Sin embargo, hay poderosos motivos para suponer que los sabios de la antigüedad conocían la posición, movimientos y relaciones de los astros, según se deduce del testimonio del historiador, biógrafo y filósofo moralista griego Plutarco (45 – 127 d. C.). Además, si tan ignorantes eran los antiguos astrónomos, ¿cómo es que en sus obras se descubren conceptos corroborados por recientes descubrimientos? Proctor, que es conocido por haber producido uno de los primeros mapas de Marte en 1867, expone la teoría de la formación de la Tierra y describe las sucesivas fases por qué pasó antes de ofrecer morada al hombre, pintando con vivos colores el gradual agrupamiento de la materia cósmica en esferas gaseosas, rodeadas de una inconsistente capa líquida, que fueron condensándose hasta la solidificación de la corteza externa, seguida del lento enfriamiento de la masa, con los resultados químicos de la acción del intenso calor sobre la primitiva materia del globo, que determinaron la formación y distribución de las partes firmes, los cambios en la constitución de la atmósfera, la aparición de vegetales, animales y por último del hombre.
Hermes Trismegisto es el nombre griego de un personaje mítico que se asoció a un sincretismo del dios egipcio Dyehuty (Toth en griego) y el dios heleno Hermes, o bien al Abraham bíblico. Hermes Trismegisto significa en griego ‘Hermes, tres veces grande’. Hermes Trismegisto es mencionado primordialmente en la literatura ocultista como el sabio egipcio, vinculado al dios egipcio Toth, que creó la alquimia y desarrolló un sistema de creencias metafísicas que hoy es conocida como hermética. Para algunos pensadores medievales, Hermes Trismegisto fue un profeta pagano que anunció el advenimiento del cristianismo. Se le han atribuido estudios de alquimia como la Tabla de esmeralda, que fue traducida del latín al inglés por Isaac Newton, y de filosofía, como el Corpus hermeticum. En el hermético Libro de los Números, escrito también, según la tradición caldea, por Hermes Trismegisto, podemos leer: “En el principio del tiempo el gran Invisible tenía sus santas manos llenas de materia celeste que esparció por el infinito y, ¡ oh pasmo!, se convirtió en esferas de fuego y en esferas de arcilla que, como el inquieto metal, se disgregaron en esferas menores que empezaron a voltear incesantemente. Y algunas, que eran esferas de fuego, se convirtieron en esferas de arcilla y las de arcilla en esferas de fuego, porque las de fuego esperaban a que llegase el tiempo de convertirse en de arcilla y las otras las envidiaban en espera de convertirse en de puro y divino fuego”. Vemos en el pasaje de Hermes Trismegisto la difusión de la materia, su agrupamiento en esferas, de las que se disgregan otras menores, la rotación axial, la paulatina transición de la materia incandescente a materia rocosa y, por fin, la pérdida de calor con que se inicia el período de la muerte planetaria.
Lo mismo creyeron astrónomos tan eminentes como Kepler, quien opinaba que los astros y la misma tierra están animados por espíritus inteligentes. Johannes Kepler (1571 – 1630) es figura clave en la revolución científica, fue un astrónomo y matemático alemán; conocido fundamentalmente por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol. Fue colaborador del astrónomo danés Tycho Brahe, a quien sustituyó como matemático imperial de Rodolfo II, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El Libro de los Números es uno de los libros de Hermes y, entre otros autores, lo citan en sus obras Arnau de Vilanova, famoso médico, teólogo y embajador medieval, y Ramon Llull, filósofo, poeta, místico, teólogo y misionero mallorquín. En base a observaciones de Kepler, el tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicaría algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una supernova aparecida en la constelación de Casiopea y observada por Tycho Brahe en 1572. Y en 1604 apareció en la constelación de Serpentario la supernova de Kepler, la última supernova observada en nuestra propia galaxia. Casiopea es una de las constelaciones compiladas en el catálogo estelar de Tolomeo, el Almagesto, del siglo II. Fácilmente reconocible por sus cinco estrellas brillantes que forman un conocido asterismo del cielo circumpolar boreal. Ofiuco (el portador de la serpiente o Serpentario), o también conocido como “El cazador de serpientes“, es una de las 88 constelaciones modernas, y era una de las 48 listadas por Ptolomeo. Puede verse en ambos hemisferios entre los meses de abril a octubre por estar situada sobre el ecuador celeste.
Los antiguos caldeos mostraban una profunda filosofía, tal vez mayor que la de los astrónomos modernos. La conversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza una existencia planetaria análoga a la que tiene el espíritu del hombre más allá de la muerte corporal. Si, como ya admite la astronomía, los astros nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren, probablemente deberían tener una existencia etérea o espiritual, como sucede con el hombre. En entornos esotéricos se afirma que la madre tierra está sujeta a las mismas leyes que los seres humanos. La materia densa de la Tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a una inexorable ley, formarán nuevas combinaciones. Pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual del que originariamente había emanado. Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu”. El astrónomo inglés Proctor nos habla de una capa inconsistente de materia todavía no condensada, que recubre un océano de consistencia viscosa en el cual gira un núcleo sólido. Pero también esta hipótesis tiene su precedente en la siguiente referencia: “Asegura Hermes que en el principio era la tierra una especie de limo o gelatina temblorosa compuesta dé agua condensada por la incubación y calor del divino espíritu“. Filaleteo fue un alquimista del siglo XVII autor de numerosos escritos sobre alquimia. Su obra fue leída y seguida por notables hombres de ciencia de su época, como Isaac Newton, John Locke, Gottfried Wilhelm Leibniz y Robert Boyle. En particular sus escritos fueron cuidadosamente estudiados y comentados por Newton. De una obra de Filaleteo, Magia adámica, entresacamos el siguiente pasaje: “Por mi alma afirmo que la tierra es invisible, y no sólo esto, sino que el ojo del hombre no ve jamás la tierra ni puede ésta ser vista sin arte. El mayor secreto de la magia es hacer invisible este elemento y este cuerpo feculento y grosero sobre que andamos, es un compuesto, y no la tierra, sino que en él está la tierra. En una palabra, que todos los elementos son visibles menos la tierra, y cuando alcancemos la necesaria perfección para saber por qué Dios ha puesto la tierra in abscondito, tendremos una excelente traza para conocer a Dios y saber cómo es visible y cómo invisible”.
La palabra Dios expresa vagamente el concepto del céntrico sol espiritual, mientras que la palabra espíritu tiene aquí el significado de pneuma o de la divinidad. Muchos siglos antes de nacer la ciencia contemporánea había ya dicho Salomón: “Tu poderosa mano hizo el mundo de materia informe”. Al descender de lo universal o lo particular, de la antigua teoría de la evolución planetaria a la evolución de la vida vegetal y animal, tan opuesta a las creaciones individuales de los seres, vemos anticipada la moderna teoría de la transformación de las especies en el siguiente pasaje de Hermes: “Cuando Dios hubo llenado sus potentes manos de cuanto en la naturaleza existe y la limita, exclamó sin abrirlas: ‘¡Oh tierra bendita! Sé la madre de todo para que nada necesites. Entonces abrió las manos derramando de ellas todo lo necesario para la formación de las cosas”. Aquí tenemos simbolizada la materia primaria que incluye potencialmente todas las futuras formas de vida. Y la tierra sería la madre de cuanto desde entonces brota de su seno. Sin prueba alguna se da por cierto que los antiguos ignoraban la esfericidad de la tierra. Pero no cabe duda de que, según afirma el historiador, biógrafo y filósofo moralista griego Plutarco, ya en tiempo de Pitágoras se enseñaba secretamente en las escuelas. Y por declararlo públicamente el filósofo griego Sócrates fue condenado a muerte. Además, la ciencia estaba entonces refugiada en los santuarios y tan sólo se comunicaba a los iniciados. Prueba de que éstos conocían la esferoicidad de la tierra, es la representación simbólica de Kneph, espíritu primordial, con un huevo en los labios para dar a entender que anima la tierra con su soplo.
Diógenes Laercio, importante historiador griego de filosofía clásica que, se cree, nació en el siglo III d. C., durante el reinado de Alejandro Severo. afirma que Manetón, sacerdote e historiador egipcio, enseñaba que la tierra tiene la forma de una bola. El mismo Diógenes Laercio, refiriéndose probablemente al Compendio de filosofía natural, da las siguientes explicaciones de la doctrina egipcia: “El principio es materia, de la que se separan los cuatro elementos. La verdadera forma de Dios es desconocida, pero como el mundo tuvo principio ha de ser perecedero. La luna se eclipsa cuando cruza la sombra de la Tierra“. Por otra parte, en su obra Compendio de las vidas de los filósofos antiguos, François de Salignac de La Mothe, conocido como François Fénelon, nos dice que Pitágoras enseñaba que la Tierra era redonda, que tenía movimiento de rotación y que era un planeta como los demás. El profesor inglés Benjamin Jowett, en su Introducción al Timeo de Platón, se inclina a creer que Platón conocía el movimiento rotatorio de la tierra, según se infiere del siguiente pasaje: “La Tierra, nuestra nodriza, describe un círculo alrededor del polo que se extiende a través del universo”. Pero según el filósofo neoplatónico griego Proclo y el filósofo y matemático bizantino Simplicio, Aristóteles entendía que dicha palabra del Timeo significa girar. El mismo Jowett admite más adelante que Aristóteles atribuía a Platón la enseñanza del movimiento giratorio de la tierra. Sería aventurado decir que Platón ignorase tan elemental principio astronómico, siendo como era admirador de Pitágoras é iniciado en las secretas enseñanzas del filósofo de la isla griega de Samos. El militar y político romano Marco Antonio nos dice: “La naturaleza se complace en mudar todas las cosas y revestirlas de nuevas formas. La materia es para ella como cera con que moldea toda clase de figuras, y si hace un pájaro lo convierte después en cuadrúpedo, o de una flor hace una rana, de suerte que se deleita en sus operaciones mágicas, como los hombres en las obras de su propia imaginación”.
Antes de que Charles Darwin presentase su teoría evolutiva, Hermes ya había dicho que todas las obras de la naturaleza rebosan de suave armonía sin saltos ni transiciones violentas. Los rosacruces profesaban la doctrina del lento desenvolvimiento de las formas preexistentes. Las Tres Madres enseñaron a Hermes el misterioso proceso de sus obras antes de revelarlo a los alquimistas medioevales. Matres es un título en latín que significa ‘Madres’ y que era dado a unas diosas madres, que a menudo eran representadas como una tríada. Estas antiguas divinidades femeninas de nombre colectivo merecen especial atención como Matronas, númenes benéficos, de carácter regional, y protectoras de los campos. Eran veneradas en el noroeste de Europa entre el siglo I y el V d. C., así como también en el curso medio del Rhin. Son conocidas por las inscripciones romanas en Gran Bretaña y puede estar representadas en los antiguos cuentos de Irlanda. Sin embargo, el centro del culto de las Matres es esencialmente dentro de los límites de la la cultura de La Tène, que es una cultura perteneciente a la Edad del Hierro, en tierras centrales célticas, lo que sugiere que este culto era de origen celta. Las Matres son la triple diosa ctónica y fecunda de la naturaleza, una mujer muy vieja que se transforma en joven fértil y pródiga. Las sacerdotisas de las Madres eran las protectoras del clan, contra las hambrunas y las enfermedades. La diosa triple también está relacionada con las aguas y la salud, pues a ella estaban consagradas fuentes y pozos de propiedades curativas. Eran tres, protectoras de la fecundidad humana y de la fertilidad de los campos, pues llevan cestos de frutas y van acompañadas de niños. Se relacionan de modo transparente con diversas divinidades femeninas triádicas, vinculadas a la fecundidad, que se citan en los ciclos mitológicos. Como otras deidades de este tipo, las Matres tenían también una vinculación con el inframundo.
Las Matres tienen, asimismo, un carácter mistérico, que proviene de su transformismo y representación múltiple, avalado desde su más remota antigüedad. El culto a las Matres estaba especialmente extendido en las regiones célticas, habiéndose descubierto en Britania diversos restos escultóricos e inscripciones relacionadas con ellas, así como en Galia, Germania, norte de Italia y el norte de España celtíbero. Hay también numerosas diosas matronales individuales en el Norte de Europa, muy difíciles de distinguir de sus variedades triples, aunque la versión triádica está claramente relacionada con las hadas de la mitología griega y las furias de la mitología romana, así como con las nornas de la mitología nórdica, A la diosa celta Briga se la relaciona estrechamente con la imagen de las Tres Madres. La producción de alimentos, la fertilidad de la tierra y la fecundidad de la Madre Naturaleza son todas las funciones clave de la Diosa Madre. Briga tiene tres aspectos diferentes, que son todos partes de la misma diosa sin edad. Podríamos definir la imagen de la Matre como el resultado sociológico de las mujeres que asumen un importante papel en los asuntos de la colectividad, como gobernantas, protectoras, sanadoras, nutricias y fecundas. O sea, la «especie del sistema matriarcal» que regía a los celtas y otros pueblos europeos, En lenguaje hermético las Tres Madres significan la luz, el calor y el magnetismo, transmutables según el principio de la transformación de la energía. Sinesio de Cirene, filósofo neoplatónico y clérigo griego, dijo que en el templo de Menfis encontró unos libros de piedra con la siguiente máxima esculpida: “Una naturaleza se deleita en otra; una naturaleza vence a otra; una naturaleza prevalece contra otra; pero todas ellas son una sola”.
La continua actividad de la materia está expresada en el siguiente aforismo de Hermes: “La acción es la vida de Phta”. Ptah, Señor de la magia, era un dios creador en la mitología egipcia. La deidad equivalente griega era Hefestos, y la romana Vulcano. Era considerado Maestro constructor, inventor de la albañilería, así como patrón de los arquitectos y artesanos. Se le atribuía también poder sanador. El dios tenía forma de hombrecillo con barba recta, cuando los demás dioses egipcios la llevan curva, envuelto en un sudario, con un casquete en la cabeza, el collar menat, nombre utilizado para designar a la diosa egipcia Hathor, el cetro uas, vara recta coronada con la cabeza de un animal fabuloso, con el pilar Dyed, representando la columna vertebral del dios Osiris, y el Anj, jeroglífico egipcio que significa “vida”. También estaba sobre un pedestal, símbolo de Maat, símbolo de la Verdad, la Justicia y la Armonía cósmica. Era la deidad de la ciudad de Menfis, donde se encontraba uno de los principales templos de Ptah. Por tal razón, la preeminencia de la dicha ciudad sobre el resto de las ciudades egipcias implicaba la elevación del dios sobre el resto del panteón egipcio. Mientras la ciudad de Menfis se mantuvo como capital política del reino, el culto y el clero de Ptah conservaron una posición de preeminencia. Durante la época del Imperio Antiguo era el dios más poderoso, asociado al poder menfita, pero con el tiempo perdió notoriedad frente a Ra y Amón. Las ciudades del Antiguo Egipto rivalizaban por considerar a Ptah como creador del mundo (Menfis) o como una divinidad surgida de las otras (Tebas). Durante el periodo Ramesida (dinastías XIX-XX) Ptah formó con Amón y Ra la gran tríada del Reino. Según la cosmogonía menfita Ptah creó a los dioses, que son atribuciones y modos de su creador, estableció las regiones (nomos), edificó las ciudades, asignó a cada dios su lugar de culto, edificó sus templos y determinó las ofrendas que debían recibir. Su esposa era Sejmet y su hijo Nefertum. Fue identificado con el Nun primigenio, el «océano primordial» en la mitología egipcia. En épocas tardías se le asimiló a Osiris, surgiendo así el dios funerario Ptah-Sokar-Osiris, representado como Osiris. El sumo sacerdote de Ptah era el jefe supremo de los artesanos y tenía el título de “Maestro constructor“. De esta divinidad proviene el nombre de Egipto, utilizado por Homero para designar tanto al río como al país. Esta palabra griega Aigyptos, que pasó a otras lenguas, procede de Hat Ka Ptah “la Casa del Espíritu de Ptah“, nombre de un templo de la ciudad de Menfis que luego dio nombre a la ciudad Hiku-ptah.
