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El es una palabra semítica del noroeste, que tradicionalmente se traduce como ‘
dios’, refiriéndose a la máxima deidad. Algunas veces, dependiendo del contexto, permanece sin traducción, quedando simplemente
El, para referirse al nombre propio de un dios. En la mitología cananea,
El era el nombre de la deidad principal y significaba «
padre de todos los dioses». En todo el Levante mediterráneo era denominado
El, o
IL,
el dios supremo, padre de la raza humana y de todas las criaturas,
incluso para el pueblo de Israel. Los Sumerios tenían un dios
equivalente al de la mitología cananea, llamado
Anu. Este dios todopoderoso llamado
El, se denomina en hebreo
Elohim o “
dioses“, porque está en plural y su singular es
El, o dios. En el uso semítico,
El era el nombre especial o título de un dios particular que era distinguido de otros dioses como «
el dios», lo que en el sentido monoteísta sería Dios. En ciertas regiones, el apelativo
il, literalmente ‘
dios’, era la referencia al dios sumerio
Anu. Con el mismo apelativo
il
se designaba al dios de los cereales Dagan. El culto a Dagan era propio
de los amorreos del siglo XXII a. C. Y luego de la conquista elamita
sobre la tercera dinastía de Ur, se difundió entre asirios y babilonios.
En Asiria llegó a estar en equivalencia con
Anu. En las tablas
de Ugarit, ese dios primigenio figura también como el esposo de la
diosa Asera, o Ishtar entre los babilonios. Originalmente era llamada
Athirat (o Afdirad), mientras que en la Biblia recibe el nombre de
Astoret. La forma griega es Astarté, que es la madre de todos los
dioses, la esposa celestial y la reina del cielo. Representaciones del
dios
El se ha encontrado en las ruinas de la Biblioteca Real de la civilización Ebla, en el yacimiento arqueológico de
Tell Mardikh
(Siria), que data del 2300 a. C. En algún momento de la historia pudo
haber sido un dios del desierto, pues un mito dice que tuvo dos esposas y
que con ellas y sus hijos construyó un santuario en el desierto.
El ha sido el padre de muchos dioses, setenta en total. Los más importantes fueron
Baal Raman
(Hadad), He, Yam y Mot, los cuales tienen atributos similares a los
dioses Zeus, Poseidón u Ofión, Hades o Tánatos respectivamente. Los
antiguos mitógrafos griegos identificaron a
El con
Cronos, el rey de los titanes. Por lo general,
El se representa como un toro, con o sin alas. También lo llamaban Eloáh, Eláh, que en árabe se convirtió en Allah.
Los
Padres de la Iglesia y los teólogos de épocas
posteriores hubieron de valerse de piadosos fraudes para que no se
trasluciese la identidad del Sol con el Jehovah mosaico, como sin duda
se hubiera evidenciado al dejar la palabra
Al como estaba en el
texto hebreo. El pueblo, ignorante de que los iniciados consideraban el
sol físico visible como emblema del espiritual é invisible, hubiera
acusado a Moisés de sabeísmo, según le han acusado ya muchos
comentadores contemporáneos. El sabeísmo fue una antigua religión
preislámica desaparecida, surgida en el Reino de Saba (actual Yemen), en
el sur de la península arábiga. El sabeísmo era una religión que rendía
culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba
adorar a un solo Dios denominado
Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento, como los siete planetas clásicos, llamados
al-Illat.
Además practicaban un ayuno de 30 días similar al Ramadán. Cada tribu
sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la
Luna, Júpiter, Mercurio y Venus, que tenía un templo en Sanaa. También
creían en espíritus totémicos de cada tribu y en los
yins (
djins),
seres fantásticos invisibles de la mitología semítica y árabe. Sus
profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones
diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos
también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por
Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo. Según el
filósofo judío Maimónides los sabeos seguían a
Hermes Trismegisto y su texto sagrado era el
Corpus Hermeticum,
identificando a Hermes con el profeta islámico Idrís, el Henoc bíblico.
En la Kaaba, el altar de La Meca, había muchos ídolos sabeos que fueron
destruidos tras la conquista islámica de la ciudad. Los sabeos se
dispersaron por todo el Medio Oriente. Los
bahaístas, religión monoteísta cuyos fieles siguen las enseñanzas de
Bahá’u’lláh,
su profeta y fundador, afirman que esta era la religión de Abraham
antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia
hacia la
gente del Libro en el Corán, aduciendo que estos eran
los judíos, los cristianos y los sabeos, es decir, las religiones
monoteístas, los cuales tenían derecho a practicar su credo, aunque
pagando un impuesto. Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas
sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de “
gente del Libro”
fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y
los zoroastrianos. Sin embargo, a diferencia de los mandeos y
zoroastrianos, que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos
antiguos desaparecieron gradualmente siendo absorbidos por el islamismo.
En fechas recientes, el teólogo estadounidense Marc Edmund Jones fundó
en 1923 una organización conocida como la
Asamblea Sabea.
Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de
los inferiores. Pero como en esta laberíntica escala va guiada por el
hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar. No procedían
así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran
imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene
un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio
se difunde desde el centro por todo el cuerpo del microcosmos. La
consideración de esta verdad mueve al físico británico John Tyndall a
confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la
materia, diciendo: “
El primario ordenamiento de los átomos a que
toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración
del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas
observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más
privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante
la magnitud del problema. No hay microscopio capaz de reponernos de
nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento,
sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas
energías estructurales de la naturaleza”. La fundamental figura
geométrica de la cábala que, según la tradición y de acuerdo con las
doctrinas esotéricas, recibió Moisés en el monte Sinaí, encierra en su
sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura
contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan
valerse de la imaginación ni del microscopio, porque ninguna lente
óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados
en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de
la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro
objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones
telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales. Es
remarcable la atrevida
teoría de la pangénesis de Darwin. El
primero en postular la teoría fue Aristóteles. Muchos años después
Charles Darwin la retomaría para poder explicar la selección natural.
Darwin explico la similitudes entres progenitor y descendiente por medio
de una especulación. Él sostenía que cada órgano y estructuras del
cuerpo producía pequeños rudimentos que por la sangre llegaban a los
gametos. Cuando ocurría la fecundación se originaba un nuevo organismo,
con los rudimentos de sus padres. Según Darwin, a esto se debían los
rasgos parecidos y las similitudes entre los individuos y sus padres. La
hipótesis de un germen microscópico con suficiente vitalidad para
contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo
infinito, y trascendiendo al mundo material se internara en el
espiritual.
Si consideramos la darviniana teoría del origen de las especies,
advertiremos que su punto de partida está situado como frente a una
puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro
lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible o lo inefable. Si el
lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el
más allá, algún día el hombre comprenderá que ante sí tiene la
inacabable eternidad. No sucede lo mismo en la hipótesis del biólogo
británico Thomas Henry Huxley (1825 – 1895) acerca de los fundamentos
fisiológicos de la vida. Admite un protoplasma universal que, al formar
las células, origina la vida. Este protoplasma es, según HuxIey,
idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye
entrañan el principio vital. Pero excluye de ellas el divino influjo y
deja sin resolver el problema. “
Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, dice HuxIey, trascienden toda investigación filosófica”.
Sin embargo, mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las
investigaciones filosóficas que con el protoplasma de HuxIey, pues al
menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras
que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en
ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende
Huxley. Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que
podían establecerla sobre la base de comprobadas experiencias. Pero la
exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del
materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación
dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles. Y aunque
los preceptos de Delfos no se había borrado de la mente de los filósofos
griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el
hombre se necesita saber lo que fue, el materialismo ya empezaba a
corroer las raíces de la fe. Los preceptos de Delfos constituyen el
valioso legado de conocimiento que los Sabios de la antigua Grecia
dejaron a las generaciones futuras. Los antiguos sacerdotes griegos no
daban consejos ni oían las confesiones de los fieles. Su labor consistía
principalmente en la realización de sacrificios y otros ritos. La
educación moral de los jóvenes era llevada a cabo primero por los
paidagogoi y los
paidotribes,
y continuaba más tarde con los oráculos, que, además de manifestar el
porvenir y la voluntad de los dioses, establecían un orden moral y
asesoraban en los problemas de la vida cotidiana por los que se les
consultaba.
De todos los oráculos, el más famoso en el mundo antiguo fue el Oráculo de Delfos. En el pronaos del
templo de Apolo,
en Delfos, estaban recogidos los principales preceptos morales por los
que se debían regir los griegos, bien en los muros, el dintel e incluso
en algunas columnas de alrededor del templo. Los
147 Preceptos Délficos o
Máximas Pitias eran frases sencillas atribuidas a los
Siete Sabios de la antigüedad:
Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Solón de Atenas, Bías de Priene,
Cleóbulo de Lindos, Periandro de Corinto y Quilón de Esparta. En el
frontón del templo destacaban dos preceptos de Delfos, fácilmente
visibles para los visitantes que se acercaban:
Conócete a ti mismo y
nada en exceso. La admiración de los antiguos griegos por estas máximas del
Oráculo de Delfos
era tan grande que el poeta lírico Píndaro (522 a.C.) considera a los
Siete Sabios los hijos del Sol, la luz que ilumina y guía al hombre en
su camino hacia la virtud. Estos preceptos fueron seguidos después por
otras culturas y presentadas en ocasiones como principios religiosos.
Pocos eran los verdaderos adeptos é iniciados, legítimos sucesores de
los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto.
Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en
su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extranjeros
reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de
ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles
enigmas para la posteridad. Los hierofantes egipcios andaban dispersos,
buscando refugio en las comunidades herméticas, llamadas más tarde
esenios, donde sepultaron en un mayor secreto la ciencia esotérica. El
mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la
secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados
dimanantes de milenarios estudios esotéricos. Los filósofos
contemporáneos “
alzan el velo de Isis”, porque Isis es el
símbolo de la naturaleza. Pero sólo ven formas físicas y el alma interna
escapa a su penetración. Hay quienes niegan la existencia del alma,
porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y
substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Para ver el
hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de
disección, el forense necesita ojos no corporales. Asimismo, para
descubrir la verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los
papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista
del alma, como la razón lo es de la mente.
