Juan Manzanera
La vida es algo extraordinario
y sin embargo exigente.
Tenemos un gran potencial de lucidez que nos da la
posibilidad de acceder a nuestra naturaleza primordial. Pero, al mismo tiempo,
tenemos una gran habilidad de caer en la ignorancia, la ofuscación y la ceguera.
Nosotros mismos nos convertimos en nuestro mayor enemigo.
Los seres humanos tenemos
un gran desarrollo mental, usamos imágenes, pensamientos y símbolos para manejar
el mundo. Esto nos ha dado la posibilidad de dominar la naturaleza y alcanzar
experiencias más allá de nuestras limitaciones. Así, hemos sido capaces de
recorrer grandes distancias en poco tiempo inventando artilugios, desarrollar la
medicina para sanar enfermedades devastadoras, crear belleza a través del arte,
la música, la fotografía, etc., así como muchos logros que enriquecen nuestra
vida.
No obstante, esta misma
capacidad simbólica suele contribuir a nuestra peor pesadilla. Nuestros
pensamientos y proyecciones acaban sirviendo para crear sufrimiento en la vida;
con la mente somos capaces de experimentar un infierno. Las ideas y valoraciones
e interpretaciones nos impiden ver lo que somos y construyen una imagen de
nosotros mismos condenada a vivir llena de inseguridades, insatisfacciones,
frustraciones y dolor.
Es evidente que es
preciso hacer madurar esta gran capacidad creativa que tenemos. Todas las
guerras, conflictos, abusos y opresiones tienen su origen en esta mente que
ambiciona, teme, desea, envidia y demás.
Desde la perspectiva del
trabajo espiritual tenemos por delante dos
tareas imprescindibles. Por un lado, madurar, evolucionar y sanarnos como seres humanos, y por otro, despertar nuestro verdadero ser. Ambos aspectos
están interrelacionados, de modo que si escapamos del mundo a buscar nuestra
esencia sin sanar la mente nos quedamos incapaces de integrar cualquier apertura
y comprensión. Y, por otro lado, si nos dedicamos sólo a la maduración de la
mente, nunca conseguimos deshacer todos los nudos que nos limitan.
La vida es un proceso de
aprendizaje que no termina nunca. Cuando nos
resistimos a aprender, no sólo dejamos de crecer y madurar sino que empezamos a
ir hacia atrás. Algunas veces llegamos a un momento en la vida en que no
encontramos nada que nos ilusione, nos vemos sin metas ni objetivos que nos
llenen. En esos momentos es conveniente hacernos conscientes de qué necesitamos
aprender y cultivar. Aunque no nos apetezca y nos hallemos sin fuerza, el
problema siempre se halla en lo que nos falta por aprender, cultivar y
desarrollar. Parece ser que las personas estamos
hechas para evolucionar y no hacerlo nos apaga y
desvitaliza.
Además, conviene adoptar
una perspectiva diferente ante las cosas. Con frecuencia nos sentimos víctimas
de las circunstancias. Vivimos la vida como un enemigo que nos agrede y del que
defendernos o huir. Culpamos a la vida y los demás de nuestras desgracias. Esta
postura es nefasta y nos hace experimentar todo mucho más pesado y difícil. Nos
encoje ante un destino abrumador. Es imperativo un cambio de
enfoque. Lo más saludable y liberador es percibir lo que la vida nos presenta como un reto
para llegar a un mayor grado de compasión, lucidez, humildad y
aceptación. Un estímulo para madurar.
Todo aquello de lo que huimos regresa. Todo lo que
personalizamos y vivimos de un modo egocéntrico está destinado a volver una y
otra vez hasta que sepamos vivirlo con más lucidez. Podemos no querer aprender nada más, pero no tenemos
elección, lo que no queramos ver hoy se repetirá hasta que lo vivamos con
una mayor conciencia. La vida no va a dejarnos
escapar, es el maestro implacable y persistente empeñado en que maduremos.
El modo más evolucionado
de vivir las experiencias es reconociendo su naturaleza primordial. Es bien
conocida la forma de expresarlo en el Sutra del Corazón: Forma es vacuidad,
vacuidad es forma, forma no es nada más que vacuidad y vacuidad no es nada más
que forma. Cuando aplicamos la misma comprensión a la mente y las experiencias
de la vida, somos capaces de percibir que ninguna experiencia tiene realidad en
sí misma. De este modo abrimos la vía que nos lleva a trascender el
sufrimiento.
Mucho más asequible es la
respuesta de compasión. Esto es, respondemos
con la comprensión de que todas las experiencias son compartidas con numerosos
seres. Nada es individual. Cada momento de dificultad está sucediendo en muchos
lugares del mundo en cientos de personas. Esta visión empática sirve de
detonante para la compasión, de modo que nuestras experiencias nos llevan a
desear hacer algo por los demás. Así pues, en lugar de reaccionar sin control,
adoptamos la postura activa y valiente de querer aportar algo al mundo. La
determinación de aliviar el sufrimiento nos libera de la fuerza opresiva de las
experiencias dañinas.
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