El arte es más grande que la vida. El génesis y la
manifestación del dolor humano necesitaban un recinto para presenciar y meditar
en su rostro. Oswaldo Guayasamín se fue sin concluir su obra, dejando un
presagio de que la tragedia no terminaría, que la condición del ser humano es
padecer su Historia. La Capilla del
Hombre está construida en lo alto de una montaña que domina la vista de
Quito, Ecuador, con una bóveda que proyecta al cielo los cuerpos que danzan su
cíclica muerte, en el contraste del fondo negro, la luz entra señalando su inalcanzable
viaje. La bóveda quedó planteada en boceto y fue concluida después de la muerte
del muralista, a pesar de seguir sus instrucciones no tiene la fuerza de su
trazo.
Guayasamín creó un lenguaje que contuviera todos los
rostros, las vidas, las lágrimas que él evoca en distintos lienzos, una
construcción pétrea, imborrable, densa como la trayectoria de los seres humanos
en sus infructuosas batallas. La Capilla
lleva el muralismo, el gran formato, a la proporción épica que le da sentido,
era un recinto para cubrirse de murales de los que únicamente concluyó El Toro y el Cóndor, pintado sobre
placas, narra una portentosa batalla entre la fuerza de la memoria que se niega
a extinguirse, encarnado en el cóndor que habita el espíritu de los Andes; y la
invasión de la Conquista representada en el toro. Guayasamín no buscaba la
literalidad testimonial, escribió la Historia dentro la simbología de cuerpos
míticos, trazados con surcos de líneas gruesas, negras, ubicados sobre el fondo
absoluto de los lienzos.
La Capilla del Hombre es un refugio para meditar, escuchar
las voces de las pinturas, la geometría del dibujo, muestra el dolor y evoca la
paz, la plegaria que dedicamos es a nosotros mismos, a nuestra existencia, la
belleza de la arquitectura circular detiene el tiempo. La obra es esencialmente
humana, la madre que abraza a su hijo, las miradas de terror, los rostros
gritando, la oscuridad negra y roja del fondo, en el torrente de la existencia.
La colección en gran formato la Edad de
la Ira es la que se expone en los muros de La Capilla, la edad que
marca al ser universal de Guayasamín no es de la inocencia, es la guerra
interminable, que insaciable de violencia no tiene memoria para sus crímenes,
reiniciándolos en una cadena que une dolor y sangre.
La monumentalidad es una urgencia, la dimensión de lo que
representa exige la proporción que nos enfrenta y nos reduce, contemplamos la
lección que sobrepasa nuestra limitada fuerza. Inspirado por Los Teules
de José Clemente Orozco, pinta Los
Torturados, un tríptico de cuerpos rojos, desmembrados, incapaces de
reconstruirse con sus fragmentos, aúllan por todos los que fueron masacrados.
El grito de La Capilla no se termina, la pintura de Guayasamín es poderosa,
geométrica, una composición que fragmenta y sintetiza una voz, la que debemos
escuchar, la que llevamos en la memoria, la que desobedece al olvido y grita NO.
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