Por su parte Orfeo llama a la naturaleza “la madre que hace muchas cosas”. Orfeo es un personaje de la mitología griega. Según los relatos, cuando tocaba su lira, los hombres se reunían para oírlo y hacer descansar sus almas. Así enamoró a la bella Eurídice y logró dormir al terrible Cerbero cuando bajó al inframundo a intentar resucitarla. Orfeo era de origen tracio y en su honor se desarrollaron los Misterios órficos, rituales de contenido poco conocido. En Nuestro lugar en el infinito dice Proctor: “Todo cuanto existe, así en la superficie como en el interior de la tierra, las formas vegetales y animales y nuestro organismo corporal, están constituidos por materia atraída de las profundidades del espacio que por todas partes nos rodea”. Los herméticos y los rosacruces sostuvieron que todas las cosas, tanto las visibles como las invisibles, procedían de la lucha entre la luz y las tinieblas, y que toda partícula material implica una chispa luminosa o espíritu, cuya propensión a volver a su origen divino, librándose del obstáculo que se le opone, determina el movimiento de los átomos que, a su vez, engendran las formas. Hargrave Jennings (1817 – 1890) fue un francmasón y rosacruz británico, autor de obras sobre ocultismo y esoterismo, así como sobre religiones comparadas. Con referencia a los escritos de Robert Fludd, Hargrave Jennings nos dice: “Todos los minerales tienen en esta centella de vida la potencialidad rudimentaria de las plantas y otros organismos de más en más perfeccionados. Asimismo, todas las plantas tienen rudimentarias sensaciones que, con el tiempo, pueden ponerlas en estado de transformarse en otras criaturas capaces de moverse de acá para allá con funciones de orden más o menos elevado. De suerte que el reino vegetal ha de pasar por ignorados caminos a otros más altos senderos por donde irse perfeccionando hasta el punto de que su divina luz se explaye con mayor y más impelente fuerza y con más pleno y consciente propósito, por la planetaria influencia de los invisibles operarios del gran Arquitecto”.
Robert Fludd (1574 – 1637), fue un eminente médico paracélsico, astrólogo y místico inglés. Robert Fludd era el quinto hijo de Elisabeth Andros y Sir Thomas Fludd, funcionario del gobierno de alto rango y tesorero de guerra para la armada de Isabel I. Se educó en el anglicanismo, la religión de sus padres. Pero considerando que su formación era insuficiente, y con objeto de perfeccionar sus conocimientos, emprendió un viaje al continente europeo que duró seis años. Entre 1598 y 1604 Fludd recorrió España, Francia, Italia y Alemania, estudiando medicina, química y ocultismo, aunque es principalmente conocido por su investigación en el campo de la filosofía oculta. Fue sin duda en Alemania donde Fludd entró en contacto directo con el movimiento rosacruz. De retorno a Inglaterra, el 16 de mayo de 1605, obtuvo su doctorado en medicina en la Universidad de Oxford. Más adelante se instaló en Londres. A partir de los 42 años empezó a escribir y publicar, y hasta su muerte no paró de escribir voluminosas obras herméticas. Fludd es considerado como uno de los grandes humanistas del Renacimiento. Consagró una parte importante de sus voluminosos escritos a defender la reforma de las ciencias. En tanto que médico y alquimista, se interesó por las ideas de Paracelso, famoso alquimista, médico y astrólogo suizo. En materia de medicina, es reconocido como un precursor. A él se debe la descripción del primer barómetro. Fludd fue la primera persona en tratar sobre la circulación de la sangre, y de hecho llegó a la conclusión correcta. Sin embargo, su conclusión se basaba en la analogía del macrocosmos con el microcosmos, una teoría en la que todo cuanto acontece en el microcosmos, representado por el hombre, está bajo la influencia del macrocosmos, representado por el cielo. Su teoría planteaba que la sangre debe circular puesto que el corazón es como el Sol, y la sangre como los planetas. En esta época ya era conocido que los planetas orbitan alrededor del Sol. Posteriormente, William Harvey explicó la circulación de la sangre en términos más modernos y experimentales, aunque el trabajo de Harvey todavía hacía referencias a la analogía macrocosmos-microcosmos de Fludd.
Fludd era ante todo un espiritualista que establecía una distinción entre la parte física mortal y la parte anímica inmortal del hombre. Para él, el alma está unida a Dios, mientras que el cuerpo físico es una parte de la naturaleza. El espíritu de la vida, la fuerza esencial de la vida o fuerza vital, etérea y unida al alma, constituye a la vez la conciencia y el espíritu animal en nosotros. Esta fuerza vital es la causa de todas las funciones vitales. Fludd practicaba la sanación a distancia mediante un sistema descrito anteriormente por Paracelso y que Fludd denomina en sus tratados el ungüento de simpatía. Este método era usado por varios médicos rosacruces de la época, especialmente Jan Baptist van Helmont y Kenelm Digby. Mantuvo un célebre intercambio de opiniones con el astrónomo alemán Johannes Kepler, relativas a los enfoques científico y hermético del conocimiento. Su filosofía está expuesta en La historia metafísica, física y técnica de los dos mundos, a saber el mayor y el menor, publicado en Alemania entre 1617 y 1621. En sus libros, Robert Fludd se ocupó asimismo de presentar la armonía entre el macrocosmos y el microcosmos. Continuando con un conocimiento universal, se interesó en las correspondencias armónicas que existen entre los planetas, los ángeles, las partes del cuerpo humano y la música. Sus libros son verdaderas obras maestras, magníficamente adornados con grabados que ilustran sus ideas. En 1630, Fludd ideó una máquina de movimiento perpetuo. En la década de 1870 se hicieron varios intentos de patentar variaciones de la máquina de Fludd. Esta máquina funcionaba mediante recirculación por medio de una noria de agua y un tornillo de Arquímedes. El dispositivo bombea continuamente el agua a su depósito de origen. Según los Dossiers Secretos de Henri Lobineau, Fludd era un Gran Maestre del Priorato de Sion. En el texto de los Dossiers Secretos se proporcionan un montón de genealogías de la dinastía merovingia y el linaje posterior, prácticamente similares a las de otros dossiers, pero con adiciones importantes: por ejemplo un árbol genealógico de los condes de Saint Clair. Fludd defendía la filosofía de los alquimistas y de los rosacruces, y se sirvió de sus doctrinas para describir al hombre, la naturaleza y el universo.
La luz, que fue la primera creación según el Génesis, es la sephira de los cabalistas, es la Mente divina, y la madre de los sefirotes, cuyo padre es la Sabiduría oculta. El árbol de la vida es uno de los símbolos cabalísticos más importantes del judaísmo. Está compuesto por 10 esferas (sefirot) y 22 senderos, cada uno de los cuales representa un estado (sephira), que acerca a la comprensión de Dios y a la manera en que creó el mundo. La Cábala desarrolló este concepto como un modelo realista que representa un «mapa» de la Creación. Se le considera la cosmología de la Cábala. Algunos creen que este «Árbol de la Vida» de la Cábala corresponde al Árbol de la Vida mencionado en el Génesis. Este concepto gnóstico fue adoptado más tarde por algunos cristianos, hermetistas, y aun paganos. El Árbol de la Vida se representa en el conocido Árbol Sefirótico. El mismo se compone de diez emanaciones espirituales por parte de Dios, a través de las cuales dio origen a todo lo existente. Estas diez emanaciones, para formar el Árbol de la Vida, se intercomunican con las 22 letras del alfabeto hebreo. Por lo tanto, se cree que del estudio del alfabeto hebreo desciende el conocimiento posterior de la cabalá y, por lo tanto, la iluminación. Es posible apreciar el detalle del desarrollo de este árbol en libros como Sefer Yetzira. Se trata de un compendio muy profundo, que requiere instrucción adecuada, y una guía erudita. Los nombres simbólicos y tradicionales atribuidos a cada sephira, singular de sefirot, cubren todas las modalidades de todos los atributos. Por ejemplo, el primer sephira, Kéter, representa el punto luminoso primordial del zimzum. El zimzum es el nombre dado al origen de universo a partir de una explosión cósmica debido a una contracción de Dios sobre sí mismo, y posterior expansión infinita de él. Esta idea es asimilable a la idea científica del Bing Bang. De esta manera aparece por primera vez la noción de infinito, como opuesta a la experiencia de lo finito.
La raíz es el Kéter, la primera sephira del Árbol de la Vida de la cábala, y desde él se derivan dos principios complementarios: Hojmá (La Sabiduría) y Biná (La inteligencia). El primero es masculino, mientras que el segundo es femenino; Hojmá es el padre, es decir, el orgen primordial sin el cual no habría comienzo, y Biná es la madre. Ambos sefirot suponen el equilibrio de una balanza, siendo el centro de dicha balanza el sephira Keter. Así, los tres sefirot coforman una trinidad denominada Arik Anpin, el Gran Rostro. Pese a ser sefirots diferentes, la realidad es que ninguno de los tres podrá separarse nunca, por lo que eternamente irán unidos los unos a los otros, conformando el triángulo supremo o triángulo de los arquetipos. pues en él todo es inmaterial, pura fuerza sin forma ni materia. Cuando se habla esotéricamente de masculino y de femenino, se está hablando de los dos principios fundamentales del cosmos: el uno activo, masculino y positivo, espíritu y energía, y el otro femenino, pasivo y negativo, materia y sustancia. Los siguientes 6 sefirots (Hessed, Geburá, Tiferet, Yesod, Hod y Nesá), constituyen lo que se denomina el Zeir Anpin (pequeño rostro). Entre el gran rostro, y el pequeño rostro, existen un tremendo precipicio o fosa, llamada “el abismo“. Dentro de este abismo existe un sephira invisible muy especial: daat, es decir, la conciencia. Se trata de la primera vez que el Kéter se muestra bajo una forma no material pero si energética, llena de fuerza. Para entenderlo, podemos decir que Kéter es “la conciencia divina“, mientras que daat , es “el yo” superior del hombre. Los sefirots pueden organizarse en pilares. De esta manera el pilar de la derecha (Hojmá. Hessed y Nesá), representa el pilar de la misericordia y el amor, y se trata del espíritu masculino y activo. Es por ello que este pilar se encarga del crecimiento o expansión.
En la era actual este pilar está muy debilitado y por ello está triunfando el odio entre las personas, las guerras, y esta crisis que asola al mundo. Por otro lado está el pilar izquierdo (con los sefirots Biná, Geburá y Hod), es decir, el pilar de juicio o rigor. En este pilar se encuentra la concentración. Es espíritu femenimo, material y pasivo. Por lógica en el centro se encuentra el pilar central o del equilibrio, siendo Kéter el basal, y luego los otros tres sefirot restantes (Tiferet, Yesod, Malkut). Conforma los atributos divinos más absolutos y el yo superior al hombre o conciencia, ubicado en el abismo cabalístico. Los textos más tempranos que describen el árbol de vida son el Bahir, el Sefer Yetzirah, el Sefer Raziel Hamelech y el Zohar, que es probablemente el más influyente. El Zóhar es una colección de comentarios sobre la Torá, libro sagrado judío, con el propósito de guiar a aquellas personas que ya han alcanzado elevados niveles espirituales hacia la raíz u origen de sus almas. El Zóhar comprende todos los estados espirituales que experimentan las personas a medida que sus almas evolucionan. Al final del proceso, las almas alcanzan lo que los cabalistas llaman “el final de la corrección“, el más alto nivel de la plenitud espiritual. El Zohar describe el Árbol de la Vida como una especie de diagrama, aunque no necesariamente físico, que tiene 10 u 11 sefirot y 22 o 24 senderos que interconectan varios sefirot. Cada sephira y sendero tiene una característica diferente, un número diferente, la carta, el rasgo físico, el planeta, etc. Aunque hay mucho desacuerdo acerca de los atributos que cada sephira y sendero poseen.
El sefirot del Árbol de la Vida posee muchas semejanzas con el concepto gnóstico cristiano del Pléroma, emanaciones que autoprovienen del inefable Padre Divino y que ofrecen el mejor medio posible de describir a Dios. Cada emanación en el Pléroma es nacida de una emanación anterior a ésta, más compleja. De estas dos alegorías, la más notable es el final del sephira en el árbol Malkuth, décimo sephira del Árbol de la Vida, y la última emanación en el Pléroma, Sofía, cuya caída de la gracia causó el mundo físico. Malkuth es el reino de Kether en la Tierra. En Malkuth existen los principios de los 4 elementos, Fuego, Agua, Aire Tierra. Todas las partículas de nuestro universo personal, el microcosmos, se congregan en Malkuth porque es el sephira que nos permite la cristalización de todo lo que hemos adquirido en los distintos Mundos, como resultado estable de la coherencia de la conciencia que se ha puesto en marcha para permitirnos Ser. La luz es la primera emanación del Supremo y la luz es vida según el Evangelista. Luz y vida son electricidad, el principio vital, el anima mundi que interpenetra el universo y vivifica todas las cosas. La luz es el mágico Proteo, un dios del mar y primordial, cuyas diversas ondulaciones, movidas por la divina voluntad del Arquitecto, originan las formas vivientes. De su turgente y eléctrico seno brotan la materia y el espíritu. Sus rayos entrañan la virtud de las acciones físico-químicas y de los fenómenos cósmicos y espirituales. La luz organiza y desorganiza, da y quita la vida, y de su punto primordial surgen gradualmente a la existencia miríadas de mundos visibles é invisibles. Dice Platón que en un rayo de esta trina madre primaria encendió Dios el fuego que llamamos Sol y que no es causa de luz y calor, sino únicamente el foco, o mejor dicho la lente, que concentra y enfoca sobre nuestro sistema solar los rayos de la luz primordial, de cuyas diversas vibraciones dimana la correlación de fuerzas.
La obra del astrónomo inglés Richard Anthony Proctor consta de doce tratados, de los cuales el último se titula Ideas acerca de la Astrología. El autor estudia la Astrología con mayor respeto del acostumbrado entre los científicos. Dice al respecto: “Si consideramos debidamente el asunto, hemos de convenir en que de cuantos errores sufrieron los hombres en su ansia de escrutar el porvenir, la astrología es el más digno de respeto y aun pudiéramos decir que el más razonable, pues los cuerpos celestes regulan inequívocamente el destino de los individuos y de las naciones, ya que sin las benéficas y reguladoras influencias del sol, que es entre todos el principal, perecerían las criaturas vivientes sobre la tierra. También tiene influencia la luna, y no es extraño que los antiguos infiriesen por analogía que si estos dos astros influyen tan poderosamente en la tierra, también tengan s u especial influencia los demás astros”. Por otra parte, no cree Proctor infundada su sospecha de que los planetas de más lento movimiento ejerzan influencia superior al mismo Sol, y opina que “la astrología fué formándose tras repetidas tentativas en que los astrólogos se guiaron por la observada relación entre ciertos sucesos de monta en la vida de reyes, caudillos o magnates y la posición de los astros el día de su nacimiento. Sin embargo, también pudieron algunos astrólogos imaginar influencias en que creyeron las gentes por haberlas confirmado alguna curiosa coincidencia ”.
