Aprendí de algo que es constante, que nunca falla, de algo que se puede entender fácilmente si el hombre se lo propone. Y por eso —y así fue en verdad— no estuve a merced de la hipocresía del dogma ni de las creencias supersticiosas; o de los dioses de múltiples caras —y así es en verdad— a quienes tú estás tratando de complacer; o del estigma de que quizás éramos inferiores en perfección y que nunca podríamos lograrla.
Nunca estuve en manos de esa clase de enseñanza. Por eso fue más fácil para mí hacer, en mi única existencia, lo que a muchos les ha tomado un milenio, porque ellos han buscado a Dios en el entendimiento de otro hombre. Han buscado a Dios en las reglas gubernamentales, en las reglas eclesiásticas, en la historia, sobre la cual ni siquiera cuestionan quién la escribió y por qué. Han basado sus creencias, su entendimiento, su vida, y sus procesos de pensamiento en algo que vida tras vida tras vida ha demostrado ser un fracaso. Y, no obstante, el hombre, al tropezar con su propio ego alterado, temeroso de admitir que quizás se ha equivocado, continúa —y así es en verdad— con la hipocresía inquebrantable que sólo conduce a la muerte.
Yo fui de lo más afortunado, entidad. El sol nunca me maldijo; la luna nunca dijo que yo debiera ser de tal manera. El viento jugueteaba conmigo y me provocaba. Y el rocío y la escarcha, el olor de la hierba, los insectos que van de un lado a otro, y el grito de un pájaro nocturno son cosas infalibles. Su ciencia es simple. Y lo maravilloso que aprendí de ellos, entidad, es que, ¿sabías que en su inmutabilidad no articulan ni una palabra? El sol no miró hacia abajo y me dijo: «Ramtha, tienes que adorarme para poder conocerme». Ni tampoco me dijo: «Ramtha despierta; es hora de contemplar mi belleza». Estaba ahí cuando yo lo miraba.
Eso es el principio. Eso nunca te fallará. Eso te enseñará una verdad más limpia y más clara que cualquier cosa que haya sido escrita por el hombre.
Había un gran bosque en el norte. Escogí —y así fue en verdad— a los que tú llamarías mis guerreros más feroces; y a algunos de ellos, muy ancianos y tranquilos, aún les rechinaban los dientes. Y me los llevé a una larga marcha —que duró ochenta días, según tu cómputo— hacia un bosque en el norte. Caminaron hasta el centro de la espesura, y yo encontré el árbol más grande del bosque. ¿Sabes qué tan grande era? Puse a una legión entera a su alrededor, tomados de las manos como niños pequeños. Se sintieron humillados y rodearon el árbol. Ya sabes, los bufones se tropezaban una y otra vez con las raíces y miraban si alguien los estaba observando. Hice que se tomaran de las manos como niños pequeños… Y tomarse de las manos, tú sabes, era algo despreciable.
Yo caminaba a su alrededor y me reía de ellos. Les levantaba las faldas y me reía de ellos; miraba sus piernas estiradas, y mi espalda estaba contra las suyas, y luego miraban por encima del hombro, preguntándose qué sería lo siguiente que les haría el Ram. Les dije: «¿Pensáis que este es un gran árbol?» Y todos estuvieron de acuerdo en que era un gran árbol. «¿Qué es lo que tiene este árbol que vosotros no tenéis?» Y ellos todavía estaban ocupados en tomarse de las manos y no ponerlas en sus caderas. Se tambaleaban y hablaban entre dientes, y me miraban de arriba abajo preguntándose qué haría yo en el momento siguiente. Ni siquiera estaban pensando en el árbol. Di una vuelta otra vez, saqué mi espada y puse la punta en sus traseros. «¿Qué tiene este árbol que vosotros no tenéis?»
Y los pinché bien, uno por uno, para que prestaran atención. Y uno dijo: «Este árbol es más alto que nosotros». Esa era una buena respuesta. Y otro dijo: «Nunca he visto un árbol de esta manera, así que para mí es un árbol nuevo».