La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible,
pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal. La
gente podrá tener idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin
atribuirle cualidades humanas. Sin embargo, para los cabalistas, siempre
fue el invisible
Ain Sof.
Ain Sof (“
sin límites“)
es el Todo Supremo de la Cábala, aquello que podemos llamar Dios en su
aspecto más elevado, no siendo, en el sentido estricto de la palabra un «
ser»,
ya que, siendo auto-contenido y auto-suficiente, no puede ser limitado
por la propia existencia, que limita a todos los seres. Del
Ain Sof emanan las
sefirot para formar
el Árbol de la Vida, que es una representación abstracta de la naturaleza divina.
Ain Sof
es el No Ser, un principio que permanece no manifestado y es
incomprensible a la inteligencia humana. Hace alusión directa a un Dios “
increado“,
que está más allá de la creación, siendo diferente a esta, por lo que
la creación, perteneciendo a una dimensión creada, no puede
comprenderlo. En algunas doctrinas y sociedades secretas, es llamado
El Incognoscible. Las escuelas Gnósticas lo consideraban el Supremo, infinitamente superior a “
El Creador” o Demiurgo. En la Masonería es el Dios Supremo, superior incluso al
Gran Arquitecto del Universo.
Vemos que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus
precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el
simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea
obra del azar, pues equivaldría a suponer que los postulados de Euclides
los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas. Pero
muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben
de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor
parte de los judíos. Pero los hebraístas que lo han descifrado no se
vanaglorian de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos
comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor
asiduidad que éstos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, aún es
menos conocida la cábala universal de Oriente. Pocos son sus adeptos.
Pero estos privilegiados, herederos de los sabios que “
descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeo”, no
pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en
este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta,
algunos viajeros han topado con estos adeptos en las orillas del sagrado
Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente
abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas
bóvedas cuyos misteriosos signos atraen la atención.
El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus
compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma
que lo aparentemente más absurdo del Talmud, encubre precisamente lo
más sublime de su significado esotérico. Este erudito judío ha
demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos,
se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy
olvidadas ramas de las ciencias naturales. Conocían por completo los
recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los
secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades
espirituales, que les daban conocimientos tanto en psicología como en
fisiología. No es casualidad que los adeptos, educados en los
misteriosos santuarios de los templos, tanto en la magia como en las
ciencias ocultas, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la
ciencia contemporánea. Los Vedas y las leyes de Manú, que son
documentos de gran antigüedad, describen muchos ritos mágicos de lícita
práctica entre los brahmanes. Que se sepa, hasta finales del siglo XIX
se enseñaba en Japón y China, sobre todo en el Tíbet, la magia caldea.
En los países occidentales la magia es tan antigua como en los
orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían
en sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales, la
armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la
Tierra y la inmortalidad del alma. Se congregaban los iniciados al filo
de media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el
hombre. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el
fundador de la magia unos 70 años a.C., pero hay evidencias de que los
misteriosos ritos de las sacerdotisas
valas, o mujeres sabias,
de la raza de los gigantes, son muy anteriores a dicha época. Otros
eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia, ya
que fue el fundador de la religión de los magos. Pero Amiano Marcelino,
Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente
que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya
de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios. Se considera que
casi todos los libros antiguos están escritos en un lenguaje sólo
entendible por los iniciados. Como ejemplo tenemos la biografía de
Apolonio de Tyana, que, según dicen los cabalistas, es un verdadero
compendio de filosofía hermética, con reminiscencias de las tradiciones
relativas al rey Salomón.
La biografía de Apolonio parece fantasía, ya que los acontecimientos
históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. Su viaje a la
India simboliza las pruebas del neófito. Y sus detenidas conversaciones
con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio
Menipo, equivalen a un catecismo esotérico. En su visita al país de los
sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas, así como en el
oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes,
cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. El mago y
escritor ocultista francés Alphonse Louis Constant, conocido como
Eliphas Levi, indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el
fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro
de Ofir. Hiram I, rey de la ciudad fenicia de Tiro entre los años 969 y
939 a.C., sucedió a su padre Abibaal como rey de Tiro. Y durante su
reinado su ciudad creció hasta dejar de ser una población satélite de la
vecina ciudad de Sidón, y convertirse en una de las principales
ciudades fenicias. Bajo el gobierno de Hiram se sometió una revuelta en
la primera colonia tiria, la ciudad de Útica del Norte de África,
situada cerca del emplazamiento de la futura Cartago. Según la Biblia,
Hiram envió mensajeros a Salomón para ofrecerle sus respetos después de
que éste fuera coronado como sucesor de David, y tras convertirse en el
más poderoso gobernante de la región, al ocupar el vacío dejado por
Egipto y Asiria. A través de su alianza con Salomón, Hiram pudo acceder a
los mercados egipcios, árabes y mesopotámicos. Los dos reyes aunaron
esfuerzos por crear una nueva ruta comercial que comunicara los lejanos
países de Saba y Ofir, a través del puerto de
Esyon-Gueber,
donde hoy día se yergue la ciudad de Eilat. Para construir el Templo de
Jerusalén, que proyectaba consagrar a Yaveh, Salomón necesitaba maderas
finas, por lo que comerció con Hiram, intercambiando veinte mil cargas
de trigo y veinte mil medidas de aceite por la apreciada madera de cedro
del Líbano. Los obreros de Salomón y de Hiram trabajaron conjuntamente,
extrayendo madera y cortando piedra en las canteras, para terminar el
templo. Hiram amplió los puertos tirios, a la vez que unió las dos islas
donde se asentaba la ciudad, erigiendo un palacio real y un templo
dedicado a Melkart, divinidad fenicia de la ciudad de Tiro. Pero la
arqueología moderna no ha encontrado evidencias de estos trabajos. Hiram
también es una figura alegórica del ritual masónico que delinea al
maestro constructor del Templo de Salomón, construido alrededor del año
988 a.C.
Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la
cábala, se tuviese en cuenta el ocultismo fisiológico, se podrían
obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia
experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito,
dice Draper: “
A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”.
Esta observación, basada en el examen de los tratados científicos de
los árabes, puede aplicarse a las obras esotéricas de los antiguos. La
medicina moderna sabe más anatomía, fisiología y terapéutica, pero ha
perdido el verdadero conocimiento por su criterio restringido e
inflexible materialismo. Quienes estudien la antigua literatura médica,
desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos
fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y
tratamientos terapéuticos, cuyo empleo desdeñan los médicos
contemporáneos. Asimismo, los cirujanos actuales confiesan su
inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el
arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el
vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitarlo. En el
museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de
los antiguos en varias artes, entre ellas la de blondas, encajes y
postizos femeninos. El periódico
La Tribuna, de Nueva York, en su crítica del
Papiro de Ebers, decía: “
Verdaderamente
no hay nada nuevo bajo el sol. Los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran
que los regeneradores del cabello, los tintes y polveras eran ya
necesarios hace 3.400 años”. Draper, en su obra
Conflictos entre la religión y la ciencia,
reconoce que a los sabios antiguos les corresponde legítimamente la
paternidad de la mayoría de los descubrimientos que se atribuyen los
modernos. Y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda
Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones
astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil
novecientos tres años antes. Ptolomeo, rey de Egipto y notable
astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia,
en la que se predecían los eclipses de más de siete siglos antes de la
era cristiana. A este propósito, dice Draper: “
Pacientes y precisas
observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos,
cuya valía han corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron
el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con
dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y
predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su cielo llamado
saros, que constaba de 6.585 días, con un error de diez y nueve minutos
y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de
la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos
instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las
estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y
la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las
ocultaciones de las estrellas detrás de la luna. Según frase de
Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol,
construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y
rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema
solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades
eternas, que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras,
no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que
vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los
místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las
investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la
naturaleza”.
Draper cuenta parte de la verdad, pero no toda, porque desconoce la
índole y extensión de los conocimientos que se enseñaban en los
Misterios. Ningún pueblo fue tan profundamente versado en geometría como
los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos
antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno que tan prácticamente haya
interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus
innumerables símbolos, cada uno de los cuales plasma una idea que
combina lo divino é invisible con lo terreno y visible, de suerte que de
lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el
aforismo hermético: “
como lo de abajo es lo de arriba”. Los
símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y
fuerzas cósmicas. Respecto a la eficacia de las investigaciones
geométricas, el geómetra norteamericano Jorge Felt, opinaba que los
antiguos egipcios destacaron en la arquitectura, geometría, cálculos
astronómicos, entre otros temas. La primitiva ciencia y religión egipcia
influyeron en la filosofía masónica. Las admirables estatuas de sus
templos, tomaban como modelo las “
invisibles entidades del aire”
y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían a la eficacia de
procedimientos alquímicos y cabalísticos. Schweigger demuestra el
fundamento científico de todos los símbolos mitológicos. El
descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido señalar
la analogía entre los mitos divinos y las energías naturales. El
dedo ideico
era un dedo de hierro fuertemente magnetizado y usado en los templos
para fines curativos. Producía maravillas en la dirección señalada, y
por lo tanto se decía que tenía virtudes mágicas. Por ello tuvo gran
importancia en la magia médica. El dedo de hierro era atraído y repelido
alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó
con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas. Bart
interpreta los mitos antiguos bajo el doble aspecto espiritual y
físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de
Frigia, que fueron magos. A este propósito, dice: “
Cuando tratamos
de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no
nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la
naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se
comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos
asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas
curaciones. A esto añadieron el cultivo de la tierra, la práctica de la
moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los
Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo
los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos
espíritus de la naturaleza?”. De la misma opinión era Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas
“guiadas por los espíritus”.
No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de
las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de
Moisés. Así lo demuestra un pasaje del Papiro de Ebers: “
De
Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección,
los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la
Diosa–Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó
a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Pero los
antiguos daban a veces título de dioses a hombres eminentes, y por lo
tanto, la divinización de mortales y considerarlos como dioses no
prueba que fuesen politeístas. La filosofía hermética era muy secreta.