La astrología es una ciencia tan exacta como la astronomía, con tal de que las observaciones sean también exactas, pues sin esta condición las dos ciencias incurrirán en error. La astrología es a la astronomía lo que la psicología es a la fisiología, y tanto en astrología como en psicología es preciso ir más allá del mundo visible y entrar en los dominios del espíritu trascendente. Tal fué la vieja lucha entre las escuelas platónica y aristotélica. Pero en nuestro siglo de escepticismo no prevalecerá la astrología sobre la astronomía. Proctor observa la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, pues si nos referimos a los errores de los astrónomos, seguramente excederían a los de los astrólogos. Sigue exponiendo Proctor en su obra lo que ha encontrado de heterodoxo en sus investigaciones científicas y se asombra de las curiosas coincidencias como, por ejemplo: “No me detendré en la curiosa coincidencia de si efectivamente conocían los astrólogos caldeos el anillo de Saturno, pues representaban al Dios de este nombre dentro de un triple anillo. Del hallazgo de algunos instrumentos ópticos en las ruinas asirías, se infiere que pudieron descubrir los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter. Belo, el Júpiter asirio, estaba algunas veces representado con cuatro alas esmaltadas de estrellas; pero es muy posible que esto fuesen meras coincidencias”. Sin embargo, esta serie de coincidencias a que se refiere Proctor serían más milagrosas que la realidad de los hechos. Los antiguos parece que disponían de sofisticados instrumentos ópticos. Según infiere Henry Creswicke Rawlinson de las inscripciones de los ladrillos asirios, el templo de Borsippa (Birs–Nimrud) tenía siete pisos dispuestos en círculos concéntricos de ladrillo y metal, del color correspondiente al planeta cuyas órbitas simbolizaban y, por lo tanto, no cabe suponer que los instrumentos de Nabucodonosor fuesen de poco alcance ni de escasa importancia los conocimientos de sus astrónomos. Henry Creswicke Rawlinson (1810 – 1895) fue un militar de nacionalidad inglesa, diplomático y orientalista. Es también conocido como el “Padre de la Asiriología“.
En 1827 Rawlinson viajó a la India como cadete de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. En seis años pasó a ser subalterno, aprendió la lengua persa, y fue enviado a Persia en una compañía con otros oficiales británicos para reorganizar las tropas del Sah. Esa fue su primera aproximación al estudio de inscripciones, que le atrajo mucho, particularmente aquellos caracteres cuneiformes cuyo significado aún no había sido descifrado. En el transcurso de dos años, durante los cuales vivió en las inmediaciones, transcribió todo lo que le fue posible de la gran inscripción cuneiforme en Behistún. Esta inscripción trilingüe databa del siglo V a. C. Pero las fricciones entre la corte persa y el gobierno inglés terminó con la partida de los oficiales británicos. Rawlinson fue nombrado agente político en Kandahar en 1840. En dicha condición, sirvió por tres años, su labor política fue tan meritoria como su diplomacia en el tratamiento de varios asuntos de la Guerra Afgana. Por dichos méritos fue premiado en 1844. Un golpe de suerte le permitió conocer personalmente al Gobernador General, lo que lo llevó a ser nombrado agente político en Otomán, Arabia. Se estableció en Bagdad, donde dedicó mucho tiempo a los estudios de la escritura cuneiforme. Le era posible, entonces, bajo considerables dificultades, hacer una transcripción completa de la inscripción de Behistún, la cual descifró e interpretó con éxito. Habiendo recopilado una gran cantidad de invaluable información sobre estos temas, además de su gran conocimiento geográfico obtenido en varias exploraciones, incluyendo visitas con Sir Austen Henry Layard a las ruinas de Nínive, volvió a Inglaterra en 1849. Rawlinson permaneció allí por dos años y publicó su memoria sobre la inscripción Behistun en 1851. Fue ascendido al rango de Teniente Coronel. Luego confió su valiosa colección de antigüedades babilonias, sabaneas y sasanias al Museo Británico, que a su vez lo habilitó para llevar a cabo las excavaciones asirias y babilonias iniciadas por Layard. En 1851 volvió a Bagdad. Las excavaciones se llevaron a cabo bajo su dirección con resultados muy valiosos. El descubrimiento más importante fue el material que contribuyó al descifre final e interpretación de los caracteres cuneiformes, siendo su mayor contribución el descubrimiento de que los signos tenían diferentes lecturas dependiendo de su contexto.
Tampoco es coincidencia que los caldeos diesen a cada planeta el color que han descubierto las modernas observaciones telescópicas. Asimismo no puede ser coincidencia que Platón aludiera en el Timeo a la indestructibilidad de la materia, la transmutación de fuerzas y la conservación de la energía. Benjamin Jowett, en su Introducción al Timeo de Platón, nos dice a este propósito: “La última palabra de la filosofía moderna es continuación y desarrollo de los principios fundamentales de la ciencia que dejó sentados Platón”. Como vindicación de la astrología, podemos referirnos a la manera en que visualizó Nostradamus (1503 – 1566), médico, teúrgo y astrólogo francés de origen judío, unas determinadas circunstancias políticas en Europa. Hubo biografías de Nostradamus que afirman que temía ser perseguido por hereje por la Inquisición, ya que muchos otros que habían publicado ideas polémicas en aquellos tiempos, habían sido llevados a juicio. Según algunos «intérpretes» de Nostradamus, por esta razón decidió volver sus cuartetas extremadamente crípticas, con omisiones de palabras clarificadoras, que tal vez servían para respetar la métrica de la poesía, con alusiones, con autorreferencia a otras partes de la profecía, con frases enigmáticas, con apócopes, metátesis y breves anagramas. Las cuartetas están cargadas de metáforas y de palabras griegas y latinas empleadas en un modo muy particular de Nostradamus. Probablemente debido a la oscuridad de sus cuartetas proféticas, estas han perdurado por siglos y han sido a menudo interpretadas de manera distinta por diferentes escritores a lo largo de los años. En un libro de profecías publicado en 1453, se lee, entre otras, la siguiente predicción: “De aquí a dos veces doscientos años, el Oso arremeterá contra la Media Luna, pero si se alían el Gallo y el Toro no ha de ganar el Oso. Y dos décadas más tarde la Cruz se afirmará y se irá debilitando la Media Luna hasta desvanecerse y desaparecer”. Precisamente a los cuatrocientos años justos de la profecía estalló la guerra de Crimea, en que la alianza de Francia, el Gallo, é Inglaterra, el Toro, dio al traste con los proyectos de Rusia, el Oso. La guerra terminó en 1856, con grave riesgo de la desaparición de Turquía, la Media Luna. En 1876, dos décadas después de firmada la paz, ocurrieron inesperados sucesos que parecían confirmar el cumplimiento de la predicción, pues Turquía se fue debilitando.
Las antiguas religiones fueron esencialmente sabeístas, y cuando lleguen a interpretarse con exactitud sus mitos y alegorías, no sólo se verá que no discrepan de los modernos conceptos astronómicos, sino que casi todos los principios de esta ciencia están encubiertos mediante ingeniosasus fábulas. El sabeísmo fue una antigua religión preislámica ya desaparecida, que había surgido en el legendario Reino de Saba, actual Yemen, en el sur de la península arábiga. El sabeísmo era una religión que rendía culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba adorar a un solo Dios denominado Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento, en representación de los siete planetas clásicos, llamados al-Illat. Además practicaban un ayuno de 30 días similar al Ramadán. Cada tribu sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la Luna, Júpiter, Mercurio y Venus, que tenía un templo en Sanaa. También creían en los espíritus totémicos de cada tribu y en los djins, genios de la mitología semítica, fundamentalmente árabe. Sus profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo igual que sus primos mandeos. Según el filósofo judío Maimónides los sabeos seguían a Hermes Trismegisto y su texto sagrado era el Corpus hermeticum, identificando a Hermes con el profeta islámico Idrís, el Henoc bíblico y uno de los primeros profetas mandado a las primeras generaciones de la descendencia de Adam. En la Kaaba, el altar de La Meca, había muchos ídolos sabeos que fueron destruidos tras la conquista islámica de la ciudad en el año 630. Los sabeos se dispersaron por todo el Medio Oriente. Los bahaístas afirman que esta era la religión de Abraham antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia hacia la gente del Libro en el Corán, aduciendo que estos eran los judíos, los cristianos y los sabeos, es decir, las religiones monoteístas, los cuales tenían derecho a practicar su credo, aunque pagando un impuesto. Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de “gente del Libro” fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y los zoroastrianos.
Sin embargo, a diferencia de los mandeos y zoroastrianos, que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos antiguos desaparecieron gradualmente, siendo absorbidos por el islamismo. En 1923 el teólogo estadounidense Marc Edmund Jones fundó una organización conocida como la Asamblea Sabea. Alegorizaban el movimiento de los astros, personificaban la índole de los fenómenos y en la conducta y temperamento de las divinidades olímpicas, y simbolizaban los principios de las ciencias físico-químicas. La electricidad atmosférica, en su estado latente, está representada por semidioses, cuya acción se limita a la Tierra, pero que en sus eventuales vuelos a las regiones divinas desplegaban energía eléctrica estrictamente proporcional a la distancia a que se elevaban. Se decía que las mazas de Hércules, héroe de la mitología griega, y Thor, el dios del trueno en la mitología nórdica y germánica, eran mucho más mortíferas cuando los dioses se cernían entre las nubes, lo que nos hace pensar en naves volantes. El Júpiter olímpico concentraba en su persona los atributos de las fuerzas cósmicas antes de que el genio de Fidias, el más famoso de los escultores de la Antigua Grecia, le diese forma humana para que las multitudes le adorasen como Dios de dioses. Según dicen Porfirio, filósofo neoplatónico griego discípulo de Plotino, y Proclo, filósofo neoplatónico griego, al elemento masculino, Zeus, de la creación se le llamaba cabeza de los seres vivientes, cuyos principios femeninos eran Vesta, “tierra“, y Metis, “agua“. En la teoría órfica, que desde el punto de vista metafísico es la más antigua de todas, Zeus representa a la vez la potencia y el acto, la Causa inmanifestada y el Demiurgo o Creador, emanado de la invisible Potencia. El orfismo es una corriente religiosa de la antigua Grecia, relacionada con Orfeo, maestro de los encantamientos. Al poseer elementos propios de los cultos mistéricos, se le suele denominar también como misterios órficos. El movimiento órfico supone un enfrentamiento a las tradiciones religiosas de la ciudad griega y, en definitiva, una nueva concepción del ser humano y su destino. Bajo el nombre del mítico Orfeo, cantor y trágico viajero del Más Allá, surgen una serie de textos que predican y atestiguan esa nueva religiosidad, una doctrina de salvación sobre el hombre, su alma, y su destino tras la muerte.
Las esposas de Zeus simbolizan los agentes de la evolución cósmica, es decir, las afinidades químicas y las atracciones y repulsiones magnéticas, así como la electricidad atmosférica. De estos simbolismos físicos se infiere cuán versados estaban los antiguos en las ciencias físicas. Posteriormente, en tiempo de Pitágoras, Zeus representa la metafísica trinidad, o sea la mónada, que de sí misma educe la Tetraktys de voluntad, mente y acción. La Tetraktys es una figura triangular que consiste en diez puntos ordenados en cuatro filas, con uno, dos, tres y cuatro puntos en cada fila. Como símbolo místico, fue muy importante para los seguidores de los pitagóricos. No existen fuentes fidedignas acerca del Tetraktys, porque todo lo escrito sobre Pitágoras es de siglos posteriores. Lo que sí parece cierto es que el cuarto número triangular, el de diez puntos y que ellos llamaban Tetraktys en griego, era parte fundamental de la religión pitagórica, siendo un símbolo místico muy importante para los pitagóricos. Mónada es la fuente, o el Uno, de acuerdo con los pitagóricos. Fue un término para Dios o el primer ser o la unidad originaria, o para la totalidad de todos los seres, con el significado de «sin división». Para los pitagóricos, la generación de la serie de los números se relaciona con objetos de la geometría, así como con la cosmogonía. Según Diógenes Laercio, de la mónada se evoluciona a la díada, de ella a los números, de los números a los puntos, luego las líneas, las entidades de dos dimensiones, las entidades de tres dimensiones, los cuerpos y, culminando, los cuatro elementos, tierra, agua, fuego y aire, a partir de los cuales se construye el resto de nuestro mundo. Más adelante todavía, los neoplatónicos se abstienen de filosofar sobre la mónada primaria, por inaccesible al entendimiento humano, y tratan tan sólo de la Triada demiúrgica o manifestación visible y tangible de la Divinidad desconocida. Plotino, Porfirio y Proclo, además de otros filósofos, admitieron la misma Triada de Zeus Padre, Zeus Hijo, representado por Poseidón o Dunamis, y de Zeus Espíritu, representado por el Nous, el Espíritu o la parte más elevada y divina del Alma. Este mismo concepto siguió enseñándose durante el siglo II de la era cristiana en la escuela de Ireneo, pues no hubo entre los neoplatónicos y cristianos otra discrepancia que la violenta confusión establecida por los últimos entre la Mónada incomprensible y la Triada creadora.
Desde el punto de vista astronómico, Zeus tiene su origen en el zodíaco o antiguo año solar. En Libia lo representaban bajo forma de un carnero y su concepto era idéntico al Amón egipcio, que engendró a Osiris, el dios–toro, quien a su vez es una personificada del Sol en Tauro, mientras que el Padre–Sol del cual emana esta personificación es el Sol en Aries. Amón era una divinidad egipcia. Fue atestiguado desde el Imperio Antiguo junto con su esposa Amonet. Durante el reinado de la 11 ª dinastía (siglo XXI a.C.), se elevó a la posición de patrono de Tebas, sustituyendo a Montu, dios solar y de la guerra en la mitología egipcia, equivalente al griego Apolo. Después de la invasión realizada por los Hicsos durante el reinado de Amosis I (siglo XVI a.C.), Amón adquirió importancia nacional, expresada en su fusión con el dios del Sol, Ra, como Amón-Ra. Durante el Imperio Nuevo de Egipto, Amón-Ra conservó su estatus de dios principal en el panteón egipcio, excepto durante el Periodo amarniense. Amón-Ra en este período (siglos XVI al XI a.C.) ocupaba la posición de divinidad trascendental, creadora de sí mismo por excelencia. Eera el dios de los pobres y de la piedad personal. Su posición como Rey de los Dioses se desarrolló hasta el punto del monoteísmo virtual donde otros dioses se convirtieron en manifestaciones de él. Junto con Osiris, Amon-Ra es el más ampliamente registrado de los dioses egipcios. Como la principal deidad del Imperio Egipcio, Amón-Ra también llegó a ser adorado fuera de Egipto, de acuerdo con el testimonio de historiógrafos. Amón llegó a ser identificado con Zeus en Grecia o con Júpiter en Roma. Según sabemos, el toro simboliza la potencia creadora. Uno de los principales expositores de la cábala y supuesto autor del Zohar, Simeon ben Iochai, que floreció en el siglo I de la era cristiana, nos explica el origen de esta extraña adoración de toros y vacas. Ni Darwin ni HuxIey, fundadores de la teoría de la evolución y de la transformación de las especies, encontrarían en él nada opuesto a la razón y verían que los antiguos se les había anticipado en el descubrimiento de la evolución.
