Es posible
favorecer el desarrollo espiritual, al llegar a esta etapa, observándose
a sí mismo durante esos raros momentos que se presenten en el día. Uno
puede interrumpirse de repente, y observar lo que está haciendo,
sintiendo, diciendo o pensando; pero tal observación debe hacerse con
espíritu imparcial e impersonal.
—¿Quién está haciendo esto?
—¿Quién siente esta emoción?
—¿Quién dice esas palabras?
—¿Quién está pensando estos pensamientos?
Háganse
estas preguntas a uno mismo, in, peto, tan a menudo como sea posible;
pero las mismas deben ser repentinas, abruptas. Espérese luego, en calma
una respuesta interior de la intuición. En la medida de lo que sea
posible, no se piense en otra cosa. Esta investigación introspectiva no
tiene por qué ocuparnos más de uno o dos minutos, a ratos perdidos. Una
respiración más lenta, que se practique con este ejercicio, puede ayudar
mucho en la observación e investigación del yo.
De este modo
empezaremos a quebrar la actitud complaciente que acepta el punto de
vista del yo personal basado en el cuerpo, y a liberarnos de la ilusión
de que la persona exterior es el ser completo del hombre. La práctica
que consiste en observarse uno mismo, sus deseos, sus estados de ánimo y
sus acciones, es especialmente valiosa porque tiende a separar a los
pensamientos y a los deseos del sentido egoísta que le es normalmente
inherente, y de este modo tiende a salvar a la conciencia de ser ahogada
eternamente en el mar de los cinco sentidos físicos. Además, así se
reforzará positivamente el trabajo que se realiza para penetrar en el
llamado inconsciente durante los períodos de reposo mental. En verdad,
podría decirse que las tres prácticas: la observación de sí mismo, el
reposo diario y la respiración rítmica, se complementan. Todas tienden a
vencer la tendencia que nos lleva hacia una completa identificación con
el cuerpo, los deseos y el intelecto, considerados hoy como normales y
naturales.
La raza humana ha cedido a esta tendencia desde
tiempos inmemoriales, y por eso ha surgido la identificación corriente
del yo con el cuerpo. El remedio consiste en borrar gradualmente estas
tendencias buscando repetidamente el yo verdadero, el Yo Superior, en
los momentos de reposo mental y mediante una constante observación de sí
mismo, a ratos perdidos, durante el día. Por muy arraigadas que estén
en uno aquellas tendencias, es posible vencerlas, poco a poco, con ayuda
de estas prácticas.
El intelecto, que se inmiscuye repetidamente
esta investigación, cede por fin a la costumbre y automáticamente
empieza a presentarnos nuestras emociones, deseos, pensamientos y
acciones, cambiados y a la luz del Yo Superior, es decir, como
promovidos por él, como cosas que experimentamos dentro de nosotros;
pero en realidad son respuestas mecánicas a estímulos exteriores.
Uno
de los resultados inevitables de estas prácticas es que vuestra actitud
en relación a las cosas, las personas y los acontecimientos, empezará a
cambiar gradualmente. Es que comienzan a manifestarse las cualidades
que son inherentes al Yo Superior, las cualidades de nobleza, perfecta
justicia, el tratamiento del prójimo como a uno mismo.
Volcar la
mente de uno, repetidamente, a ese que es el silencio espectador dentro
de uno mismo, y fijarla allí. Esta interiorización es un proceso mental,
una actividad intelectual basada en una indagación de sí mismo, pero en
la etapa que sigue hay una entrega de todos los pensamientos al
sentimiento intuitivo que surge desde adentro y el cual nos conduce a la
percepción de lo más profundo que hay en nosotros.
Siempre se ha
ejercitado el intelecto y las emociones; muy raramente la intuición. De
ahí que sea necesario cambiar; haciendo surgir al sentimiento intuitivo
de su estado latente, tantas veces como sea posible. Llevará su tiempo
esta búsqueda de la justa intuición, pues habrá que buscarla entre la
confusión de sentimientos y pensamientos que forman normalmente nuestro
yo interior; pero el esfuerzo persistente nos ayudará.