Por esta razón a Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde
de Volney (1757 – 1820), escritor, filósofo, orientalista y político
francés, le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los
símbolos materiales, siendo así que eran meras representaciones de
principios esotéricos. También Charles-Francois Dupuis, no obstante
haber estudiado detenidamente este tema, atribuye la significación de
los símbolos religiosos exclusivamente a la astronomía. Eberhard
Baumgartner, uno de los alquimistas más notables, y otros autores
alemanes de los siglos XVIII y XIX, derivan la magia de los mitos
platónicos del
Timeo. Nadie niega la valía de Champollión como
egiptólogo. A su juicio, todo prueba que los antiguos egipcios fueron
esencialmente monoteístas. Y, gracias a sus indagaciones, está
demostrada la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya
antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice Joseph
Ennemoser, traductor del libro
History of Magic: “
Herodoto,
Tales, Parménides, Empedocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en
Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. En
Egipto se instruyó Moisés y parece que Jesús pasó allí los años de su
primera juventud. En aquel país se daban cita todos los estudiantes del
mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito,
pregunta Ennemoser:
“¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al
cabo de tanto tiempo y a través de tantos países?. Se supone que fue
por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente
puede atribuirse a la pérdida de obras esotéricas de la más remota
antigüedad. Los libros de Numa Pompilio (753 – 674 a. C.), segundo rey
de Roma después de Rómulo, encontrados en su tumba y descritos por Tito
Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a
fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado
romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público“.
La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la
participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filón de
Alejandría que la magia “
descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes”
. Con el tiempo degeneró en hechicería y se atrajo la animadversión
general. Pero hemos de considerarla tal como fue cuando las religiones
se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza.
En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes como se cree, sino
los magos. Los
mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos
géberes, se llaman hoy día
magois
en dialecto pehlvi. La magia es coetánea de las primeras razas
humanas. Juan Casiano, escritor cristiano del siglo IV y V, menciona un
tratado de magia que, según la tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé,
de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, a su vez hijo de Adán. Batria,
sacerdotisa de Thoth e iniciada esposa de Faraón, fue la que instruyó a
Moisés en aquella sabiduría. Asimismo, Batria era madre de la princesa
egipcia Termutis, que salvó a Moisés de las aguas del Nilo. De Moisés
dicen las escrituras cristianas: “
Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras”.
Justino Mártir (100 -162), uno de los primeros apologistas cristianos,
apoyado en la autoridad del historiador galo-romano Cneo Pompeyo Trogo,
afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los
sacerdotes egipcios. En determinadas ramas de la ciencia, sabían los
antiguos más de lo que hasta ahora se ha descubierto. El doctor A. Todd
Thomson, que publicó la obra
Ciencias ocultas, dice al respecto: “
Los
conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad
humana eran mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban
cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a
disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Franz von Baader, místico cabalista, que “
no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”.
Origenes, discípulo de la escuela platónica de Alejandría, afirma que
además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo, reveló a los
setenta ancianos algunas “
verdades ocultas de la ley”, con
mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas. San
Jerónimo dice que los judíos de Tiberiades y Lida eran singulares
maestros en hermenéutica mística. Ennemoser se muestra firmemente
convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en
la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los
agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto
nombre, de la escuela de los esenios. Franz Joseph Molitor, místico
cabalista alemán, reivindica la cábala hebrea y dice: “
Ha pasado ya
el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la
vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario
no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con el deterioro de
las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa
revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación“.
Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en
las escuelas de profetas, cuyo objetivo era instruir a los candidatos en
conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los
Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia, separada en la
blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se
subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la
magia blanca se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas
ocultas y realizar buenas obras. Por la magia negra se esfuerza el
hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicos
delitos. El clero de las tres principales iglesias cristianas, la
griega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos
espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo,
católicos y protestantes condenaban a la hoguera a los infelices
médiums que se comunicaban con las entidades astrales y, a veces, con
las desconocidas fuerzas de la naturaleza. Dice Plutarco, en
Teseo,
que los geógrafos antiguos llenaban los márgenes de sus mapas con el
trazado de comarcas desconocidas, cuyos epígrafes advertían que más allá
sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas
infranqueables. Algo similar hacen los modernos científicos y teólogos,
pues mientras los teólogos pueblan el mundo invisible de ángeles y
demonios, los científicos afirman que nada hay más allá de la materia.
Sin embargo, muchos escépticos pertenecen a logias masónicas. Todavía
existen los rosacruces, que sobresalieron en las artes curativas durante
la Edad Media. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden
de los Templarios, nadie ha venido a resolver las incógnitas
existentes. No estaban desprovistas de fundamento científico las
nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos. Al término de
cada “
año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al
período de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución
física. Un saros (o un ciclo de saros) es un periodo de 223 lunas, lo
que equivale a 6585.32 días (aproximadamente 18 años y 11 días) tras el
cual la Luna y la Tierra regresan aproximadamente a la misma posición en
sus órbitas, y se pueden repetir los eclipses. El registro histórico
más antiguo que se ha descubierto acerca de los ciclos de saros se
encuentra en Irak. En los últimos siglos a. C., los caldeos, antiguos
astrónomos babilónicos, ya sabían que los eclipses cumplían un ciclo de
18 años. El descubridor de este ciclo de eclipses podría haber sido el
astrónomo caldeo Beroso (350-270 a. C.). Así lo afirma Eusebio de
Cesarea (275-339) en su libro
Crónica, donde menciona por primera vez la palabra griega saros. Pero la palabra sumeria/acadia
šár, de
la que seguramente se deriva la palabra saros, era una de las antiguas
unidades de medida en la Mesopotamia, y como un número parece haber
tenido un valor de 3600.
Supone erróneamente el diccionario Webster que los caldeos llamaban
saro al
ciclo de los eclipses cuya duración era de unos 6.586 años solares,
equivalentes a la revolución de un nodo lunar. Sin embargo, el astrónomo
Beroso, sacerdote del templo de Belo, en Babilonia, dice que el
saro tiene 3.600 años. El
nero 600 años y el
soso 60 años. Al termino de cada siete
saros
las zonas glaciales y tórridas cambian gradualmente de sitio. Las
glaciales se mueven poco a poco hacia el Ecuador y las tórridas, con su
exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados
desiertos polares. A este respecto hay que tener en cuenta que al fin
del período terciario descendió la temperatura en el hemisferio
septentrional hasta el grado de convertir la zona tórrida en un clima
glacial.
Esta alteración de climas va necesariamente
acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas.
Como quiera que cada diez milenios se altera el lecho del océano,
sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a
este año el sobrenombre de
heliaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración exacta y demás condiciones astronómicas. Al invierno del
año heliaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban
ecpirosis.
Según la tradición popular, la tierra sufría alternativamente
catástrofes plutónicas, por el agua, y volcánicas, por el fuego, en
estas dos estaciones del
año heliaco. Así consta en los
fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca. Pero tanta incertidumbre hay con respecto a la duración del
año heliaco,
que ninguno se aproxima tanto como Heródoto y Lino, quienes
respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años. En opinión de los
sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo, arquitecto griego
nacido en Argos a finales del siglo V a.C., la ciudad de Babilonia fue
fundada por los que se salvaron del diluvio, que eran hombres de talla
gigantesca y edificaron la famosa torre de Babel. Estos gigantes, que
eran expertos astrónomos y habían recibido enseñanzas secretas de sus
padres, los llamados “
hijos del Dios”, instruyeron a su vez a
los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que
habían presenciado. Esto obliga a revisar el relato bíblico, según el
cual sólo Noé y su familia escaparon del diluvio, enviado precisamente
para castigo de los gigantes. Pero los sacerdotes babilónicos no tenían
interés alguno en falsear la verdad. De este modo computaron los
sacerdotes la duración de los
años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el
Timeo,
los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que, aparte
del gran diluvio de Ogyges, habían ocurrido otros igualmente copiosos,
lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes
iniciados conocimiento del
año heliaco.
Conviene recordar que los antiguos indos conocían ya el sistema
heliocéntrico y de ellos lo aprendió Pitágoras junto con los fundamentos
de la astronomía. Los períodos llamados
yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis representan verdaderos problemas para la cronología. El
Sâtya–yuga y los ciclos budistas nos impresionan con sus astronómicas cifras. El
mahakalpa, o
edad máxima,
se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es,
nada más y nada menos, de 4.320 millones de años solares, que se
distribuyen en varias etapas. En primer lugar tenemos cuatro yugas con
un total de 4.320.000 años, que se distribuyen de la siguiente manera:
El
Sâtya–yuga, de 1.728.000 años; el
Trêtya–yuga, de 1.296.000 años; el
Dvâpa–yuga, de 864.000 años; y el
Kali–yuga, el actual, de 432.000 años. Estos cuatro yugas constituyen un
mahâ–yuga, o
yuga máximo. Y setenta y un
mahâ–yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un
sandhyâ, o duración de los crepúsculos matutino y vespertino en todo este tiempo, equivalente a un
sâtya–yuga, o I.728.000 años, con lo que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000 años, que es el período llamado
manvántara. Catorce
manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años, y añadiendo un
sandhya tendremos 4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años, o sea el
mahâkalpa o
edad máxima, que hemos mencionado antes. Como quiera que nos hallamos en el
kali–yuga de la época vigésimo–octava del séptimo
manvántara,
aún nos falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la
mitad de la vida del planeta. Estas cifras derivan de cálculos
astronómicos, según ha demostrado Davis en su
Ensayo de investigaciones asiáticas.
Muchos investigadores, entre ellos Godfrey Higgins, no pudieron
averiguar cuál era el ciclo secreto. Christian von Bunsen ha demostrado
que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las
rotaciones cíclicas. Tal vez la dificultad provenga de que los antiguos
lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de
la humanidad. Por ello podemos descubrir la íntima relación, establecida
por los antiguos, entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad.
Especialmente si recordamos la suma importancia que daban a la constante
y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres.
Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la
verdadera clave del ciclo secreto. Pero no fue capaz de descifrarlo,
pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al
misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en
el
Libro de los Números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna. Pero, tal vez, está en uno de los libros de Hermes.
Los cuarenta y dos libros sagrados egipcios que, según Clemente de
Alejandría, había en su tiempo, eran tan sólo una parte de la colección
hermética. Jámblico, filósofo griego neoplatónico, apoyado en la
autoridad del sacerdote egipcio
Abammon, atribuye a Hermes
1.200 de estos libros y Manethon afirma que fueron nada menos que
36.000. Sin embargo, la crítica moderna desdeña el testimonio de
Jámblico por neoplatónico. Y, respecto del de Manethon, vale advertir
que Bunsen lo diputa por el más insigne historiador de su país, pero
mantiene los prejuicios de la ciencia moderna contra la sabiduría de los
antiguos. A pesar de todo, ningún arqueólogo duda ya de la increíble
antigüedad de los libros herméticos. Champolllión está seguro de su
autenticidad, corroborada por los más antiguos monumentos. Por otro
lado, Bunsen aduce pruebas irrefutables de su antigüedad. Sus
investigaciones demuestran que antes de Moisés hubo en Egipto sesenta y
un reyes que mantuvieron la civilización del país durante miles de años
y, por lo tanto, resulta evidente que las obras de Hermes Trismegisto
son muy anteriores al nacimiento de Moises. En los monumentos de la
cuarta dinastía se han encontrado las plumas y tinteros más antiguos del
mundo, según atestigua Bunsen, quien, no obstante, rechaza el período
de 48.863 años antes de Alejandro, a que Diógenes Laercio remonta la
existencia del antiguo Egipto. Pero no tiene más remedio que confesar
que de los resultados de las observaciones astronómicas egipcias se
infiere que éstas abarcan un período de 10.000 años. Reconoce, además,
que uno de los más antiguos tratados de cronología demuestra que las
tradiciones referentes al período mitológico comprenden miríadas de
años. Algunos estudiosos, desconocedores de los cómputos secretos,
amplían de 21.000 a 24.000 años la duración del
año máximo,
pues creían que el último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a
la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo,
diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y
no en 2.160 para cada signo, por lo que se cifraba en 24.000 años la
duración del
año máximo, dividido en cuatro períodos de 6.000.
De aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos
ciclos de los antiguos astrónomos, porque el
año máximo, como
el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso
círculo. Suponiendo lo dicho anteriormente, Higgins computa los 24.000
años de la manera siguiente: “
Si el ángulo que el plano que la
eclíptica forma con el plano del ecuador fue decreciendo gradualmente,
como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos debieron de
haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años,
el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo
está respecto del septentrional. Después de 6.000 años más, volverían a
coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría
el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa
un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegase al ecuador
finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por
el fuego, mientras que, al llegar al punto meridional, lo habría sido
por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000
años, o sean diez neros”.
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los
sacerdotes mantenían sus conocimientos, está expuesto a errores y fue la
causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran
el fin del mundo a los 6.000 años. También provoca que la ciencia
moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen
algunas organizaciones religiosas, como la de los adventistas, que viven
en continua espera del fin del mundo. Así como el movimiento de
rotación de la Tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en
el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe
considerar los ciclos menores comprendidos en el
saros máximo.
La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones
intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Por esta razón vemos en
la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a
la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales ascienden al
pináculo de su grandeza y poderío para descender de acuerdo con la misma
ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto
ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas
alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las
que alcanzó en el cielo anterior. Las edades de oro, plata, cobre y
hierro no son una ficción poética. La misma ley rige en la literatura
de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea
labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera
proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda. Así, todos
aquellos personajes que despuntan en la historia de la humanidad, como
Buda y Jesús en el orden espiritual, y Alejandro y Napoleón en el
material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles
de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los
destinos del mundo. Y, por ello, no hay personaje histórico eminente sin
su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas,
mezcla de ficción y verdad, correspondientes a tiempos pasados. Las
imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se
reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas de un
lago podemos ver la luz de la estrella que centellea en la insondable
profundidad del firmamento.
Cómo lo de arriba es lo de abajo. Cómo en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será.
El mundo siempre ha sido ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha
levantado una estatua a Galileo y apenas si se acuerda de Pitágoras. A
Galileo le sirvieron de guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar
el sistema de Ptolomeo, cuya aportación fundamental fue su modelo del
Universo, que se basaba en que la Tierra estaba inmóvil y ocupaba el
centro del Universo, y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas
giraban a su alrededor.
Pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han sido los descubridores
de la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes ya
la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el
conocimiento de esta verdad demostrada. Dice el filósofo neoplatónico
griego Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos
de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a
la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que, para investigar su
origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora
acertadamente el masón y rosacruz británico Hargrave Jennings en el
siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles
fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del
error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades
prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los
numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron
estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era
impostura y que sólo nosotros, los que menospreciamos su poderío, somos
los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho
más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del
escepticismo de estos descreídos tiempos. Así vemos que es posible
conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, con las de los
gentiles, con las de los hebreos, con las cristianas y con las
mitológicas, en la común creencia, basada en la Magia, cuya posibilidad
informa la moral de esta obra”. En 1848, los fenómenos espiritistas
de Rochester llamaron la atención de las gentes hacia la realidad del
mundo invisible. La familia Fox, compuesta por los padres y dos hijas,
granjeros y devotos metodistas, alquiló una pequeña casa en diciembre de
1847. A los pocos meses comenzaron a vivir perturbados por ruidos y
golpes inexplicables, hasta que en la noche del 31 de marzo de 1848, las
niñas, como en un juego, desafiaron al poder invisible a que repitiera
los golpes que ellas producían con los dedos. El reto de las muchachas
fue inmediatamente atendido, y cada golpe tuvo su eco en otro similar.
Esa fuerza aparentaba tener tras de sí una inteligencia independiente,
lo que concedía una enorme significación al fenómeno. En principio, la
madre se atemorizó, pero luego comenzó a hacer preguntas, cuyas
respuestas, recibidas con un si o un no, por medio de un número
convenido de golpes, demostraron que esa inteligencia tenía un amplio
conocimiento de sus habitantes y sobre lo que ocurría en la casa. Esto
se repitió con la intervención de una vecina y luego los demás
concurrieron en masa. Formaron una especie de comité de investigación y
por medio de un artefacto con letras y números, inventado por uno de los
vecinos, el señor Duesler, consiguieron que la fuerza inteligente
desconocida fuera marcándolos para formar palabras y frases. Se
identificó como un espíritu, que había vivido como Charles B. Resma, se
ganaba la vida vendiendo de puerta en puerta y había sido asesinado por
dinero y enterrado en esa casa cinco años antes. El comité de
investigación publicó sus resultados al cabo de un mes, y 55 años más
tarde el
Boston Journal confirmó en su edición del 23 de
noviembre de 1904, que habían sido encontrados los restos del hombre que
había sido asesinado en la casa habitada por la familia Fox.
Por una parte, los teólogos cristianos creen en la existencia de Dios
y del diablo, mientras que para los materialistas no hay más Dios que
la substancia gris del cerebro. Entretanto, los ocultistas y filósofos
merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos
ni de otros. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no
alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad
divina. Y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más
allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida
con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el
Yo profundo
que piensa, siente y quiere, independientemente de su envoltura mortal,
no sólo cree, sino que además sabe que existe un Dios, en quién todos
vivimos y que vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de
robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran
quebrantarlo una vez nacido en la intimidad de la conciencia. El género
humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión
que pueda relevar ventajosamente a la dogmática teología cristiana, y le
dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir
Thomas Browne: “
El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo
puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida
más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior
progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. Muchos teólogos
cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna
prueba auténtica de la vida futura. Y, sin embargo, ¿cómo se explica
la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los
países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? Si los
fenómenos espiritistas pudieron ser, en algunos casos aislados,
ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes
enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias
personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos? Los más
eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las
apariciones que clasificaban en
manes, ánima y
umbra. Los
manes descendían al mundo inferior; el
ánima, o
espíritu puro, subía a los cielos; y el
umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico. “
En la tumba se lee que la carne voló sobre la sombra de Orcus como un fantasma, cuyo espíritu vuela a las estrellas”.
Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin
embargo, todas estas definiciones han de someterse al análisis de la
filosofía. Porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que las
diferencias idiomáticas y la terminología simbólica empleada por los
antiguos místicos, han inducido a error a gran número de traductores é
intérpretes, que leyeron literalmente las frases de los alquimistas de
la Edad Media, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el
simbolismo de Platón.
Algún día comprenderán debidamente que, desde los orígenes de la
especie humana, estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del
santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las
diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la
primitiva revelación divina, que habían resuelto cuantos problemas caen
bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal,
científica y religiosa, que, en continua cadena, circula el globo. A la
filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y
luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el
encadenamiento que nos lleve a desentrañar el misterio de las antiguas
religiones. La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a
hombres de preclaro talento al moderno espiritismo, mientras que a otros
les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas
modalidades del materialismo. La mayoría de los eruditos contemporáneos
opinan que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento
intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo
cenit brillan los modernos. Los científicos actuales pretenden
invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la
humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y
todo cuanto sabemos fuese de época reciente. El momento es propicio
para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos,
fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en
que hayan de recurrir a ella. Se acerca el día en que el mundo tenga
pruebas de que las religiones antiguas estuvieron en armonía con la
naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo
conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos
durante largo tiempo velados, volverán a ver la luz del día olvidados
libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos, los
pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias llegarán a manos
de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de
columnas y planchas, cuyo significado sorprenda a los teólogos y a los
sabios. Porque, ¿quién conoce las posibilidades del porvenir? Ha
empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su
carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia
futura contendrán pruebas evidentes de que, si en algo hemos de creer a
los antiguos, es en que los espíritus descendieron de lo alto para
conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.
Fuentes:
- H.P. Blavatsky – La Doctrina Secreta
- H.P. Blavatsky – Isis sin velo