Puede comprobarse que Saturno, o Cronos, cuyo anillo descubrieron con toda seguridad los astrólogos caldeos, estuvo considerado desde tiempo inmemorial como padre de Zeus, antes de que éste alcanzara la suprema categoría de padre de los dioses. Saturno es el dios Baal de los caldeos, que tomaron su culto de los acadios. Baal era una antigua divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su área influencia: babilonios, caldeos, cartagineses, fenicios, filisteos, israelitas y sidonios. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. Por otra parte, Moloch Baal es una versión diferente, se trata de un dios de origen canaanita que fue adorado por los fenicios, cartagineses y sirios. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simboliza el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno. Aunque Henry Creswicke Rawlinson afirmaba que los acadios procedían de Armenia, no cabe admitir esta hipótesis por cuanto Baal es la variedad babilónica del dios Shiva hindú. En el marco del hinduismo, Shiva es uno de los dioses de la Trimurti, la Trinidad hinduista, en la que representa el papel del dios que destruye el universo, junto con Brahmá, el dios que crea el universo, y Visnú, el dios que preserva el universo. Dentro del shivaísmo es considerado el dios supremo. El Imperio acadio fue un gran reino de Mesopotamia, formado a partir de las conquistas de Sargón I de Acad. Mantuvo su máximo esplendor en el siglo XXII a. C., en los que se sucedieron cinco monarcas: el propio Sargón, sus hijos Rimush y Manishutusu, su nieto Naram-Sin y el hijo de este, Sharkalisharri, que gobernaron un total de 141 años. Los dominios del Imperio acadio se extendieron a toda la cuenca del Tigris y Éufrates, Elam, Siria y, según las inscripciones, aún más allá, hasta el Líbano y la costa mediterránea. Según dichas inscripciones se llegarían a realizar incursiones hasta Anatolia y el interior de los montes Zagros, y el imperio controlaría el comercio del golfo Pérsico hacia «Magan» (posiblemente Omán) y la región del valle del Indo. Las ciudades de Mesopotamia se llenaron de monumentos y estelas conmemorativas que hablaban de la grandeza del nuevo imperio y en la escritura se produjo un importante avance del idioma acadio, que se convirtió en la lengua administrativa del Estado.
Un himno órfico dice: “Zeus es el primero y el último, la cabeza y las extremidades. De él proceden todas las cosas. Es hombre y ninfa inmortal, alma de las cosas, motor principal del fuego, sol y luna, fuente del océano, demiurgo del universo, divina potestad creadora y gobernadora del cosmos. Zeus lo es todo. Es fuego, agua, tierra, éter, noche, cielos, Metis (la arquitecta primieval), Eros y Cupido. Todo está comprendido en las vastísimas dimensiones de su glorioso cuerpo”. Este himno laudatorio abarca el fundamento de todo concepto mítico. Nos muestra que la imaginación de los antiguos era, según parece, tan inagotable como las visibles manifestaciones de la Divinidad. Los conceptos metafísicos de los antiguos no estaban en contradicción con las verdades científicas, y sus credos religiosos se basan en las ideas físico-psíquicas de los sacerdotes y filósofos, que las derivaron de las tradiciones de épocas primitivas. La misión de los rayos de Júpiter, dios de la mitología romana y cuyo equivalente griego es Zeus, estaba simbolizada en Diana, hija de Júpiter y diosa de la caza, equivalente a la virgen griega Artemisa. En antiquísimos tiempos Diana era llamada Diktynna, una diosa cretense. Se dice que la luna es opaca y su brillo es reflejo de la luz solar. Su símbolo era la diosa Astarté, también asimilada a Diana, que como la cretense Diktynna está coronada de una guirnalda de la mágica y siempre verde planta dictamo, cuyo contacto se supone provoca el sonambulismo en quien no la tiene. Astarté es la asimilación fenicia-cananea de una diosa mesopotámica que los sumerios conocían como Inanna, los acadios, asirios y babilonios como Ishtar y los israelitas como Astarot. Representaba el culto a la madre naturaleza, a la vida y a la fertilidad, así como la exaltación del amor y los placeres carnales. Con el tiempo, se tornó también en diosa de la guerra y recibió cultos sanguinarios de sus devotos. Se la solía representar desnuda o apenas cubierta con un fino cinturón, de pie sobre un león.
En la mitología griega, Ilitía, o Eileithyia, era la diosa de los nacimientos y las comadronas. Posiblemente de origen minoico, aparece documentada en las tablillas micénicas en lineal B. Hesíodo la describió como hija de Zeus y Hera, con lo que estuvieron de acuerdo Apolodoro y Diodoro Sículo. Sin embargo, Pausanias citaba otra fuente antigua, hoy perdida: «El licio Olén, un antiguo poeta, que compuso para los delios, entre otros himnos, uno dedicado a Ilitía, la describía como “la hábil giradora”, identificándola claramente con el destino, y la hacía más antigua que Cronos». Píndaro, un mitógrafo meticulosamente exacto, tampoco hacía mención alguna de Zeus: «Diosa de los nacimientos, Ilitía, criada del trono de la profundas Moiras, hija de la omnipotente Hera, oye mi canción». Para los griegos clásicos, «está estrechamente relacionada con Artemisa y Hera», afirma Walter Burkert, filólogo clásico y profesor de Historia de religión y filosofía griega, «pero no desarrolla carácter propio alguno». En la mitología romana, Juno era una diosa, equivalente a la Hera griega, diosa del matrimonio y reina de los dioses. Hija de Saturno y Ops, hermana y esposa de Júpiter, con el que tuvo dos hijos, Marte y Vulcano, y una hija, Lucina. Juno fue una deidad mayor de la religión romana y formó parte, junto a Júpiter y Minerva, de la Tríada Capitolina, un importante culto romano. En la mitología romana Juno representa a la maternidad. Pronuba es el epíteto de ‘matrona de honor’. Análogamente a Ilitía y Juno Pronuba, presidía Diana los nacimientos y se la consideraba como divinidad esculápica. La guirnalda de la planta de dictamo en las figuras de Diana nos demuestra una vez más la profunda observación de los antiguos, pues por una parte esta planta tiene muy eficaces virtudes sedantes y es abundante en el monte Dicte de la isla de Creta; y por otra parte, la Luna, según las más notables autoridades en magnetología, influye en los humores del cuerpo y en las células nerviosas, que tan importante papel desempeñan en la hipnotización. Así es que los cretenses ponían manojos de esta planta sobre el cuerpo de las parturientas y con las raíces hacían un brebaje que aliviaba los dolores del parto y mitigaba la peligrosa irritabilidad del organismo en este período. También solían colocar a las parturientas en el recinto sagrado del templo de Diana, expuestas a los rayos de la esplendente hija de Júpiter, la brillante y serena luna del cielo oriental.
Los hinduistas y budistas tienen un complejo concepto de la influencia del Sol y de la Luna, considerados como elementos masculino y femenino, que son, respectivamente, los principios positivo y negativo de la polaridad magnética. Todos los autores indos que trataron del magnetismo reconocieron la influencia de la Luna en las mujeres, y tanto el físico Joseph Ennemoser (1787 –1854), autor de The History of Magic, como el esotérico francés Baron du Potet, corroboran las teorías de los sabios indos. En todos los países de la antigüedad el zafiro estaba consagrado a la Luna, y los budistas tenían esta preciosa piedra en muchísimo respeto, no derivado de la superstición, sino basado en un sólido fundamento científico. Atribuyen los budistas al zafiro virtudes mágicas, por cuanto su color azul obscuro determina fenómenos sonambúlicos, según puede observar cualquier experto en hipnotismo. Esto se deriva de la hasta hace poco tiempo no advertida influencia de los colores del prisma y especialmente del azul en el crecimiento de las plantas. Augustus James Pleasonton (1801 – 1894) publicó en 1876 La influencia del rayo azul de la luz solar y del color azul del cielo. Sostenía que el color azul curaba lesiones y quemaduras. Según Pleasonton, después de muchas discusiones académicas sobre la potencia calorífica de los rayos solares, los azules son los más eléctricos y su influencia favorece en mágicas proporciones el crecimiento de plantas y animales. Por otra parte, las investigaciones del Abate Carlo Amoretti, experto en radiestesia, sobre la polaridad eléctrica de las piedras preciosas, demuestran que el diamante, el granate y la amatista son electro-negativos, mientras que el zafiro es electro positivo. Todo esto nos lleva a reconocer que las modernas ciencias experimentales corroboran cuanto conocían los sabios de la India al respecto, muchísimo antes de la fundación de las academias científicas europeas.
Dice una antiquísima leyenda de la India, que enamorado Brahmâ Prajâpati de su propia hija Ushâs, tomó la forma de ciervo y la convirtió a ella en cierva, de modo que así se cometió el primer pecado de que fué culpable el mismo Brahmâ. Ante tamaña profanación se aterrorizaron de tal manera los dioses, que asumiendo su más horrible aspecto, pues los dioses pueden tomar cuantas figuras quieran, formaron a Bhûtavan, el espíritu del mal, con propósito de aniquilar la encarnación del primer pecado, cometido por el mismo Brahmâ. Al ver esto, Brahmâ se arrepintió profundamente y empezó a recitar los mantras de purificación. De su llanto cayó una lágrima, la más ardiente de cuantas de ojos brotaron, que al tocar en el suelo se convirtió en el primer zafiro. Esta leyenda denota que los indos, no sólo sabían que el azul era el color más eléctrico, sino que también conocían la influencia del zafiro y de otros minerales. Aparte de esto, Orfeo, personaje mitológico griego, decía que con una piedra imán es posible influir en muchas personas reunidas. El famoso filósofo y matemático griego Pitágoras atribuía una secreta importancia al color y naturaleza de las piedras preciosas, mientras que Apolonio de Tyana, filósofo, matemático y místico griego neopitagórico, enseñaba a sus discípulos las ocultas virtudes de estas piedras, y cada día del mes llevaba una sortija de distinta piedra, con arreglo a las leyes de la astrología judiciaria, que es la astrología aplicada al pronóstico. Según los budistas, el zafiro tranquiliza el espíritu, serena el ánimo, aleja los malos pensamientos y tonifica el cuerpo, que son precisamente los efectos atribuidos por la moderna electroterapia a la acción de una corriente eléctrica. A este propósito dicen los budistas: “El zafiro abre puertas y casas cerradas para el espíritu del hombre; despierta el deseo de orar y entraña mayor paz que cualquiera otra alhaja. Pero quien la lleve ha de vivir pura y santamente”.
Diana es hija de Zeus y Proserpina, pero Hesiodo la llama Diana Eilythia–Lucina y dice que es hija de Júpiter y Juno. Lucina, en la mitología romana, es la diosa de la luz, correspondiéndose con la diosa griega Eilythia. En las frecuentes querellas conyugales entre Júpiter y Juno, su hija Diana se vuelve en contra de su madre y a favor de su padre, aunque reconviniéndole por sus devaneos. A nivel simbólico esto se refiere a los eclipses de Luna, durante los cuales se dice que los magos de Tesalia y Babilonia enviaban hacia la tierra sus hechizos, hasta lograr que se reconciliase la irritable pareja. Entonces Juno sonreía orgullosa a la brillante Diana, que volvía al secreto retiro de las montañas. Parece que esta fábula alude a las fases de la Luna. Los habitantes de la Tierra sólo vemos un hemisferio de la luna y esto representa que Diana le vuelve la espalda a su madre Juno. Las posiciones respectivas del Sol, la Tierra y la Luna cambian continuamente, y la fase de Luna nueva coincide siempre con variaciones atmosféricas, aparte de que las tempestades pudieron muy bien sugerir en la antigüedad la idea de una lucha entre el Sol y la Tierra, sobre todo cuando aquél está oculto por las tormentosas nubes. Además, la Luna no brilla en su fase de Luna nueva, porque el hemisferio visible desde la Tierra no está iluminado por el Sol. Pero después de la reconciliación, el disco de la Luna va mostrándose gradualmente iluminado, y de aquí que los astrólogos caldeos y los magos de Tesalia, cuyo conocimiento del curso de los astros igualaba al de cualquier astrónomo moderno, se esforzaran en aplacar las iras de la Luna y moverla a mostrar de nuevo su semblante, después de haber recibido la “radiante sonrisa” de su madre la Tierra, cuando a su vez se refleja la luz del Sol en la Luna. Por esto decía la fábula que cuando Diana se ciñe el creciente, se marcha otra vez a cazar a la montaña.
Los antiguos utilizaron fábulas para velar la explicación de los fenómenos naturales. No hay motivo para tratar de locos a los astrólogos de la antigüedad. Entre la astrología natural y la judiciaria hay la misma relación que entre la fisiología y la psicología o entre lo físico y lo moral. Si posteriormente decayeron estas ciencias en pura charlatanería, no es justo acusar de ello a los insignes astrólogos, cuyo amor al estudio y su santidad de vida inmortalizaron los nombres de Caldea y Babilonia. Aunque se hayan ridiculizado los procedimientos que seguían los caldeos para divulgar las verdades astronómicas, hay que tener en cuenta que, en su tiempo, la ciencia estaba hermanada con la religión y la idea del Creador era inseparable de las obras de la creación. En Babilonia y Grecia, a nivel popular se sabía que Urano era el padre de Saturno y Saturno el de Júpiter, a quienes, así como a sus satélites, consideraban divinidades. Sin embargo, en nuestros tiempos la gente corriente apenas conoce la respectiva posición y movimiento de los planetas del sistema solar.Basta abrir cualquier tratado de astrología y comparar la fábula de las doce mansiones con los modernos descubrimientos astronómicos con respecto a la constitución de los planetas, para advertir que los antiguos lo conocían perfectamente sin necesidad del telescopio, pues las simbólicas representaciones de los dioses del Olimpo y los doce signos del Zodíaco, nos indican hasta cierto punto las proporciones de calor y luz recibidas del Sol por cada planeta. Los dioses griegos residen en la cumbre del Olimpo. En relación a la fábula de las doce mansiones, la mansión de los dioses es un inmenso palacio construido por los cíclopes, gigantes con un solo ojo, en medio de la frente, hijos de Urano y Gea, o sea el Cielo y la Tierra. Pero los cíclopes fueron solo los operarios, ya que el diseño arquitectónico lo hizo Hefesto, dios de la herrería y las artesanías. El gran palacio está dividido en once palacios interiores en los cuales vive cada uno de los dioses olímpicos: Zeus con Hera, Poseidón, Ares, Hermes, Hefesto, Afrodita, Atenea, Apolo, Artemisa, Hestia y Deméter.