No existe
momento en el día que no se pueda cambiar provechosamente el curso de
los pensamientos y comprobar la presencia del Yo Superior. Como el
jinete al caballo, es necesario llegar a tener en las manos las riendas
de nuestra mente, acicateándola de vez en cuando si es necesario. En
esta búsqueda, al principio, se encontrará la conocida obscuridad
espiritual, el estado habitual de alejamiento del Yo, de sumisión a los
deseos o a las repulsiones, que responderán mecánicamente a las propias
demandas. Pero si se continúa con estas prácticas, gradualmente se
abrirá el camino de la libertad interior.
No existe felicidad
para el hombre que no es libre. Se trate de un rey, cuyos deberes lo
encierran en palacio, o del presidiario encadenado en su celda,
repetimos lo obvio al afirmar que el alma prefiere la libertad. Esta es
una alusión a la esencia de la dicha verdadera. La libertad, eterna,
intangible, forma necesariamente parte de su naturaleza, y una libertad
de tan rara naturaleza no puede encontrarse en otra parte excepto en el
Yo Superior.
Se procede de este modo, por medio de grados
imperceptibles, siguiendo al pensamiento en su viaje de retorno a su
invisible hogar. Pero en tanto se este en servidumbre con el
pensamiento, la intuición estará fuera de nuestro alcance.
Debe
seguirse el camino del constante examen de uno y se llegará a utilizar
el pensamiento como auxiliar de la liberación propia. Los interrogantes
mismos que uno se haga serán los peldaños que nos llevarán a ese estado
indudable del Yo Superior.
Se comprenderá mejor la racionalidad
de este método de triple práctica: quietud mental, plácida respiración y
auto observación, mediante el estudio de la relación del hombre con el
Yo Superior que presentamos a continuación.
Se puede decir que
nuestra “persona” existe en virtud de !a imposición de la vida, y con la
autorización del Yo Superior. Los pensamientos y deseos, así como las
acciones resultantes de una persona por lo general casi se hallan
enteramente ocupados con cosas que pertenecen al mundo exterior. Podemos
imaginar al yo personal instalado en el cuerpo del hombre y ocupado sin
cesar en inspeccionar el mundo que lo rodea a través de las ventanas de
los cinco sentidos.
La consecuencia de esta preocupación por
los objetos exteriores es que nuestro yo personal se siente sin cesar
atraído, o rechazado por esos objetos; en estado de pensamiento
constante, de deseo, o de movimiento, hasta que olvida, enteramente su
lugar de nacimiento, que es el Yo Superior. De este modo ha caído en la
situación engañosa del ser que, no solamente ha perdido todo recuerdo de
su Padre, sino que en verdad niega toda posibilidad de la misma
existencia de ese Padre.
Ese lugar, del cual han surgido los
pensamientos, es el verdadero ser del hombre, su yo real. Entre dos
pensamientos, entre dos respiraciones, existe un lapso imperceptible, no
conocido, donde el hombre se detiene entonces por una fracción de
segundo. En esta pausa, breve como un relámpago, vuelve a su Yo
primordial, vuelve a encontrar su ser real. Si esto no fuera así, si no
se produjera mil veces al día, el hombre no podría continuar existiendo y
su cuerpo caería al suelo, como una pobre masa de materia inerte. Por
que el Yo es la fuerza oculta de la vida, la fuerza que le sostiene y lo
hace vivir, y estos constantes regresos a la fuente permanente permiten
al hombre captar la fuerza vital necesaria para existir, pensar,
sentir. Esos tenues fragmentos del tiempo son experimentados por
cualquiera, pero reconocidos en su verdadero valor sólo por unos
cuantos. Eso es, está eternamente, pero el hombre, el ser personal,
existe, “proviene de él” solamente por un tiempo.
Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno.