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Obra de Nigel Cox |
Una
práctica de transgresión
es aquella que desobedece y quebranta el discurso hegemónico de un mundo
que privilegia la celeridad y la rentabilidad económica, y tiende a
minusvalorar todo lo demás. Suele ocurrir que todo lo que
se solicita con urgencia alberga una importancia minúscula para las
cuestiones conspicuas. Lo verdaderamente relevante y transformador
necesita el concurso del tiempo y la comparecencia de la porosa
lentitud,
nada que ver con el apremio patrocinado por la retórica de la producción
y la financiación. Hace poco escribí para un texto que «si hay mucha
prisa en hacer algo, con bastante probabilidad ese algo no tiene la menor
importancia para lo importante de la vida». La
prisa es una invención
de un capitalismo que necesita producir cada vez más y cada vez más
aceleradamente, e
inventar relatos del ser y el tener que azucen el deseo de que lo
producido y ofertado sea canibalizado con voracidad consumista para que
se agote cuanto antes, y proseguir así el bucle de la maquinaria,
pero incrementando la velocidad en cada nueva rotación para a su vez
aumentar progresivamente los márgenes. El proceso es inacabable, pero
para que no pierda cadencia requiere explotación y deshumanización.
David Le Breton es autor de dos ensayos que invitan
a lentificar la vida para entenderla y sentirla mejor. Uno de ellos trata sobre
la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y el otro sobre la
función reparadora del silencio (El
silencio, aproximaciones). Utilizar nuestra arquitectura corporal,
que ha
sido diseñada para andar, y abrazarse a la presencia acogedora del
silencio,
son formas de resistencia política, un posicionamiento de
contrapoder en un mundo sobrecargado de celeridad crónica, incontinente
ruido, palabrería huera y alienante, polarización de los juicios, medios
de
comunicación acríticos y chillones vertiendo sin pausa información
desconectada
de significado. Los tiempos del caminar son tiempos disidentes,
confabulan contra esa competitividad erigida en eje axial de la vida
humana. Caminar despacio atendiendo a lo que ocurre en nuestro derredor
se yergue en crítica vivencial a un discurso que ordena ligereza y
prontitud, e incita al atajo. Caminar transmuta nuestra relación con el
tiempo, pero
también con el cuerpo, y con el silencio, puesto que caminar es una
manera muy
fértil de que yo y yo acaben entablando una conversación llena de
matices. «Caminar es vivir el cuerpo», «caminar
es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio», «el
caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a
él», sostiene Le Breton.
El
apresuramiento nos impide remansarnos e interpelarnos en los espacios y
en los tiempos, que son dos dimensiones insoslayables para el
enraizamiento de la confianza y los afectos. La celeridad sabotea tejer vínculos profundos de interacción y
deshilacha aquellos que una vez estuvieron trenzados. La prisa liquida el
mundo y lo degrada en mundo líquido (en la acertadísima expresión
acuñada por Bauman). Me resulta imposible no citar aquí la experiencia lectora,
que calca muchas de las virtudes del caminar. La
pausa y reflexión que requiere la práctica de la lectura absorta es una
forma
de abdicar de la lógica de la vida contemporánea sobrecargada de
horarios,
tareas y el absolutismo del tiempo remunerado (al margen de lo que
supone conversar con mentes privilegiadas que han tenido la deferencia
de compartir con nosotros sus ideas articuladas en lenguaje escrito).
Más todavía. Leer
es pura insumisión a un mundo que pugna
por arrebatar nuestra atención con el fin de dispersarla primero y
vaciarla de criterio después. La autonomía consiste en colocar la
atención allí donde lo elegimos nosotros, y no una entidad heterónoma.
Leer cultiva esa autonomía porque nos devuelve la soberanía sobre
nuestra atención, el botín más preciado en la civilización digital. Y,
como diría Emilio Lledó, nos permite aprovisionarnos de un lenguaje que
nos pueda defender.
Cada
vez se camina menos puesto que cada vez los
sitios cotidianos están más lejos (la gentrificación expulsa a las
personas de los centros de las ciudades) y los trayectos son más largos
(y no
disponemos del tiempo ni de la energía atlética suficientes como para
desplazarnos andando). Sin la
parsimonia metaforizada en el caminar y en el leer y sin el silencio
como acceso al musitar
palpitante de las cosas, la ensordecedora sonoridad del mundo y su
zumbido epocal anestesian las
condiciones de la deliberación reflexiva. El silencio es una forma de cuidarnos, puesto que
solo en el silencio podemos tomar perspectiva sentimental y política suficiente para atender al ser
que somos y que existe al lado de otros seres que también son y también
existen junto al nuestro. Hace poco le leí a mi admirada Remedios Zafra
que «el exceso de información opera como una forma de ceguera porque es
inabarcable». El silencio y la invisibilidad nos
permiten desconectarnos y desintoxicarnos del alud de información que por su
tamaño y su apresuramiento impiden que permeen afectiva y epistémicamente en nosotros. Invisibilizarse también es transgresor en un mundo en el que casi
todos visibilizamos casi todo.
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