Las diosas que simbolizan la Tierra tienen una naturaleza física similar a los demás dioses y diosas, dando a entender con ello que aquellos astrónomos que día y noche velaban en la cúspide de la torre de Belo (Baal), comunicándose continuamente con las divinidades personificadas, habían echado de ver la unidad física del universo y la analogía química entre la Tierra y los demás planetas. La astrología representa al Sol en Aries (Júpiter) como signo masculino, diurno, cardinal, equinoccial, oriental, cálido y seco, en perfecta correspondencia con el carácter atribuido a Júpiter, el “Padre de los dioses”. Cuando Zeus (Júpiter) está colérico arranca su ardiente cinto los rayos que, desde los cielos, fulmina, rasga las nubes y desciende convertido en torrentes de lluvia. Es el dios principal y se mueve con tanta velocidad como el mismo rayo. Ahora bien; el planeta Júpiter gira sobre su eje con velocidad ecuatorial de unos 45.583 km/h. Tan excesiva fuerza centrífuga ha sido, al parecer, la causa de su gran aplanamiento en los polos y sin duda por ello representaban los cretenses a Júpiter sin orejas. El disco del planeta está cruzado por fajas obscuras de amplitud variable, relacionadas, según parece, con la rotación sobre su eje y producidas por perturbaciones atmosféricas. De aquí que el rostro del padre Zeus se inflamara de ira al ver la rebelión de los titanes. Voltaire decía que si no existiese Dios fuera preciso inventarlo. Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, escritor, filósofo, orientalista y político francés, también tachado de materialista, no niega a Dios en ninguno dé sus libros, antes al contrario, está convencido de la existencia de un agente supremo, un artífice universal llamado Dios. Al fin de sus años Voltaire admitió las doctrinas pitagóricas Y concluyó diciendo: “He consumido cuarenta años de mi peregrinación en busca de la piedra filosofal llamada verdad. Consulté a los filósofos, desde Platón a Epicuro y desde Agustín a Malebranche, y sigo en la misma ignorancia. Todo cuanto he podido inferir de la comparación y cotejo de los sistemas de Platón, Aristóteles, Pitágoras y los orientales, es que la casualidad es palabra sin sentido, pues el mundo está regido por leyes matemáticas”.
Proctor tropieza con la misma piedra que otros autores materialistas, cuyas opiniones comparte, confundiendo las operaciones físicas de la naturaleza con las espirituales. Prueba de sus orientaciones nos la ofrece su suposición de que tal vez los sabios de la antigüedad infirieron la influencia sutilísima de los astros por analogía con la ya conocida del Sol y de la Luna, pues dice que si, según la ciencia, el Sol es manantial de calor y luz y la Luna influye en las mareas, necesariamente habían de atribuir a los demás astros la misma influencia en el organismo y destino de los hombres. Pero difícilmente descubrirá el concepto que de los astros tenían los antiguos, quien desconozca el significado esotérico de sus doctrinas. En el complejo fenómeno de la correlación de fuerzas, ningún sabio es capaz de señalar cuál de ellas es la causa y cuáles son los efectos, ya que todos son recíprocamente transmutables. Por lo tanto, al preguntar a los físicos si la luz engendra calor o si, inversamente, el calor engendra luz, responderían probablemente que la luz engendra calor. Podemos considerar que o bien el Creador creó primero la luz y después el Sol, o bien creó primero el Sol que, según se dice, es la única fuente de luz y, por consiguiente, de calor. Esta disyuntiva tal vez parezca poco importante a primera vista, pero no lo es si la examinamos detenidamente. Según el Génesis, el Señor hizo la luz tres días, curiosamente antes de hacer el Sol, la Luna y las estrellas. Desde el punto de vista científico tal vez podemos dar la razón a esta curiosa secuencia creativa, ya que la luz es la energía que desprenden los electrones cuando caen a órbitas más bajas dentro de sus átomos. En realidad, la luz es el único fenómeno de la naturaleza que podemos ver. No vemos los objetos, ni las sombras, ni la materia, sólo vemos la luz. Desde el punto de vista estricto, sólo hay un tipo de luz. Cuando hablamos de luz nos solemos referir a “la luz visible“, es decir, aquélla que nuestros ojos humanos son capaces de percibir. Pero en realidad, todo tipo de energía que desprenden los electrones externos de los átomos, cuando decaen a órbitas inferiores, es un mismo y único fenómeno: Energía que se desplaza por el espacio o la materia en forma de ondas electromagnéticas. Por extraño que parezca, tanto las ondas de radio de nuestras antenas, como la luz de una bombilla, o los rayos X con los que los médicos indagan nuestro interior, son todos ellos luz. Las emisiones de microondas de nuestros hornos domésticos modernos son luz, las señales wifi con las que nos conectamos a internet son luz, la radiación Gamma procedente de los cataclismos estelares, también son luz. Y todos esos fenómenos tienen un mismo origen: el decaimiento orbital de los electrones exteriores de los átomos. Es la forma más pura de energía.
Ello contrasta con la hipótesis de que la luz y el calor dimanan del Sol. Los antiguos adoradores del Sol identificaban el Supremo Espíritu con la naturaleza y veneraban al Sol como una divinidad “en quién reside el Señor de la vida”. Según la teoría hinduista, la divinidad Agni, el fuego divino, es identificada con el Sol. Según la filosofía hinduista, las almas emanan del alma del mundo y vuelven a su origen como las chispas al fuego. Otro pasaje dice que el Sol es el alma de todas las cosas, que todo salió del Sol y al Sol ha de volver, de lo cual se deduce que el Sol físico es símbolo del invisible sol central y espiritual, es decir, de la divinidad, cuya primera manifestación es sephira, la luz emanada de En-soph, Lo infinito o ilimitado. Dice el profeta Ezequiel: “Y miré y he aquí que venía del Aquilón un viento de torbellino y una grande nube envuelta en fuego y en su torno un resplandor y de en medio de él, esto es, de en medio del fuego, como apariencia de electro”. Y dice Daniel: “Sentóse el Anciano de días en su trono de llamas de fuego con ruedas de fuego encendido. Un impetuoso río de fuego salía de su faz”. Los antiguos heliólatras, o adoradores del Sol, consideraban el Sol visible como emblema del invisible y metafísico sol espiritual, y no creían que la luz y el calor dimanasen del Sol físico ni que este astro infundiese la vida en la naturaleza visible. A este propósito dice el Rig Veda, colección de himnos compuestos en antiguo sánscrito védico, dedicados a los dioses: “Su radiación es perpetua. Los intensamente brillantes, continuos, inextinguibles y omnipenetrantes rayos de Agni no cesan de irradiar ni de día ni de noche”. Esto se refiere al Sol central y espiritual, eterno é infinito donador de vida, cuyos rayos son omnipenetrantes y continuos. El Sol espiritual es el centro de la circunferencia y es el fuego etéreo y espiritual. Es el alma y espíritu del omnipenetrante y misterioso éter. Este es un verdadero enigma para los materialistas, quienes algún día se convencerán de que la electricidad y el magnetismo divino son la causa de la diversidad de fuerzas cósmicas manifestadas en perpetua relación recíproca entre dos o más fenómenos. Asimismo, el sol físico es uno de los miles y miles de imanes esparcidos por el espacio, un reflector sin más luz propia que la de cualquier astro opaco. La doctrina pitagórica que, según Platón, consideraba el sol como un imán que embebe el magnetismo y como una lente universal que enfoca la luz también universal. Algún día variará el concepto científico de la gravitación según la entendía Isaac Newton y se comprobará que los planetas giran atraídos por la potente fuerza magnética del sol y no por su gravitación.
Las Leyes de Manu es un importante texto sánscrito de la sociedad antigua de la India. Según el texto, esas doctrinas fueron dictadas por el sabio Manu, quien en la religión hinduista es el antepasado común de toda la humanidad, a los sabios rishis que le habían pedido que los iluminara. Como todos los textos hinduistas, carece de datación. Por el tipo de idioma sánscrito clásico que utiliza, se desprende que es posterior en varios siglos al sánscrito védico, que se utilizó en el norte de la India hasta el siglo VII a. C. aproximadamente. Varios historiadores creen que el texto fue escrito durante o después del reinado del rey hinduista Púsiamitra Shunga, alrededor del siglo III a. C., quien persiguió a los budistas y los echó de la India. Después de la ruptura de los imperios Mauria y Shunga, hubo un periodo de incertidumbre que llevó a un aumento del interés en normas sociales ultraconservadoras. Según Romila Thapar, «La severidad de los dharma shastras, escrituras sobre religión, fue sin duda un comentario que surgió de la inseguridad de los ortodoxos ante una era de fluctuaciones». Las leyes de Manu no son ni más ni menos que las doctrinas de Platón, Filo, Judeo, Zoroastro, Pitágoras, y los cabalistas que explican el esoterismo de todas las religiones. El concepto cabalístico del Padre y del Hijo es idéntico al de las enseñanzas fundamentales del budismo. Moisés no podía revelar al pueblo los sublimes secretos de las doctrinas religiosas y cosmogónicas veladas bajo la Ilusión hinduista, que encubría hábilmente el Sancta Sanctorum, cuyo significado no fue comprendido. Las heterodoxas teorías de Augustus James Pleasonton vienen a corroborar las enseñanzas cabalísticas. Según sus opiniones, el espacio comprendido entre el Sol y la Tierra está ocupado por un medio transmisor de naturaleza física. El enorme roce de la luz al atravesar este medio ha de producir necesariamente electricidad que, transmutada en magnetismo, engendra las enormes fuerzas naturales cuya acción determina las variaciones de la vida planetaria. Opina Pleasonton que el calor terrestre no deriva directamente del sol, porque el calor asciende. Dice que por ser la fuerza productora del calor repelente y electropositiva, queda atraída por la electricidad negativa de las capas superiores de la atmósfera. Aduce en prueba de ello que cuando la nieve cubre el suelo y estorba la acción de los rayos del sol, está más caliente en los puntos donde mayor es la capa de nieve, a causa de que el calor electropositivo irradiante del interior del planeta queda atraído por la electricidad negativa de la nieve.
Pleasonton concluye que la luz es un elemento independiente del Sol, cuyo roce con el medio de transmisión engendra el calor. Afirma, contra la hipótesis de la constitución gaseosa e incandescente del sol, que las irradiaciones de la fotosfera solar, una de las regiones más frías del Sol, donde sólo una pequeña parte del gas está ionizado como plasma, producen enormes cantidades de electricidad y magnetismo al atravesar el espacio, de suerte que la combinación de electricidades contrarias engendra calor y transmite el magnetismo a todas las substancias capaces de recibirlo. Así, cada astro y cada nebulosa se comporta como un imán. En el fondo, el concepto que expone Pleasonton con respecto a la luz, es idéntico al del sephira, inteligencia divina y principio femenino, que en unión de En-Soph, sabiduría divina o principio masculino, engendraron todas las cosas visibles é invisibles. Si Pleasonton pusiera en evidencia su hipótesis, la ciencia debería tener en consideración la luz sideral de Paracelso y su doctrina de las influencias magnéticas ejercidas por los astros en animales, vegetales y minerales. Sabemos, como sabía los antiguos, que el movimiento de las mareas está relacionado con el de la Luna. Pero probablemente no acertarían a explicar este conocido fenómeno como lo hiciera un experto en magia o alquimia, ni tampoco nos sabrían decir por qué los rayos de la Luna producen funestos efectos en determinadas personas, hasta el punto de volverse loco quien a su luz se duerme en algunos parajes de la India y de África. Tampoco sabrían explicar por qué las crisis de ciertas enfermedades coinciden con las fases lunares, así como el por qué los sonámbulos están mucho más excitados en el plenilunio. Los que trabajan en el campo o el bosque, como los payeses, creen firmemente en la influencia de la Luna en la vegetación, y como ejemplo tenemos diversas especies de mimosas que abren y cierran sucesivamente los pétalos de sus flores, según la Luna llena aparezca o se oculte entre nubes.
Si la ciencia no sabe explicar estas influencias físicas, en mayor ignorancia estará con respecto a la influencia de los astros en el destino del hombre. Desde el momento en que las fases de la Luna influyen tan notoriamente en la Tierra, no resulta irrazonable afirmar la posibilidad de que determinada combinación de influencias siderales produzca sus correspondientes efectos en nuestro planeta. En general no se han confiado a soportes de escritura las doctrinas genuinamente esotéricas. Moisés comunicó oralmente las doctrinas cabalistas a sus discípulos. Pero el primitivo agnosticismo oriental quedó enteramente corrompido y adulterado por las distintas sectas que lo sucedieron. El agnosticismo, (‘conocimiento’) es una postura que considera que los valores de verdad de ciertas afirmaciones, especialmente las referidas a la existencia o inexistencia de Dios, además de otras afirmaciones religiosas y metafísicas, son desconocidas o inherentemente incognoscibles. Se diferencia del ateísmo en que éste implica el descreimiento en dioses, mientras que el agnosticismo es la mera suspensión de la creencia. Filón de Alejandría, también llamado Filón el Judío (15 a. C. – 45 d. C.), fue uno de los filósofos más renombrados del judaísmo durante el período helenístico. En su obra De las ofrendas de Abel y de Caín, alude a misterios que no es posible revelar a los profanos. Platón pasaba por alto muchos temas y sus discípulos advirtieron repetidamente este sigilo del maestro. Quiénes hayan leído a los filósofos antiguos, podrán comprobar su analogía con las leyes de Manû, hasta el punto de considerar que todos ellos bebieron en las mismas fuentes. Dice Manû: ”En la mente divina existía en un principio este universo como envuelto en tinieblas, no manifestado, imperceptible, indefinible, no revelado, inaccesible a la razón, cual si estuviera profundamente dormido. Después la única Potestad existente por sí misma y que a sí misma no se conocía, apareció radiante de gloria y, disipando las tinieblas, actualizó su idea”. La Idea de Platón es el Logos , la Voluntad divina, manifestad por sí misma, la eterna Luz de que emana toda luz visible y física. De la descripción que hace Pleasonton, inferimos su identidad con la luz astral de los cabalistas.
Si tenemos en cuenta los efectos resultantes en el éter universal de una causa tan insignificante como la vibración del pensamiento en el cerebro humano, más lógico nos ha de parecer que el tremendo impulso dado al éter por la rotación de millones de astros influya en la Tierra y sus habitantes. Si los astrónomos desconocen la oculta ley de formación dé los mundos que incesantemente giran en torno de un punto céntrico de atracción, no pueden negar que no puedan actuar en el espacio ciertas influencias cuya acción se deje sentir en los planetas. Apenas se sabe nada con respecto a determinados agentes ni de sus efectos en el cuerpo y mente del hombre. Pero sabemos que ciertas enfermedades, dichas e infortunios de la humanidad son más intensas según la época. Si posteriores observaciones confirmaran la hipótesis de Pleasonton, quedaría eclipsada la opinión de físicos como John Tyndall (1820 – 1893), físico irlandés, quien atribuyó a la acción del Sol el calor sufrido en cierta ocasión al bajar del Mont Blanc con nieve hasta las rodillas. Pleasonton sostuvo, en contra del ilustre físico, que el calor del Sol hubiera derretido la nieve, y por lo tanto, la sofocación que sintió Tyndall derivaba probablemente de que, por la acción eléctrica de la luz solar, las obscuras prendas de lana con que se abrigaba el físico quedaron electrizadas positivamente, en contraposición a la electricidad negativa de las altas regiones atmosféricas, lo cual determinó u aumento de calor. Los indos de Travancore tienen un significativo proverbio que dice: “Las palabras dulces son mejores que las ásperas. El mar es atraído por la Luna fría y no por el Sol ardiente”. El autor del antiguo proverbio sabía mucho acerca de las mareas. El pensamiento colectivo va acompañado de anómalas condiciones psíquicas que invaden a millones de individuos, hasta el punto de moverles a obrar automáticamente, corroborando con ello la opinión sobre las obsesiones justificadas por emociones y actos que dimanan de semejante estado mental. En ciertas épocas predomina la tendencia colectiva al retiro y la contemplación, aumentando los practicantes de la vida ascética y monástica. Otras épocas propenden, por el contrario, a caballerescas aventuras que llevan a miles de gentes en busca de tesoros o las empujan a crueles guerras por la posesión de territorios.