«¿Qué es lo que sabe este árbol que vosotros no sabéis?» Y uno dijo: «Pero, Señor, un árbol no piensa, no tiene intelecto». Y yo le dije: «Ya sé que no. ¿Piensas que todas las cosas necesitan un intelecto, tú, bárbaro?»
Y dije: «Intenta ver la copa de este árbol». Y tendrías que haberlos visto a todos con sus cabezas para atrás esforzándose por ver. Ahora se había convertido en un juego muy serio para ellos, ya que ahora se trataba de la competencia: ¿quién encontraría más rápido la respuesta correcta? Y eso es un guerrero para ti, sabes. Y balbuceaban de manera incoherente, y nadie podía ver realmente la copa del árbol; y aunque te alejaras a una gran distancia, ciertamente no podrías.
Volví al tema. «Este árbol no sabe cómo morir. Este árbol sólo sabe cómo vivir.» Y mientras ellos observaban, giré sobre mis talones y recogí aquello que se llama la semilla de este árbol, y dije: «¿Veis esta pequeña semilla? Así es como se ve. ¿Qué sale de la semilla? Sólo crece». Y ahora ellos arrugan el entrecejo y comprenden de verdad lo que intento decirles. «Este árbol estaba aquí antes que la madre de la madre de la madre de a madre de la madre de la madre de vuestra abuela. Ya entonces era un gran árbol, y estará aquí cuando muráis en vuestra carne. Y estará aquí dentro de varias generaciones, cuando regreséis en la semilla de vuestra generación, pues vuestros hijos serán vuestro futuro Yo.» Y uno me dijo: pero, Señor, podríamos tomar un hacha, talar este árbol y quemarlo». «Precisamente. Sólo tú sabes eso y sólo tú mueres. El árbol no; sólo sabe vivir, ir hacia la luz. No posee el pensamiento de la destrucción en su comprensión y es muy inteligente.»
Ellos lo contemplaron, y uno dijo: «Señor, ¿por qué morimos?» Lo miré. «Porque no sabemos quiénes somos. Vosotros, mis amados soldados, sois los bastardos de esta tierra. No sabemos de dónde venimos ni por qué existimos. Cuando no sabemos, somos el desperdicio de esta tierra. Somos su muerte. Destruimos la tiranía, pero eso es lo que somos dentro de nuestros seres. No sabemos como sabe el árbol.»
Y, sabes, el hombre se echó a llorar; se agachó, apartó su espada, y lloró. «Señor, ¿por qué no sabemos quiénes somos?»
«Porque no has estado quieto el tiempo suficiente para contemplar lo que hay dentro de ti como lo ha hecho este árbol. Y si alguna vez lo hicieras, jamás llegarías a conocer completamente tu majestad, pues tus pensamientos cambian a cada instante... A cada instante. Pero al comprender esos pensamientos, estarás preocupado en comprenderte a ti mismo y nunca pensarás en ti mismo hasta causarte la muerte. Sabes que vas a morir, por eso mueres. Incluso te llevas hasta una situación de guerra con otros para que eso sea una certeza. Puedes quemar un árbol, es verdad, pero sólo algo que en su intelecto conoce la muerte podría hacer eso. Un árbol vivirá para siempre. Y un día construirán aquí una gran ciudad —y así es en verdad—, y llegarán a este bosque y talarán este gran árbol y construirán muchas cabañas.» Y dije: «¿Sabes algo acerca de las cabañas? Vivirán más que la gente que las construyó. Así que el árbol seguirá viviendo».
