En lo que a mi se refiere, tranquilízate, no me has apesadumbrado.
No había nadie para tomar esa violencia que ofrecías.
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