En presencia de tan chocantes fenómenos, la ciencia permanece muda, sin ver más allá de este planeta de arcilla y de su densa atmósfera, sin percatarse de las ocultas influencias que recibimos a cada instante. Pero los antiguos, a quienes también Proctor trata de ignorantes, sabían que las relaciones interplanetarias son tan perfectas como las que hay entre los glóbulos de la sangre que, flotantes en el mismo fluido, reciben las combinadas influencias de todos los demás glóbulos, al par que cada uno de ellos influye en todos. Así como los planetas difieren en magnitud, distancia y movimiento, asimismo es distinto no sólo el impulso que cada cual comunica al éter o luz astral, sino también son distintas las sutiles fuerzas que irradian según su posición en el espacio. La música es combinación modulada de sonidos y el sonido es vibración etérea en el aire. Ahora bien, si los impulsos comunicados al éter por los astros pueden compararse a las notas de un instrumento musical, podemos concebir la realidad de la “Música de las esferas” a que aludía Pitágoras, y también podemos concebir que en determinadas posiciones los astros puedan perturbar el éter en que está inmersa la Tierra. Ciertas clases de música conllevan una inyección energética, mientras que otras llevan a nuestra alma al fervor religioso. Apenas hay ninguna creación que no responda a determinadas vibraciones de la atmósfera. Lo mismo ocurre con los colores, que unos nos excitan y otros nos calman. Y si vemos que tanto el ser humano como los animales son sensibles a tan débiles vibraciones, es normal pensar que también reciban la potente influencia de las combinadas vibraciones estelares. El doctor Carlos Elam, autor de Problemas de un médico, publicado en 1869, nos dice: “Sabemos que ciertas condiciones patológicas se convierten fácilmente en epidémicas bajo la influencia de causas no investigadas todavía. Vemos cuán poderoso es el contagio mental, pues no hay idea ni quimera alguna, por absurda que sea, que no asuma carácter de pensamiento colectivo. También observamos el notable fenómeno de que reaparecen en una época las ideas de otra ya pasada. Y por horrendo que sea un crimen, toma a veces epidémicos caracteres de perpetración. La causa de la propagación de las epidemias sigue envuelta en el misterio”.
Continuamente encontramos en la prensa diaria relatos de crímenes sangrientos que los mismos culpables atribuyen a irresistibles obsesiones, diciendo que alguien les incitaba secretamente a perpetrarlos. Los médicos suelen achacar estos crímenes a impulsos transitorios de locura homicida; pero ¿qué psicólogo es capaz de definir la locura? Reconoce Platón que el hombre es un juguete de la necesidad a que está sometido desde su entrada en el mundo de la materia. La influencia externa de las causas es semejante a la del daemonion de Sócrates. La creación de éste término se le acredita únicamente a Sócrates, quien nombró de este modo a quien él ubica como la voz interior que habita en lo profundo del alma. El mundo que describe es bastante parecido al nuestro, aunque algunas diferencias son sustanciales. En él las almas de los seres humanos habitan fuera de sus cuerpos, adoptando la forma de una criatura llamada daemonion. Adoptan la forma de un animal, por lo general del sexo opuesto a su propietario. Están fuertemente ligados al ser humano con el que están vinculados, siendo tan fuerte este vínculo que un ser humano normal no puede separase jamás de su daemonion, ni siquiera más allá de una pequeña distancia. Si el vínculo es cortado, el ser humano se transforma en algo muy parecido a un zombi, una persona que aparenta no tener espíritu. Cuando un ser humano muere, su daemonion también muere y desaparece para siempre. Según Platón, el hombre corporalmente puro es feliz, pues la pureza del cuerpo físico determina la del cuerpo astral. La sensualidad y otras pasiones dimanan del cuerpo carnal. Y aunque opina que hay crímenes involuntarios, porque provienen de causas externas, distingue Platón entre ellas. El fatalismo no excluye la posibilidad de vencer dichas causas, porque si bien las pasiones son necesarias en el hombre, cabe dominarlas para vivir rectamente, ya que quien no las domina vive en el extravío. El hombre dual, es decir, aquel de quien se ha separado el divino e inmortal espíritu, dejando tan sólo los cuerpos astral y físico, es presa de todos los vicios e instintos propios de la materia. Por ello se convierte en dócil instrumento de las invisibles entidades de materia sublimada que vagan por la atmósfera y están siempre en acecho de cuantos quedaron abandonados por su inmortal consejero, el divino espíritu al que Platón llama genio.
Según Platón, quien haya vivido rectamente en la Tierra volverá a morar en su planeta para tener allí existencia de felicidad proporcionada a sus merecimientos. Pero si no hubiese vivido rectamente quedará convertido en bruto según sus perversos instintos, sin que cesen sus penas y transmigraciones hasta que, identificándose con el divino principio existente en su interior y venciendo a los turbadores e irracionales espíritus elementales, compuestos de agua, aire, fuego y tierra, asuma nuevamente su primaria y superior naturaleza. Según la teoría de Pleasonton, en todo fenómeno cósmico, psíquico o físico concurren las electricidades positiva y negativa (o masculina y femenina). Algunos fenómenos sociales podrían atribuirse a perturbaciones de la mente, movimientos impulsivos, o histerismo, como contrapunto a la hipótesis de la luz astral. En el esoterismo a esa substancia cósmica primordial, de la cual todo está formado, de la cual todo tiene su origen y que todo lo interpenetra, se le llama akasha, siendo la energía y la conciencia sus dos aspectos inherentes. La luz astral sería el akasha en su aspecto más denso, después del plano físico, o sea que es la substancia prístina que constituye el plano astral. El histerismo ha sido hasta ahora tabla de salvación para los patólogos escépticos. Edward George Earle Bulwer-Lytton (1803 – 1873) fue un poeta, novelista, dramaturgo, político y periodista británico, con importantes obras como La raza futura y Zanoni, entre otras. Bulwer-Lytton influyó muy poderosamente en rosacruces, teósofos y nazis. Bulwer-Lytton, en su libro A Strange Story, pone en boca del protagonista, Allen Fenwick, un joven físico, las siguientes palabras: “la verdadera ciencia no se aferra a ninguna opinión, pues sólo admite tres estados mentales: negación, afirmación y la suspensión de juicio que media dilatadamente entre ambas.” Acaso fuese ésta la verdadera ciencia en aquellos días, pero posteriormente la ciencia se colocaba a prudente distancia entre la afirmación y la negación.
Poderosos videntes y expertos hipnotizadores describieron las manifestaciones patológicas de carácter físico, que la ciencia achaca a desórdenes epilépticos y hemático-nerviosos, diciendo que en modo alguno pueden tener un origen orgánico, puesto que su lúcida visión las observaba en la luz astral, cuyas vibraciones eléctricas, según testimonio de dichos videntes e hipnotizadores, estaban violentamente perturbadas por influencia de la epidemia mental dominante. Jules Denis, barón du Potet (1796 –1881) fue un esotérico y magnetizador francés. Du Potet, considerado el príncipe de los hipnotizadores franceses, en su obra La Magia sin velo afirmaba que: “La historia mantiene demasiado vivo el recuerdo de la nigromancia, que se presta con harta facilidad a monstruosos abusos. Pero ¿cómo descubrí yo el arte hipnótico? ¿En dónde lo aprendí? ¿En mis pensamientos? No. La misma naturaleza me reveló el secreto. ¿Cómo? Ofreciendo a mi vista, sin necesidad de buscarlos, indisputables fenómenos de hechicería y magia. ¿Qué es, después de todo, el sueño sonambúlico? Resultado del poder mágico. ¿Qué determina esas atracciones, esos impulsos repentinos, esas epidemias asoladoras, pasiones, antipatías, esas crisis y convulsiones sociales, en fin, que vosotros podéis hacer duraderas? Pues las determina el genuino principio que nosotros empleamos, el agente que sin duda alguna conocían también los antiguos. Lo que vosotros llamáis fluido nervioso o magnetismo lo llamaron los antiguos potencia oculta del alma, yugo y magia. La magia está fundada en la existencia de un complejo mundo situado fuera y no dentro de nosotros, con el cual nos ponemos en comunicación mediante ciertas prácticas y artes. Un elemento natural, pero desconocido de la mayoría de las gentes, invade a una persona y la doblega y abate como junco al soplo del huracán; dispersa a los hombres a largas distancias, los hiere en mil puntos a un tiempo sin que descubran al invisible enemigo ni puedan protegerse a sí mismos. Este elemento escoge amigos y favoritos a cuyo pensamiento obedece, responde a sus voces y comprende el significado de ciertos signos. Todo esto es incomprensible para muchas gentes que lo repudian en nombre de la razón; y sin embargo, está demostrado y yo lo veo, y porque lo veo lo digo muy alto, pues ya es para mí verdad demostrada incontrovertiblemente. Si entrase en pormenores, se comprendería fácilmente que tanto a nuestro alrededor como en nosotros mismos, entidades misteriosas de potencia y forma entran y salen a voluntad, no obstante estar las puertas bien cerradas”.
En su Curso de Magnetismo du Potet nos dice: “La facultad de dirigir este fluido requiere determinada complexión fisiológica. Pasa este fluido a través de todos los cuerpos, pues todos son sus conductores y a la vez medios de actuación. Ninguna fuerza química ni física es capaz de poderlo contrarrestar, pues hay muy poca analogía entre este fluido magnético animal y los que los físicos conocen con el nombre de imponderables”. Si vamos a la Edad Media encontraremos las mismas ideas en las obras de varios autores, entre ellos Enrique Cornelio Agripa de Nettesheim (1486 – 1535), famoso escritor, filósofo, alquimista, cabalista, médico y nigromante alemán, que en la Filosofía oculta nos dice: “El alma del mundo es la fuerza universal siempre cambiante que puede fecundar un objeto cualquiera y comunicarle sus propiedades celestes, de modo que mediante las debidas preparaciones de la ciencia pueda transmitirnos su virtud. Basta llevar estos objetos encima para sentir inmediatamente su acción tanto en el espíritu como en el cuerpo. El alma humana, esencialmente idéntica a toda la creación, tiene maravilloso poder. Quien este secreto conoce es capaz de alcanzar sabiduría superior a cuanto le quepa presumir, con la necesaria condición de permanecer unido a esta fuerza universal. La verdad y el porvenir pueden presentarse continuamente a la vista del alma, según demuestran las profecías y vaticinios rigurosamente cumplidos. El tiempo y el espacio se desvanecen ante la mirada de águila del alma inmortal; su poder no tiene límites, pues le cabe lanzarse a través del espacio y envolver con su presencia a un hombre cualquiera que sea la distancia a que se halle e infundirse en él y hablarle como si personalmente estuviese a su lado”. Pero aún podemos remontarnos a tiempos más antiguos y escoger entre los filósofos precristianos romanos a Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a. C.), como menos sospechoso de superstición y credulidad. En De Natura Deorum nos dice el famoso orador estas enigmáticas frases: “Sabemos que de todos los seres vivientes, el hombre es el mejor formado y, como los dioses también son seres vivientes, deben tener forma humana, aunque no quiero decir con esto que estén provistos de carne y sangre, sino que parece como si tuvieran cuerpo de carne y sangre. Epicuro, para quien las cosas ocultas eran tan palpables cual si las tocara con las manos, nos enseña que los dioses no son ordinariamente visibles pero sí inteligibles, pues aunque carecen de cuerpo denso, podemos reconocerlos por sus pasajeras imágenes, ya que en el espacio infinito hay átomos suficientes para formar las imágenes que al aparecerse nos dan idea de lo que son esos seres felices é inmortales”.
Eliphas Lévi, el nombre adoptado por el mago y escritor ocultista francés del siglo XIX Alphonse Louis Constant, nos dice: “Un iniciado que posea completa lucidez puede dirigir y comunicar a voluntad las vibraciones magnéticas en la masa de la luz astral. En el momento de la concepción se transforma en luz humana, de que se reviste el alma como de primer envoltorio y, combinada con los más sutiles fluidos, forma el cuerpo etéreo o fantasma sideral, que ya no se desprende por completo del cuerpo de carne hasta el momento de la muerte”. El gran secreto del adepto mágico consiste en proyectar este cuerpo etéreo a cualquier distancia y condensar en él oleadas del mismo fluido que lo constituye, a fin de hacerlo visible y tangible. La magia teúrgica es la más completa expresión de la psicología oculta. Los científicos la desdeñan como pura charlatanería, pero es difícil juzgar un asunto que jamás investigaron. Antes de la época de Pitágoras afirmaban los filósofos que la luz era materia ponderable y al propio tiempo una fuerza. La teoría corpuscular fue desechada a causa de los errores en que incurriera Newton al exponerla, pero en cambio aceptó el mundo científico la teoría de las ondulaciones lumínicas. Según Isaac Newton (1642 – 1726) la luz está compuesta por diminutas partículas materiales emitidas a gran velocidad en línea recta por cuerpos luminosos. La dirección de propagación de estas partículas recibe el nombre de rayo luminoso. La teoría de Newton se fundamenta en la propagación rectilínea y la reflexión. La luz se propaga en línea recta porque los corpúsculos que la forman se mueven a gran velocidad. Además, se sabe que la luz al chocar contra un espejos se refleja. Newton explicaba este fenómeno diciendo que las partículas luminosas son perfectamente elásticas y por tanto la reflexión cumple las leyes del choque elástico. El físico holandés, contemporáneo de Newton, Christian Huygens (1629 – 1695) expuso su teoría de modelo ondulatorio de la luz de manera muy precisa. Una fuente luminosa emite ondas esféricas, de la misma manera que un movimiento ondulatorio en la superficie del agua emite ondas superficiales. Un rayo de luz está materializado por una recta perpendicular a la superficie de la onda. Cada punto de una onda luminosa primaria se comporta como un centro emisor que a su vez emite ondas secundarias de la misma frecuencia y velocidad que las ondas primarias. La onda resultante es la envolvente de las ondas secundarias.
William Crookes (1832 – 1919) fue un químico inglés y uno de los científicos más importantes en Europa del siglo XIX, tanto en el campo de la física como en el de la química. En 1863 ingresó en la Royal Society, y fue nombrado Sir en 1910. Es conocido por ser el inventor del tubo de rayos catódicos, por el descubrimiento del elemento talio, y por ser el primero en analizar el gas helio en laboratorio. También fue uno de los más importantes y destacados investigadores, y luego defensor, de lo que hoy en día se conoce como espiritismo científico. Los físicos más modernos se sorprendieron al ver que Crookes pesaba la luz en su radiómetro. Los pitagóricos sostenían, contrariamente a los científicos más modernos, que la luz es un agente que no dimana directamente del Sol ni de las estrellas. Lo mismo puede decirse respecto de la ley de gravedad. De acuerdo con las enseñanzas pitagóricas, sostenía Platón que la gravedad no era tan sólo la atracción magnética de las masas menores por las mayores, sino también la atracción de los cuerpos semejantes y la repulsión de los contrarios. A este propósito Platón decía: ”Si se ponen juntas cosas de naturaleza contraria, luchan y se repelen mutuamente”. En esto se apoyaba Benjamin Jowett, en su Introducción al Timeo de Platón, para decir que Platón enseñaba que los cuerpos similares se atraen mutuamente. Sin embargo, semejante afirmación equivaldría a negarle al insigne filósofo el rudimentario conocimiento de las leyes de polaridad magnética. Esto no debe tomarse en el sentido de que se repelan los cuerpos de propiedades contrarias, sino tan sólo los que están juntos y son de naturaleza antagónica. Las investigaciones de Salomon Schweigger (1551 –1622), teólogo, antropólogo y orientalista alemán, disiparon las dudas que pudieran haber sobre si los antiguos conocían debidamente la atracción del hierro por el imán, así como las modalidades positiva y negativa de la electricidad. Entre los sabios antiguos era opinión generalizada que los planetas estaban relacionados magnéticamente, porque todos ellos eran imanes. Por ello, no sólo llamaban piedras magnéticas a los aerolitos, sino que se valían de ellos en los Misterios para los mismos usos en que nosotros empleamos hoy el imán. Johann Tobias Mayer (1752 – 1830), matemático, físico y astrónomo alemán, nos dice: “La tierra es un enorme imán y todo súbito trastorno de la superficie del sol altera profundamente el equilibrio magnético de la tierra, ocasionando el temblor de las brújulas de los observatorios con luces polares cuyas vaporosas llamas parecen danzar al compás de la inquieta aguja”. Cuando Mayer enseñaba esto, no hacía más que repetir lo que se enseñó en lengua dórica, un dialecto del griego clásico cuya área de influencia abarcaba el noroeste de Grecia, el Peloponeso, la parte sur de la costa de Asia Menor, las islas de Creta y Rodas y la Magna Grecia, muchos siglos antes de nacer el primer filósofo cristiano.