Observé todas estas cosas, el más puro de los maestros: los elementos. Los elementos sobrevivirán; mientras que el hombre muere, eternamente. Cuando contemplé al Padre en toda su brillantez, hubo dos cosas que me hicieron creer en la vida perpetua: el sol, al que yo llamaba Ra, su advenimiento de gloria en los horizontes, y su viaje a través de todos los cielos que terminaba en la esfera oeste, y pasaba a su sueño y permitía que la belleza exquisita de la luna y su pálida luz viniera danzando por los cielos para iluminar la oscuridad de maneras misteriosas y maravillosas. A pesar de todo esto, también aprendí que la voz silenciosa del Padre, el sol —aunque no se lo tiene en cuenta—, controlaba sutilmente la vida. Todos los que eran valientes y aguerridos o hacían la guerra entre sí y planeaban bacanales para su deleite, las terminaban cuando el sol se ponía.
Y cuando vi a una anciana abandonar este plano, aferrándose fuertemente al tosco lino tejido que había hecho para su hijo que había muerto hacía tiempo, la vi, maestro, morir a la luz del sol del mediodía. Y la vida se iba de su cuerpo en ahogados golpes de llanto. Y vi cómo la anciana empezaba a marchitarse en la luz. Y su boca se contrajo para abrirse en una expresión horrorizada, y sus ojos vidriados miraban a la luz sin perturbarse. Nada se movió, excepto la brisa en su viejo cabello. Y miré a la mujer que había dado a luz al hijo que murió; qué grande había sido la inteligencia de ambos. Y miré al sol, que nunca perecía. Era el mismo sol que la anciana había visto pasar a través de una grieta en el cielo raso cuando abrió por primera vez sus ojos en los brazos de su madre al venir al mundo. Y fue lo último que vio cuando murió.
Y mientras enterrábamos a la mujer, miré de nuevo al sol y lo tuve en cuenta. Y empecé a reflexionar sobre él y sobre los días, sobre la vida y las criaturas que vivían a pesar del hombre. Y empecé a deducir que los dioses que están en la mente del hombre son verdaderamente la personalidad de aquello que más temen y más respetan. Y que el verdadero Dios era aquel que permitía que esta ilusión, este ideal, fuera y viniera, y que aún estuviera allí cuando, otra primavera, otra vida, ellos regresaran otra vez.
Muy pronto concluí esto, maestro: que en ese poder, esa vida, esa eternidad que está ahí para siempre, es allí donde yace la verdadera veneración del Dios Verdadero, el Dios Desconocido, la fuerza vital. Y empecé a saber quién era el Dios Desconocido. No era sino tu vida, inagotable. Me conquisté a mí mismo a través del odio, a través de desear la destrucción de mí mismo, una cosa imperfecta. No es que no haya hecho nada y que sea un ser puro. Lo he hecho todo. Y por eso, entidad, obtuve sabiduría de todo lo que hice y nunca tendré que hacerlo otra vez. Soy virtuoso, entidad, porque lo he hecho todo para convertirme en lo que soy. ¿Cómo sabes lo que es el amor, entidad, sino cuando has odiado? ¿Cómo sabes que es la vida sino cuando te encuentras a punto de morir, y el sol saldrá a pesar de tu muerte y las aves ni siquiera te mirarán? No sabes eso hasta que llegas al momento del entendimiento. Cada momento florece con el entendimiento.
No hay nada que me haya enseñado el hombre; nada sobre la iluminación. Iluminación significa conocimiento; el conocimiento de algo se convierte en la iluminación sobre ese algo. Lo de ahí fuera es lo que me enseñó Cuando me di cuenta de qué y quién era el Padre, por medio de un pensamiento elevado, ya no deseaba consumirme y morir como la anciana, ni ver morir a tantas entidades valientes de mi ejército. Debe haber una manera mejor de conservarse como se conserva el sol. Y he aquí que cuando estaba empezando a reflexionar sobre el estado de recuperación en la más extrema desesperación de mi cuerpo —una vez curado—, me senté sobre un altiplano solitario y miré a lo lejos, en donde había una neblina espesa y se veían las vagas siluetas de montañas fantasmales, y valles todavía no explorados. Y me pregunté cómo podría yo ser parte de la esencia que es el continuo.
RAMTHA
Extracto de GUÍA DEL INICIADO PARA CREAR LA REALIDAD
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dom., 23 dic. 22:12 (hace 22 horas)
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