Los prodigios realizados por los sacerdotes de la teúrgia son tan auténticos que David Brewster (1781 – 1868), científico, naturalista, inventor y escritor escocés, les reconoce profundos conocimientos de ciencias físicas y filosofía natural. La teúrgia es una práctica mágico-religiosa griega que consiste en la invocación de poderes ultra-terrenos, ángeles o dioses, a fin de comunicarse o unirse a ellos atrayendo beneficios y cooperación espiritual. Los científicos deberían admitir en la naturaleza algo más allá de las ciencias físicas, es decir, que el espíritu posee facultades no sospechadas por nuestros filósofos. Sobre esto dice Bulwer-Lytton en A Strange Story: “Los errores en que caemos respecto de la ciencia de nuestra especialidad, sólo los advertimos a la luz de otra ciencia especialmente cultivada por el estudio ajeno”. La radiante luz del universal océano magnético, cuyas eléctricas ondulaciones interpenetran, en su incesante movimiento, los átomos de la creación entera, revelan a los estudiantes de hipnotismo el alfa y el omega del gran misterio, a pesar de la deficiencia de sus experimentos. Tan sólo el estudio de este agente, o soplo divino, descubre los secretos de la psicología y de la fisiología y de los fenómenos cósmicos y espirituales. A este propósito dice Michele Costantino Psello (1018 – 1096), filósofo, escritor e historiador bizantino: “La magia era la parte superior de la ciencia sacerdotal y tenía por objeto investigar la naturaleza, potencias y cualidades de todas las cosas sublunares; de los elementos y sus compuestos; de los animales; de las plantas y sus frutos; de las piedras y hierbas; en una palabra, inquiría la esencia y potencia de todas las cosas. Los efectos de esta ciencia se resolvían en esculpir estatuas magnetizadas que tocaban los enfermos para recobrar la salud y en fabricar figuras y talismanes que lo mismo servían para provocar la enfermedad que para curarla. También por medio de la magia se hace aparecer frecuentemente fuego celestial que enciende las lámparas y hace sonreír a las estatuas”.
Se dice que los antiguos sacerdotes eran capaces de animar mágicamente estatuas de piedra y metal. Asimismo, gracias al descubrimiento de Luigi Galvani (1737 – 1798), médico, fisiólogo y físico italiano, era posible mover las patas de una rana muerta. El puro fuego del altar pagano era electricidad derivada de la luz astral y, por consiguiente, si las estatuas estaban preparadas al efecto, bien podían, provocar la enfermedad o restituir la salud mediante contacto. Los escépticos se han burlado de los hechos supuestamente absurdos atribuidos a Pitágoras por su biógrafo Jámblico. Dice éste que el filósofo de Samos disuadió a una osa de comer carne; logró que un águila bajara de las nubes a posarse sobre su cuerpo, de modo que pudo domesticarla acariciándola con la mano y dirigiéndola suaves palabras; y por fin, persuadió a un buey a que no comiese habas, sin más exhortaciones que unas cuantas frases a la oreja. Todo esto parecen ridiculeces. Pero algunos hipnotizadores, con su mágica sugestión, dominan no sólo a los animales, sino también a las personas, como hizo, por ejemplo, el magnetizador Antoine Regazzoni, cuyos experimentos causaron admiración. Pero muchos de quienes se muestran escépticos sobre las facultades mágicas de los antiguos creen, sin embargo, firmemente en la Biblia. Thomas Taylor (1758 –1835), neoplatónico y traductor de obras clásicas al inglés, es uno de los pocos comentadores que han reconocido el talento de los autores griegos y latinos. En su traducción de la Vida de Pitágoras, de Jámblico, dice Taylor: “Puesto que, según nos informa Jámblico, estuvo Pitágoras iniciado en los misterios de Byblus y Tiro, en las ceremonias religiosas de los sirios, en la sagrada ciencia de los magos de Babilonia y en los secretos de los santuarios egipcios, donde pasó veintidós años de su vida, nada tiene de maravilloso que conociera la teúrgia y fuese capaz de operar prodigios superiores al ordinario alcance de la virtud humana, que al vulgo le parecen increíbles”.
El éter universal para los antiguos era como un mar sin orillas, en cada una de cuyas moléculas latía un germen de vida, poblado de diversidad de criaturas monstruosas unas y menores otras. Así como los animales de branquias se encuentran, según la especie, en mares altos o charcas bajas, así también cada linaje de las entidades etéreas, o espíritus elementales, moran habitualmente en los parajes más adecuados a su índole. Unas se muestran amigas y otras enemigas del hombre; unas son de agradable y otras de repulsivo aspecto; algunas se refugian en apacibles retiros y otras se complacen en planear sobre las aguas. Si el movimiento de los astros ha de perturbar el éter como los aviones el aire o las naves el agua, no será difícil suponer que determinadas posiciones respectivas de los astros puedan originar corrientes etéreas en una dirección u otra, y arrastrar, por lo tanto, en el mismo sentido grandes masas de espíritus elementales, amistosos o no, que, al ponerse en contacto con la atmósfera de la Tierra, ocasionen determinados efectos. Opinaban los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento de la luz astral, que es una fuerza engendrada por la voluntad. Esta voluntad procede de una inteligencia infalible y no sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano. Desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas. Éstas, ya pertenezcan a nuestro planeta o a cualquiera de los miles que giran en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según la matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales, que pasaron a los mundos invisibles. Nuestros antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo. En la serie de evolución física no falla término alguno, desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano. Así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual, que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre. Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.
Nadie ha descrito mejor los seres elementales que Bulwer–Lytton, en su obra Zanoni , pues los describe como “algo inmaterial que da idea de alegría y luz”. Dice uno de los personajes de la mencionada obra: “El hombre es tanto más presuntuoso cuanto más ignorante. Durante muchos siglos sólo vio lucecitas encendidas por Dios para alumbrarle por la noche en los innumerables mundos que centellean en el espacio como burbujas en un océano sin límites. La astronomía ha desvanecido esta ilusión de la vanidad humana, y, aunque con repugnancia, confiesa el hombre que los astros son otros tantos mundos mayores y mejores que el suyo. Por doquiera descubre la ciencia nuevas vidas en esta inmensa ordenación. Procediendo, pues, por rigurosa analogía, si no hay brizna de hierba ni gota de agua que no sea, como la estrella más lejana, un mundo palpitante de vida, y si el hombre es un mando para los millones de seres vivientes que pueblan su carne y su sangre, basta el sentido común para inferir que los infinitos espacios interplanetarios están cuajados de entidades vivientes adaptadas a dicho medio. ¿No es absurdo admitir la vida en una brizna de hierba y negarla en las inmensidad es del espacio? La ley reguladora del sistema universal no consiente el vacío ni en un punto siquiera, ni tampoco permite lugar alguno donde no aliente la vida. ¿Cómo cabe concebir, entonces, que el espacio esté vacío, inanimado, y tenga en el ordenamiento de la creación menor utilidad que la brizna de hierba o la gota de agua poblada de miles de infusorios? El microscopio descubre los parásitos que habitan en la brizna, pero no se ha inventado todavía un telescopio de suficiente alcance, para descubrir los nobilísimos y superiores seres que pueblan los inmensos espacios etéreos. Sin embargo, entre estos seres y el hombre hay misteriosa y terrible afinidad. Mas para descorrer este velo es preciso que el alma rebose de vivo entusiasmo y se desprenda de todo deseo mundano. Dispuesto así el hombre, vendrá en su auxilio la ciencia para que su vista sea más aguda, su ingenio más vivo, su sensibilidad más exquisita y aun el mismo éter, por virtud de ciertos secretos de química sublime, será más tangible y manifiesto. Después de todo, esto no es magia como se figuran los crédulos, pues no hay magia contra naturaleza, sino que únicamente la ciencia es capaz de dominar a la naturaleza. Ahora bien: existen en el espacio millones de seres no precisamente espirituales, porque todos tienen, como los infusorios, ciertas formas de materia, si bien tan delicada, vaporosa y tenue, que es a manera de película o vello que envuelve el espíritu. A la verdad, estas razas difieren entre sí completamente, pues unas son de extrema sabiduría y otras de horrible malignidad; unas hostiles como enemiga implacable hacia el hombre y otras benéficas como medianeras entre cielo y tierra. Entre los habitantes de los umbrales hay uno que excede en malicia y perversidad a todos los de su linaje; uno cuya mirada arredra al hombre más intrépido y cuyo poder se acrecienta en proporción del temor que inspira”.
Esta es la descripción que hace Bulwer-Lytton de los elementales no dotados de espíritu. Hay unas cuantas enseñanzas esotéricas acerca del pasado, presente y porvenir del hombre. Estas enseñanzas son la fuente del Antiguo Testamento y parte del Nuevo Testamento, y contienen los más sublimes conceptos de moral y de religión revelada. Las clases fanáticas de la sociedad tomaban la doctrina en sentido literal, pero los iniciados estudiaban en el solemne silencio de los santuarios y adoraban al único Dios. Las enseñanzas que expone Platón en su obra el Banquete sobre la creación del hombre, así como su teoría cosmogónica declarada en el Timeo, deben tomarse en sentido alegórico. Los neoplatónicos se aventuraron a exponer las interpretaciones pitagóricas contenidas en el Timeo. Los conceptos capitales de estas enseñanzas, en apariencia incongruentes, son el de la inmortalidad del alma y el de Dios como mente universal infundida en todas las cosas. El respeto con que Platón habla de los Misterios son muestra suficiente de su discreción para no quebrantar el profundo sentimiento de responsabilidad inherente a todo adepto. A este propósito dice el insigne filósofo: “El hombre sólo puede llegar a ser verdaderamente perfecto, perfeccionándose en los perfectos misterios”. Platón no disimulaba su disgusto por la divulgación de las enseñanzas de los misterios, pues opinaba que en vez de profanarlos en oídos de la multitud, debían reservarse exclusivamente a los más dignos y celosos discípulos. Si bien Platón menciona frecuentemente a los dioses en sus obras, no cabe dudar de su fe monoteísta, pues por dioses entiende seres de jerarquía muy inferior a la divinidad y tan sólo superiores en un grado al hombre. El mismo Flavio Josefo, no obstante los prejuicios de raza, reconoce la creencia monoteísta de Platón, y a este propósito dice en su famosa diatriba contra Apión. Contra Apión (es una obra escrita hacia el 93 d. C., en griego, por el historiador judío Flavio Josefo, también conocida como Sobre la Antigüedad de los judíos, título que indica su carácter polémico contra un gramático egipcio, Apión, que había desacreditado la validez y antigüedad del judaísmo. En ella, Josefo enfatiza con diversas fuentes el valor de la religión, el pueblo y la cultura judía, ante un público helenizado. Contiene importantes datos históricos sobre el pueblo judío, y también alusiones a la cronología del Antiguo Egipto, los hicsos, y la sucesión faraónica, extraídos del historiador Manetón. En esta obra se encuentra la famosa descripción de los 22 libros sagrados del judaísmo.
En Contra Apión podemos leer: “Los filósofos griegos que discurrían de acuerdo con la verdad no ignoraban cosa alguna, ni dejaban de notar la aparente frivolidad de las alegorías mitológicas que con justicia desdeñaban. Por este motivo se inclina Platón a creer que son inconvenientes los poetas en la república y no obstante rendir homenaje a Homero, le inculpa de haber quebrantado con sus mitos la ortodoxa creencia en un solo Dios”. Quienes descubran el verdadero espíritu de la filosofía platónica, difícilmente se contentarán con los comentarios de Jowett, quien dice que la influencia ejercida en la posteridad por el Timeo deriva en parte de la equivocada interpretación que los neoplatónicos dieron a las doctrinas de su autor, hasta el punto de estar las aclaraciones neoplatónicas de los Diálogos en “completo desacuerdo con el espíritu de Platón”. Esto equivaldría a suponer que Jowett ha penetrado acertadamente este espíritu, pero sus comentarios no lo denotan. Dice Jowett que los cristianos encuentran en el Timeo las ideas de la Trinidad, el Verbo, la Creación y la Iglesia, aunque bajo el concepto judaico. Sin embargo, no es extraño que encuentren estas ideas, porque realmente están expuestas literalmente en dicha obra. Todos los comentadores de Platón han advertido la vivísima semejanza entre las esotéricas enseñanzas del ilustre filósofo y la doctrina cristiana; pero cada cual trató de explicar esta semejanza desde el punto de vista de sus personales creencias religiosas. Así, Isaac Preston Cory (1802 – 1842), un anticuario que recopiló fragmentos antiguos, opina que la semejanza es tan sólo superficial y prefiere el Dios antropomórfico a la mónada pitagórica. Mónada, la fuente, o el Uno, de acuerdo con los pitagóricos, fue un término para Dios, o el primer ser, o la unidad originaria, o para la totalidad de todos los seres, con el significado de «sin división». Para los pitagóricos, la generación de la serie de los números se relaciona con objetos de la geometría, así como con la cosmogonía. Según Diógenes Laercio, de la mónada se evoluciona a la díada, de ella a los números, de los números a los puntos, luego las líneas, las entidades de dos dimensiones, las entidades de tres dimensiones, los cuerpos y, culminando, los cuatro elementos, tierra, agua, fuego y aire, a partir de los cuales se construye el resto de nuestro mundo.
Thomas Taylor, por el contrario, colocaba a la mónada muy por encima del Dios mosaico. Eduard Gottlob Zeller (1814 – 1908), teólogo e historiador de la filosofía alemán, ridiculiza el atrevimiento de los Padres de la Iglesia que, sin respeto a la historia ni a la cronología ni a la opinión pública, insisten en que la escuela platónica copió de la religión cristiana sus conceptos fundamentales. Se llama Padres de la Iglesia a un grupo de pastores y escritores eclesiásticos cristianos, obispos en su mayoría, que van desde el siglo I hasta el siglo VIII, y cuyo conjunto de doctrina es considerado testimonio de la fe y de la ortodoxia en el cristianismo post apostólico. Para el protestantismo, los escritos emanados de la patrística son eminentemente testimoniales, corroborativos en la medida en que se sometan a una sólida exégesis de la Biblia. Afortunadamente no es hoy tan fácil escamotear datos y fechas y adulterar textos como lo fue para Eusebio, obispo de Cesarea. A pesar de las tergiversaciones de este autor cristiano, nadie podrá impedir qu, mientras la historia exista, se sepa que Platón floreció seis siglos antes de ocurrírsele a Ireneo exponer una doctrina derivada de las reliquias de la escuela platónica. Eusebio de Cesarea (263 – 339 d.C.) fue obispo de Cesarea y se le conoce como el padre de la historia de la Iglesia porque sus escritos están entre los primeros relatos de la historia del cristianismo primitivo. Su nombre está unido a una curiosa creencia sobre una supuesta correspondencia entre el rey de Edesa, Abgaro y Jesucristo. Eusebio habría encontrado las cartas, e inclusive las copió para su Historia eclesiástica. Todas las filosofías antiguas enseñan que Dios es la mente universal difundida en todas las cosas. Las religiones hinduista, budista, teniendo en cuenta que la filosofía pitagórica es fiel reflejo de la religión budista, y la religión cristiana se fundan en este concepto. En cuanto a la metempsícosis o proceso purificador de las transmigraciones, que se antropomorfizó más tarde, fue un dogma subalterno que los sofismas teológicos adulteraron con la intención de ridiculizarlo a los ojos de los fieles.
La metempsicosis o metempsícosis es una antigua doctrina filosófica griega basada en la idea tradicional de la constitución triple del ser humano (espíritu, alma y cuerpo), que afirma el traspaso de ciertos elementos psíquicos de un cuerpo a otro después de la muerte. En Occidente esta creencia fue mantenida por el orfismo y el pitagorismo y aceptada por Empédocles, Platón, Plotino y los neoplatónicos, que hallaron en ella un modo apto para justificar la teoría de la preexistencia del alma que desembocaría, con Platón, en la teoría de la Reminiscencia. La palabra metempsicosis suele traducirse como reencarnación, aunque ambos términos se refieren, sin embargo, a cosas distintas. Podría traducirse como “traspaso del Alma“, escrita con mayúscula, puesto que el paso en cuestión se refiere al Alma del alma, es decir, al Espíritu, que es el que peregrina a través de los distintos seres, como el hilo atraviesa las cuentas de un collar, para vivificarlos momentáneamente. Para otros representa el correlato griego de la doctrina hindú de la transmigración de las almas. Según Ananda Coomaraswamy, destacado orientalista, la metempsicosis no es sino la herencia directa o indirecta de las características psicofísicas del fallecido, características que no lleva con él al morir y que no son una parte de su esencia verdadera, sino sólo su vehículo pasajero y más exterior. René Guénon, filósofo francés, va más allá en su concepción de la metempsicosis. Según él hay en el individuo elementos psíquicos que se disocian después de la muerte y pueden pasar entonces a otros seres vivos, hombres o animales, sin que eso tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de que, después de la disolución del cuerpo de esa misma persona, los elementos que le componían puedan servir para formar otros cuerpos. En los dos casos, se trata de elementos mortales del individuo, y no de la parte imperecedera que es su ser real y que no es afectado de ninguna manera por esas mutaciones póstumas. La disolución que sigue a la muerte no recae solo sobre los elementos corporales, sino también sobre algunos elementos que se pueden llamar psíquicos. Estos elementos, que, durante la vida, pueden haber sido propiamente conscientes o solo «sub-conscientes», comprenden concretamente todas las imágenes mentales que, al resultar de la experiencia sensible, han formado parte de lo que se llama memoria e imaginación. Estas facultades o, más bien, estos conjuntos son perecederos, es decir, sujetos a disolverse porque, al ser de orden sensible, son literalmente dependencias del estado corporal. Por otra parte, fuera de la condición temporal, que es una de las que definen este estado, la memoria no tiene evidentemente ninguna razón de subsistir.
Los espiritualistas, aunque afirman falsamente la antigüedad de la teoría de la reencarnación, dicen bien que no es idéntica a la metempsicosis. Pero, según ellos, solo se distingue de ella en que las existencias sucesivas son siempre “progresivas“, y en que deben considerarse exclusivamente los seres humanos. Allan Kardec (1804 – 1869), que sistematizó la doctrina del espiritismo, en Le Livre des espirits, nos dice: “Hay entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina moderna de la reencarnación, esta gran diferencia, a saber, que los espíritus rechazan de manera absoluta la transmigración del hombre en los animales, y recíprocamente“. Generalmente se le confunde con la doctrina de la transmigración de las almas y con la idea de reencarnación. Gérard Anaclet Vincent Encausse (1865 – 1916), más conocido como Papus, fue un médico y ocultista francés de origen español, gran divulgador del ocultismo, y fundador de la moderna Orden Martinista. Respecto a la confusión con la reencarnación, dice Papus lo siguiente: “Es menester no confundir jamás la reencarnación y la metempsicosis, puesto que el hombre no retrograda y el espíritu no deviene jamás un espíritu de animal, salvo en el plano astral, en el estado genial, pero esto es todavía un misterio”. Dice René Guénon, filósofo francés, respecto a esta misma confusión, diferenciando la metempsicosis de la reencarnación: “Entiéndase bien que, cuando se habla de reencarnación, eso quiere decir que el ser que ha estado ya incorporado retoma un nuevo cuerpo, es decir, que vuelve al estado por el que ya ha pasado; por otra parte, se admite que eso concierne al ser real y completo, y no simplemente a los elementos más o menos importantes que hayan podido entrar en su constitución a un título cualquiera“. Pero ni Gautama el Buda ni Pitágoras tomaron al pie de la letra esta alegoría puramente metafísica con referencia a las peregrinaciones espirituales del alma humana.
Las complejas enseñanzas budistas sólo pueden comprenderse con auxilio del método platónico, que procede de lo universal a lo particular y cuya clave hallamos en el sutilmente místico influjo espiritual de la vida divina. Así dice el Buda: “Quien desconoce mi ley y muere en tal estado ha de volver a la tierra hasta que se convierta en perfecto. Para ello ha de sofocar en sí mismo la trinidad de Maya, extinguir sus pasiones, identificarse con la Doctrina esotérica y comprender la religión del aniquilamiento”. Como Maya entendemos la ilusión de la materia en sus tres aspectos: físico, astral y mental. Por aniquilamiento se entiende aquí la desintegración de la materia, tanto visible como invisible, es decir, del cuerpo físico y del cuerpo astral, que también es materia, aunque sutil. En este concepto budista se apoya la filosofía pitagórica, que en este punto concreto expone Sir Bulstrode Whitelocke (1605 – 1675), abogado y escritor inglés, como sigue: “¿Puede convertirse en no entidad aquel Espíritu que da la vida e impulsa el movimiento y participa de la naturaleza de la luz? ¿Puede el espíritu de los brutos volver a la nada, a pesar de tener memoria, que es facultad racional? Si decís que los brutos exhalan su espíritu en el aire y allí se desvanece, lo niego. Verdaderamente es el aire lugar a propósito para recibir el espíritu de los brutos, porque, según Laercio, está poblado de almas y, según Epicuro, lleno de átomos originarios de todas las cosas; porque hasta este lugar donde nos movemos y en donde vuelan las aves participa de la naturaleza espiritual de modo que es invisible, y por lo tanto, muy bien puede ser el receptor de las formas, puesto que en él están todas las formas. Nosotros tan sólo podemos conocer este lugar por sus efectos. Y si aun el mismo aire es demasiado sutil para comprender su naturaleza, ¿qué será el éter de las regiones superiores y qué formas é influencias descenderán de allí?”
Opinaban los pitagóricos que los espíritus de las criaturas no son formas sino emanaciones del éter sublimado, es decir soplos. Todos los filósofos convienen en que el éter es incorruptible y por lo tanto inmortal y exento de aniquilación. Pero ¿qué entendemos por invisible e indivisible que no tiene cuerpo ni forma ni peso, y que es y no existe? El nirvana, responden los budistas. En la filosofía shramánica, nirvana es el estado de liberación tanto del sufrimiento, dukkha, como del ciclo de renacimientos. Es un concepto importante en el hinduismo, jainismo y budismo, que suele alcanzarse mediante diferentes prácticas y técnicas espirituales. Nirvana es una palabra del sánscrito que hace referencia a un estado que puede alcanzarse a través de la meditación y la iluminación, y que consiste en la liberación de los deseos, la conciencia individual y la reencarnación. En el contexto religioso, este término pasa a aplicarse en las religiones en India como el hinduismo, budismo, jainismo, para así indicar un estado de cese de la actividad mental corriente y que significará una liberación espiritual, el estado de felicidad supremo. Dependiendo de cada contexto religioso, el nirvana tiene diferentes implicaciones. Las dos religiones más importantes respecto a su influencia en Occidente son la hinduista y la budista, fundada por Gautama el Buda. En todas estas religiones, la palabra nirvana tiene connotaciones de quietud y paz. La persona que experimenta el nirvana se compara con un fuego apagado cuando su provisión de combustible se ha extinguido. En todas ellas también este combustible sería la falsa idea del Yo, que causa y es causada por el deseo, la necesidad, la conciencia, el nacimiento, la muerte, la codicia, el odio, la confusión, la ignorancia. Entonces el nirvana no sería un sitio ni un estado, sino una verdad absoluta que debe ser experimentada.
Buda, la “eternidad e inmutabilidad de la substancia primaria”, cuyo estado es el luminoso éter que llena el espacio y es causa del origen de todas las formas. Pero “las formas son creación de Maya y nada valen ante el increado Espíritu en cuyo seno cesa para siempre todo movimiento”. Así pues, aniquilación en el concepto budista significa desintegración de las formas o apariencias materiales, porque todo cuanto tiene forma ha sido formado, y tarde o temprano ha de mudar de forma. Por lo tanto, toda forma es ilusoria, ya que, como la eternidad, no tiene principio ni fin. Por mucho que dure una forma, una vez perezca es como luz de relámpago. De aquí que sea ilusorio nuestro cuerpo astral, formado de éter, aunque conserve los contornos del cuerpo físico. Este último se muda según los méritos o deméritos del hombre durante su vida terrena, y en esto consiste la metempsícosis budista. Cuando la entidad espiritual rompe para siempre los lazos que la sujetaban a la materia, entra en el eterno e inmutable nirvana. Existe en espíritu, pero toda forma aparente está aniquilada, pues el espíritu es la única realidad entre las ilusorias formas que continuamente se suceden. El dolor proviene de la existencia. Al nacimiento siguen decrepitud y muerte, porque doquiera hay forma hay causa de dolor. Tan sólo el espíritu no tiene forma alguna y por lo tanto no existe aunque es. El hombre interno que alcanza completamente la espiritualidad sin forma alguna, entra en la perfecta bienaventuranza. El hombre externo y objetivo se aniquila, pero la subjetiva espiritualidad vive eternamente, porque el espíritu es incorruptible e inmortal. En el fondo de las enseñanzas de Buda y Pitágoras se descubre su identidad. La omnipenetrante anima mundi es el nirvana y la mónada de Pitágoras es el buddha de los budistas, que silenciosamente mora en los arcanos de la bienaventuranza final.
También se identifican la mónada pitagórica y el buddha budista con la sublime e incognoscible Divinidad que llena el universo entero. Cuando el buddha se manifiesta en forma carnal es un avatar, mesías, logos o verbo, esto es, una transmutación del divino espíritu. El espíritu inmortal cobija al hombre mortal y desciende hasta infundirse en la morada carnal. Todo hombre es capaz de convertirse en buddha. En la interminable sucesión de los tiempos, vemos de cuando en cuando hombres que alcanzaron, más o menos completamente, la unión con Dios, que equivale a la unión consigo mismo. Los budistas llaman arhates a estos hombres que están ya próximos a ser buddha y nadie les aventaja en ciencia infusa y virtudes taumatúrgicas. Las doctrinas secretas de Pitágoras nos descubren los relatos, tenidos por fabulosos, de ciertos libros budistas, una vez eliminada toda alegoría. Los Jâtakâs, escritos en lengua páli, relatan las 550 encarnaciones o metempsícosis de Buda y describen las formas que tuvo en cada vida animal, pasando del insecto al ave y al cuadrúpedo, hasta llegar al hombre, imagen microscópica de Dios en la Tierra. Un jataka o cuento jataka es un tipo de relato budista que explica una de las etapas del Buda histórico, o sus discípulos, en su proceso por alcanzar la iluminación, en una de sus vidas anteriores. En ocasiones estas vidas son las de animales no humanos. Estos cuentos jataka son una antigua colección de relatos muy cortos, pero de importancia en el conjunto de la literatura budista. En muchos de ellos se pueden encontrar paralelismos con cuentos universalmente presentes en otras culturas. Su lectura, en el budismo, tenía fines moralizantes a través de la fascinación y el encanto que representan sus protagonistas, que eran animales sabios y llenos de virtudes que aleccionan a poderosos reyes, maestros, hadas, duendes y otros personajes fabulosos; inmersos en situaciones de las cuales se acaba por extraer una moraleja. De ahí su empleo como primer elemento de contacto de los niños con el budismo.
Sin embargo, no hay que tomar estos relatos en sentido literal ni relacionarlos con las existencias de un solo espíritu, que sucesivamente habría animado diversas formas de seres orgánicos. Más bien, de acuerdo con la metafísica budista, el gran número de espíritus humanos individuales son colectivamente un solo espíritu, como las gotas de agua del océano constituyen una sola masa líquida. Cada espíritu humano es un destello de la luz que penetra todo el universo, y, por lo tanto, es lógico creer que el divino espíritu lo anima todo, desde un grano de arena hasta el hombre. Los hierofantes egipcios, los brahmanes, los budistas y algunos filósofos griegos sostuvieron siempre que el mismo espíritu latente en un átomo de polvo, anima al hombre, en quien se manifiesta plenamente activo. También fue general en otro tiempo la doctrina de la gradual absorción del alma humana en la esencia del espíritu. Pero esta doctrina jamás implicó la aniquilación del Ego, sino tan sólo la desintegración de las formas que envuelven en el mundo físico al hombre verdadero, así como después de la muerte. Algunos videntes nos dan singulares descripciones de las diversas formas asumidas por las entidades astrales que reflejan los pensamientos del hombre durante su vida terrena.No se puede tachar de atea y materialista la filosofía budista, debido a que el nirvana sea aniquilación y el svabhâvat sea la nada o la impersonalidad. También el término “En” del En-soph judaico significa “lo que no existe“. Pero a nadie se le ha ocurrido acusar de ateos a los judíos. En ambos casos la palabra nada o aniquilación expresa la idea de que Dios no es ninguna cosa ni persona visible y concreta a la cual pueda aplicarse propiamente el nombre de algo conocido en la Tierra.
Fuentes:
- Blavatsky H.P. – Isis sin Velo
- Blavatsky H.P. – La Doctrina Secreta
- Richard Anthony Proctor – Nuestro lugar en el infinito
- Wendy Doniger – Mitos hindúes
- Benjamin Jowett – Introducción al Timeo de Platón
- Filaleteo – Magia adámica
- Pierre Grimal – Mitologías: Del Mediterráneo al Ganges
- Robert Graves – Los mitos griegos
- Kerényi, Károly – La mitología de los griegos
- Patricia Fara – Breve historia de la ciencia
- Alfonso Pérez de Laborda – Estudios filosóficos de historia de la ciencia
- Miguel Artola y José Manuel Sánchez Ron – Los pilares de la ciencia
- Emile Bréhier – Historia de la filosofía
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